¿Tiene la teología un lugar dentro del espacio público, o sea, como marco de referencia para analizar, comprender, cuestionar y reflexionar los procesos sociales, políticos, económicos y culturales de un grupo? Si nos restringimos a los agentes estrictamente religiosos o eclesiales, la respuesta puede llegar a ser inmediatamente positiva. No así si ampliamos el escenario a otros posibles agentes, como políticos, educativos o académicos.
Para poder abordar este tema complejo y responder muy tangencialmente a dicho interrogante, deberíamos por comenzar a indagar aún más de fondo sobre qué comprendemos por teología y qué por lo público. Con respecto al primer elemento, existen diversos preconceptos –enraizados dentro del imaginario común-, como la idea de la teología como discurso estrictamente dogmático o confesional, cuyo sujeto principal de enunciación es la comunidad creyente, o también como fundamentación racional de la fe (fides cuaerens intellectum)
Es conveniente hacer una distinción entre teología en tanto discurso religioso identitario y la teología como disciplina dentro del campo del saber. Con respecto a la primera, la teología se comprende como marco de sentido que parte de una fe específica en la manifestación histórica de una entidad sagrada, basada en un conjunto de experiencias religiosas mediadas por prácticas discursivas, simbólicas, rituales e institucionales dadas en un marco contextual concreto, que a su vez responde a un proceso histórico dentro de un período de tiempo. Con respecto a lo segundo, la teología se vincularía más bien al campo educativo y académico, profundizando en el análisis de todas estas dinámicas, especialmente en lo que refiere al estudio de los procesos históricos de lo religioso, de los textos sagrados –en el caso que los haya-, las transformaciones dentro de los espacios religiosos, entre otros.
Por otro lado, comúnmente el espacio público suele considerarse como la esfera en que actúan ciertos agentes específicos, tales como el Estado y los partidos, y donde prevalecen una serie de discursos que se diferencian de otras cosmovisiones dentro del campo social más amplio. Podríamos denominar esta mirada como institucionalista, ya que restringe lo público a una serie de instituciones y sus respectivas burocracias y racionalidades, las cuales se diferencian del colectivo, sea “la ciudadanía” o “el pueblo”. De esta manera se produce una partición entre lo estrictamente político y lo social. En otras palabras, “lo político” de la sociedad o del pueblo se comprende desde un tipo de relación pragmática o funcional con respecto a dichas instituciones y discursos.
Desde una perspectiva más amplia, podríamos decir que lo público es el locus a partir del cual los diversos sujetos que componen el campo social construyen su sentido de identidad, sea individual o colectivo. Este proceso dista de ser homogéneo; es más bien plural, reflejo de la heterogeneidad propia que lo constituye. Por ello, es también la inscripción del conflicto y del litigio por definir “lo común”, y el lugar que tiene cada sujeto reconocido en este proceso. De aquí, las mediaciones institucionales no son solo algunas –como el Estado o los partidos. Ellas se pluralizan en tanto se transforman en expresiones que dan cuenta de la diversidad de formas para dar sentido a la polis que los convoca y “nombra”. Este proceso es constante; o sea, se construyen institucionalidades políticas en la medida que emerjan demandas que se consideren como parte de “lo común”. Por todo esto, finalmente, lo político no se circunscribe a un sector o a ciertas instituciones particulares sino que representa una dinámica propia a todo el campo social.
Volviendo al inicio, podemos decir que la teología en tanto discurso religioso identitario puede inscribirse como un agente más de interpretación dentro del heterogéneo espacio público, y como una voz más en esta búsqueda por definir “lo común”. Esto ya es evidente al ver nuestros contextos, donde las comunidades religiosas tienen una capacidad aglutinante y de acción social central (considerando, obviamente, la amplitud de sesgos ideológicos, culturales y sociales que podemos encontrar, los cuales, en muchos casos, son hasta antagónicos). También vemos que dichos agentes, con sus diferencias y complejidades, son convocadas cada vez más para participar en espacios de discusión y de diálogo social, tanto en el marco del Estado como de políticas públicas, partidarias y municipales.
Por ello podríamos afirmar que la teología posee una dimensión intrínsecamente pública y política ya que parte de la formulación de una serie de experiencias históricas (individuales y colectivas) con respecto a cómo se redefine una identidad –en este caso religiosa- a la luz de las dinámicas y tensiones sociales que atraviesan la fe (también vividas personal y comunitariamente). Dicho marco de sentido representa un horizonte siempre abierto desde la manifestación constante de lo divino, lo sagrado, lo mistagógico. Aquí, por ejemplo, una forma de considerar el lugar de las llamadas teologías contextuales: el feminismo, los pueblos indígenas, los jóvenes, el movimiento LGBTIQ, todos ellos espacios y voces que tienen un lugar en la teología, y en tanto particularidades también son proyectadas en su derecho de ser dentro del espacio público a través de dicha dinámica estrictamente teológica.
Volviendo a la teología como disciplina dentro del campo del saber, hay dos elementos a poner en debate. En primer lugar, más allá de que existen especificidades de estudio en este campo –Biblia, Historia, Sistemática, Práctica, etc.- el elemento “político”, “social” o “público” dista de ser externo o un “tema de contextualización” anexo a ellas. Son, más bien, aspectos constitutivos. En este sentido, las interpretaciones históricas del dogma, los procesos institucionales y eclesiológicos, las reflexiones en torno al texto sagrado, entre otras, poseen desde su misma especificidad un rol público ya que, por un lado, su construcción responde a una pluralidad de elementos existenciales, históricos y contextuales de la comunidad y de los individuos creyentes, y por otro –de manera implícita y explícita- parten como respuestas a problemáticas, interrogantes y sucesos contextuales puntuales.
Por otra parte, la teología como campo de saber posee una capacidad particular para responder a los desafíos del espacio público, no sólo en lo que refiere al lugar de las comunidades religiosas en el campo social sino por su capacidad de resignificación en tanto discurso identitario. Dentro del campo académico y político institucional, especialmente en América Latina, la teología posee un lugar periférico, casi nulo. Inclusive las ciencias sociales –como la sociología y la antropología de la religión- suelen atribuirse una posición excluyente para describir lo religioso en tanto “fenómeno”. Aunque la especificidad de dicho abordaje es más que válido, es también necesario incluir a la teología con el objetivo de profundizar sobre ciertos elementos que son propios de su especificidad. Ella brinda herramientas más completas para el análisis de los elementos sincrónicos y diacrónicos que se juegan en los procesos que fundamentan las experiencias y construcciones de sentido religiosas; o sea, de los rituales, símbolos y discursos religiosos particulares que emergen en la experiencia de fe, como también de la historia de los dogmas y prácticas institucionales a los que responden.
En resumen, resaltar la dimensión pública de la teología ayuda, por un lado, a que las coyunturas sociales no sean sólo temáticas ad hoc sino ejes constitutivos del discurso religioso, y por otro, a entender el aporte que posee en tanto disciplina para profundizar el estudio del lugar del discurso, institucionalidad y práctica de la especificidad de las religiones en diversas coyunturas del contexto social. Más aún, su inclusión implicará un aporte a la dimensión democrática en tanto promoción de la heterogeneidad y pluralidad de saberes e identidades que median la comprensión y construcción de nuestras “realidades”.