Posted On 25/10/2014 By In Biblia, Teología With 6124 Views

Por qué creo en el dogma de la Santísima Trinidad

Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. (Mt 28,19 RVR60)

El día 7 de los corrientes, según se lee en la revista Protestante Digital, el CEM (Consejo Evangélico de la Comunidad de Madrid), reunido en asamblea extraordinaria, hacía dos declaraciones en relación con la identidad cristiana y evangélica que creía necesarias. Y las formulaba desde el punto de vista más ortodoxo, más conservador, se podría decir, con todas las connotaciones, positivas o negativas, que tales calificativos pudieran implicar. La segunda trata acerca del orden moral, más concretamente de la ética sexual cristiana; y la primera, que es aquélla que nos ha llamado a compartir esta reflexión, entra en el terreno doctrinal, y si afinamos un poco más, diremos que es una declaración trinitaria. Las palabras literales, tal como las ha difundido esa publicación digital, son las siguientes:

Somos trinitarios en cuanto considerar la Trinidad como verdad central sobre la naturaleza de Dios, un ser único que existe simultáneamente como tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por ello, aceptamos plenamente el bautismo realizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Lo que ha motivado tal toma de posición ha sido, al parecer, la realidad de ciertas congregaciones postulantes a la membresía del CEM, pero que no profesan creencia alguna en la Trinidad y que bautizan únicamente en el nombre de Jesús, como, según se dice, hacían también algunas asambleas cristianas de los primeros tiempos (Hch 2,38; 8,37[1]; 10,48; 19,5). Y es que, según se constata, el unitarismo, vale decir, la negación de la doctrina trinitaria, es hoy por hoy una realidad en bastantes denominaciones evangélicas procedentes del continente americano, que se hace palpable también en nuestro suelo.

Ni que decir tiene que esta publicación del CEM ha suscitado ya en las redes sociales comentarios de todo tipo y sus discusiones correspondientes, con tomas de posición (algunas más radicales que otras) y críticas de todos los colores. Todo ello, que en principio es positivo —emitir críticas sobre algo que ha sido publicado implica, por lo menos, dos factores: primero, que se ha leído; segundo, que se muestra cierta capacidad de comprensión de lo tratado—, nos ha obligado a replantearnos el porqué de nuestra aceptación personal de esta doctrina, o mejor, de este dogma de fe trinitario que profesamos, no sólo por adhesión intelectual a nuestra denominación, sino por convicción personal. Porque ni el trinitarismo ni el unitarismo son simples “modas teológicas pasajeras”, como se podría pensar. El primero tiene a su favor una larga serie de declaraciones ortodoxas, desde las primeras formulaciones, allá por los siglos finales de la Antigüedad, hasta las confesiones de fe reformadas y otras más recientes[2]. Y el segundo, reconozcámoslo sin rubores, se cimenta en algo tan simple como la constatación de que la Biblia no contiene jamás declaración alguna a favor del dogma trinitario tal cual[3], además de en la propia razón humana: si creemos en un solo Dios, pues ha de ser un Dios único. Eso es lo que significa ser monoteísta, y el cristianismo, al igual que el judaísmo y el islam, es una religión monoteísta.

Puesto que nos vienen a la mente, cómo no, recuerdos de nuestra época de joven seminarista, cuando estudiábamos con atención (y con ese deseo tan humano de obtener buenas calificaciones) las disputas trinitarias en la Antigüedad cristiana, con sus declaraciones conciliares cruzadas y entrecruzadas, sus Orígenes de Alejandría, sus Arrios, sus Eusebios, sus Pablos de Samosata y sus Atanasios, sus herejes y sus defensores de la fe, sus discusiones adopcionistas, modalistas, patripasianas, monofisitas, monotelitas y pneumatómacas, sus omoûsios y sus omoiûsios, sus acusaciones de diteísmo y triteísmo, sus personas y sus uniones hipostáticas, preferimos, sinceramente, no entrar de nuevo en esos terrenos. No porque los consideremos negativos, sino porque su complicación conceptual en nada nos ayuda a definir por qué hoy estamos convencidos de la verdad del dogma trinitario. Ni siquiera nos posicionamos a favor o en contra del controvertido término persona[4], que tanto ha dado que hablar, o de la solución propuesta en su día por Karl Barth (Seinweise o “modo de ser”[5]), sin duda muy acertada. Nuestra reflexión va por otros derroteros.

