Así pues, recomiendo ante todo que se hagan rogativas [deéseis], súplicas [proseujas], peticiones [enteúxeis] y acciones de gracias [eujaristías] por toda la humanidad… […] Es éste un proceder hermoso y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador, […] Es, pues, mi deseo que en cualquier circunstancia los varones eleven una oración pura, libre de odios y altercados. I Timoteo 2.1, 3, 8, La Palabra (Hispanoamérica)
La oración, para los escritos paulinos, es una práctica fundamental para mantener viva la fe y la comunión con Dios mediante Jesucristo. Para el apóstol Pablo “…la auténtica oración ha de hacerse en el espíritu (Rom 8.15, 26; Gal 4.6; en ambos pasajes Pablo emplea —junto a proseúchomai en Rom 8.26— el verbo krázo, gritar, clamar, que aquí expresa la libertad, el gozo y la confianza de la oración que proceden de la conciencia de ser hijos de Dios)”.[1] Para él, la oración “no nace de las posibilidades humanas ni puede considerarse como una obra meramente humana. Al igual que la fe, de la cual procede y con la cual casi se identifica, es un don de arriba (cf. también Ef 6.18: “orar en el espíritu”)”. La oración a fin de cuentas, es “una conversación del espíritu que habita en el creyente y que lo ‘mueve’ (Rom 8.14), con el mismo Dios, que ‘es espíritu’ (2 Cor 3.17; cf. Jn 4.23 s)”. Por todo ello, la eficacia de la oración tampoco depende de condiciones humanas de persuasión “ni de una determinada condición interior”. El apóstol siempre destacó “que la oración en el espíritu da testimonio de la certidumbre de la salvación y a la vez la corrobora (Rom 8.16)”.
En el Nuevo Testamento se manejan diversos matices para referirse a la oración y, particularmente, en el inicio de I Timoteo 2 aparecen desplegados con singular intensidad, sobre todo por la forma en que el texto exhorta a la práctica de la oración “por toda la humanidad” (2.1) y, más adelante, porque todos los creyentes lo hagan “en cualquier circunstancia” como “oración pura” (“levanten manos santas”, RVC) ajena a todo tipo de odio o enemistad (2.8). En el primer caso se emplean hasta cuatro términos relacionados que corroboran la orientación del conjunto de documentos neo-testamentarios de acuerdo con sus significados propios como se resume aquí. El primero de ellos, “rogativas” (deéseis) designa la súplica, “que casi siempre hace mención de la persona a la que va dirigida y sólo se pronuncia en el acto de orar propiamente dicho”,[2] es interceder. El segundo, “súplicas” (proseujas) “designa la oración en el sentido más amplio” y “expresa toda manera de entrar en contacto con Dios”.[3] La tercera, “peticiones” (enteúxeis), originalmente en el sentido de dirigirse a un monarca para solicitar algo. La última, es una plegaria de alabanza y acción de gracias.
Todo esto va encaminado, en el lenguaje de las llamadas “cartas pastorales”, a establecer un ambiente de oración propicio para canalizar las diversas preocupaciones humanas ejemplificadas en la plegaria permanente por los gobernantes, pero sin olvidar que, al colocar delante a “toda la humanidad”, el énfasis de la oración es, diríamos hoy, “democrático”, abierto e incluyente. Es decir, que ninguna realidad humana debería quedar fuera del horizonte de oración de los seguidores/as de Jesucristo. Eso se logrará, además, con un adecuado conocimiento de las realidades humanas presentes, sociales, políticas y, por supuesto, espirituales. La comunidad en donde ejerce Timoteo es una expresión de la diversidad que obliga a orar de esta manera:
Otros sectores sociales se han arrimado, y ahora conviven con los esclavos y artesanos de los primeros tiempos grupos cada vez más numerosos de comerciantes, algún propietario de tierras de mediana extensión, gentes con otros recursos y posibilidades. Si bien estos no son mayoría, y difícilmente estemos en presencia de los sectores más altos y ricos de la sociedad, su presencia se hace sentir en las comunidades y plantean problemáticas distintas. […]
El paso del tiempo y su crecimiento han ido transformando a las iglesias en comunidades más amplias, donde se han agregado nuevas experiencias que tienen otro origen, donde hay familias de dos o tres generaciones de “cristianos” (II Tim 1.5). Los cristianos no son aún mayoría ni mucho menos, así que han tenido que encontrar formas de convivencia con sus vecinos, de interactuar con el mundo circundante en términos de colaboración y convivencia.[4]
La universalidad de Dios (vv. 4-5: “que quiere que todos se salven y conozcan la verdad. Porque uno solo es Dios y uno solo es el mediador entre Dios y la humanidad: el hombre Cristo Jesús”) deberá mostrarse en la apertura para tratar de comprender las necesidades y urgencias de toda la humanidad. La consigna parece ser: “Nada humano me es ajeno”, es