Ya lo hemos dicho antes. Lo repetimos sin ánimo de ofender: las Sagradas Escrituras no enuncian jamás el dogma trinitario tal como se recoge en credos, confesiones de fe o catecismos. No constituía, desde luego, una preocupación para los apóstoles y los autores del Nuevo Testamento. De hecho, alguien ha dicho, y probablemente con gran tino, que autores como Marcos en su Evangelio o Pablo en sus epístolas darían la impresión de un claro adopcionismo en lo que toca a la relación de Dios con Jesús. Sólo el Evangelio de Juan rompería esa tendencia de la Iglesia antigua al presentar una clara teología del Verbo, una teología encarnacional. Y en lo referente al Espíritu Santo, pues todavía es mayor la oscuridad. El Jesús de Juan aún dirá en un conocido pasaje Yo y el Padre uno somos (Jn 10,30[6]), pero el Paráclito, que no hablará por su propia cuenta (Jn 16,13), es alguien que procede del Padre (15,26), sin más[7], y de quien en ningún pasaje se predica una igualdad absoluta con el Padre y el Hijo. La polémica está servida, desde luego, pues tan sólo el versículo de Mateo con que encabezamos esta reflexión, y algún que otro texto doxológico perdido del estilo de 2Co 13,14, parecen equiparar a Dios Padre, Cristo y el Espíritu Santo.

Ante la realidad de tan escaso material y tan disperso, tan poco concreto, que nos permitiera formular un dogma trinitario bien anclado, y la declaración lapidaria de Dt 6,4-5, el famoso Shemá del judaísmo, aceptado sin discusión alguna por el propio Jesús (Mt 22,37; Mc 12,29-30; Lc 10,27), se entiende perfectamente el unitarismo. Es más, la fe cristiana habría de ser unitaria. Sería lo propio. Pero no puede serlo.

En primer lugar, el razonamiento que entiende a Dios como un ser único en el que cualquier división interna o diferenciación personal en su naturaleza y esencia constituya un contrasentido, es correcto desde el punto de vista humano; más concretamente, desde el punto de vista humano occidental, es decir, con un pensamiento modelado por la filosofía y la lógica griegas, por el aristotelismo del motor que mueve sin ser movido, y que, dígase lo que se quiera, está en la base de religiones como el judaísmo y el islam[8]. Ese Dios estrictamente único se adapta bien a las categorías mentales del hombre racional, es decir, de aquél que ha llegado a cierto desarrollo en la evolución del pensamiento religioso. Es un Dios, en definitiva, diametralmente opuesto a todo lo absurdo y contradictorio, y por lo tanto, una perfecta imago hominis rationalis. Digámoslo claro: un Dios a quien podemos hacer entrar en un paradigma previo y lógico conforme a nuestros patrones de razonamiento (“si Dios es uno, pues no puede ser dos ni tres, y basta”), no es en realidad el Dios trascendente revelado en las páginas de la Biblia, y muy especialmente en el Nuevo Testamento. Sí puede ser, y de hecho lo es, el Dios del judaísmo, esa divinidad que, aun siendo creadora y señora, aparece atada a la propia Torah, y que, según algunos pasajes talmúdicos, la estudia con esmero. Y también puede ser el Dios del islam, otro peculiar “dios del libro”, que aun siendo el Grande y el Misericordioso, sólo es capaz de moverse y actuar conforme a unos patrones muy estrechos previamente trazados. El Dios que únicamente se muestra como absolutamente único en su naturaleza y esencia, tiene todos los atributos que leemos en los manuales de teología dogmática (eternidad, infinitud, omnipotencia, omnisapiencia, etc.), pero carece de una dimensión fundamental: su misterio, su total y absoluta otredad, es decir, aquello que lo hace diametralmente distinto de cuanto los seres humanos podamos imaginar o concebir sobre él. Es decir, de esa trascendencia que nos obliga a reconocer que ni sabemos ni podemos saber nada acerca de él, y que todo cuanto afirmamos sobre su ser o su actuación es pura entelequia, puro flatus vocis, aunque lo revistamos de altisonantes términos griegos o latinos.

En segundo lugar, las Escrituras del Nuevo Testamento se hacen eco de ciertas contradicciones bien patentes, de ciertos flagrantes contrasentidos cuando se refieren directamente a Dios, o a Jesús, o incluso al Espíritu Santo, que nos obligan a replantearnos de continuo la realidad de lo Divino, aunque siempre tengamos la frustrante sensación de que nos quedamos donde estábamos, sin avanzar nada. Porque el Nuevo Testamento no se limita a mostrarnos a un Dios que, por fidelidad a una alianza antiquísima, viene a nuestro encuentro en una zarza ardiente o nos habla a través de unos siervos escogidos que hoy son y mañana ya no están; lo realmente sorprendente es que el Dios neotestamentario habla y actúa a través de un hombre muy concreto, Jesús de Nazaret, por medio del cual lleva a su culminación la Historia de la Salvación de nuestra especie, y con quien mantiene una relación que trasciende con mucho la que podía haber mantenido en el pasado con Abraham, Moisés, David, Elías o cualquiera de los profetas. Y este Jesús de Nazaret, que por sus orígenes y su extracción social se muestra como cien por cien humano, y se comporta como tal, tiene ciertos “ramalazos” que lo catapultan a otra dimensión: sin tocar para nada el Cuarto Evangelio, por aquello de la teología encarnacional antes mencionada, en los Evangelios Sinópticos encontramos ciertas declaraciones sorprendentes en las que Jesús habla como Dios (Oísteis que fue dicho… pero yo os digo, Mt 5,21-22.27-28), actúa como Dios (Tus pecados te son perdonados, Lc 5,20), y experimenta ciertos fenómenos paranormales en los que se evidencia una naturaleza no humana (la transfiguración o el bautismo), el mayor de los cuales será su propia resurrección, seguida de su ascensión y exaltación. Y este mismo Jesús, en quien sus discípulos reconocen al único capaz de traer la redención a la humanidad (Hch 4,12) y al que llaman Señor y cuya segunda venida esperan (Ap 22,20), enviará el Espíritu, que, si en un principio pareciera un poder desatado e impersonal (el viento recio de Hch 2,2-3), al más puro estilo de las tradiciones veterotestamentarias (cf. Jue 14,6.19), luego el testimonio apostólico lo presentará como una entidad personal y activa en la obra de la salvación de los hombres (Ro 8,26-27).

Lo dicho: demasiadas contradicciones. El Nuevo Testamento no presenta las cosas, en lo referente al tema de la naturaleza divina, con la lógica y el raciocinio que nos gustaría, con los que nos sentiríamos mentalmente cómodos. Lo que hace es confrontarnos de continuo ante un misterio insoluble, ponernos delante de unas realidades que nunca define, que nunca explica, que simplemente se limita a señalar como un desafío permanente a nuestra capacidad de comprensión y un llamado a la humildad.

No tendría sentido hoy, desde luego, condenar a los unitarios de nuestros días estigmatizándolos como herejes diabólicos o arrojándolos de las iglesias, como sucedió en la Antigüedad en las tristemente célebres disputas arrianas. Probablemente, no hay guerra más absurda (ni más cruel y más dañina) que la guerra declarada por motivos religiosos. En nuestra opinión, los antiguos arrianos y cuantos a lo largo de los siglos se han declarado unitarios (como los socinianos de los días de la Reforma) hasta la hodierna UUA (Unitarian Universalist Association of Congregations), han cometido un error: han querido comprender realmente la naturaleza divina aplicando un modelo mental humano (¿y qué otro podrían aplicar?). En una palabra, han caído en un extremo propio de creyentes que desean aprehender a Dios, pero encerrándolo o limitándolo a una dimensión muy terrestre. Personalmente, seguimos creyendo, y creyendo firmemente, en el dogma trinitario, en un Dios que siendo uno solo y único, como dice el Shemá del Deuteronomio, encierra en sí el gran misterio de su pluralidad al que tímidamente apunta la fórmula bautismal mateana. Y sobre todo, el gran misterio de su contradicción intrínseca: por amor a mí y a toda mi gran familia humana, se hizo hombre.

[1] Con sus problemas textuales de todos bien sabidos.

[2] Sirva como botón de muestra el primero de los llamados Treinta y nueve artículos de la Iglesia Anglicana, donde leemos: “Sólo hay un Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo, miembros o pasiones; con un poder, sabiduría y bondad infinitas; el Hacedor y Preservador de todas las cosas, tanto visibles como invisibles. Y en unión con esta divinidad hay tres Personas de una sola sustancia, poder y eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”.

[3] El famoso comma johannicum (1Jn 5,7) no es hoy admitido como texto original ni siquiera por los más ultraconservadores. Que no se diga que la formación y la cultura no dan sus frutos.

[4] “Tres Personas distintas y un solo Dios Verdadero”, que nos enseñaron en el catecismo nacional (sic) cuando éramos niños.

[5] El genial teólogo suizo entendía que esta definición no daba pie a tantas controversias, y tenía, sin duda, toda la razón.

[6] Hen esmén, o como traduce la Vulgata, unum sumus, o sea, no una misma persona, sino una misma cosa. ¡Y ahora entiéndalo quien pueda!

[7] La famosa cuestión del Filioque, que, pese a los siglos transcurridos, sigue dividiendo más de lo que pensamos la cristiandad ortodoxa oriental de la cristiandad católica y protestante occidental.

[8] Mal que les pese a muchos, el judaísmo alcanzó su forma definitiva a comienzos de la era cristiana, vale decir, en un mundo profundamente helenizado y con claras categorías mentales de tipo griego. La religión judía de las tradiciones talmúdicas no es la misma que profesaban los hebreos de la Biblia, sino una derivación muy posterior. Y el islam, por su lado, se gesta en la mente de alguien que, pese a ser árabe y semita, vivía en continuo contacto con cristianos y judíos profundamente helenizados, de quienes tomó sus líneas fundamentales de pensamiento.

Juan María Tellería

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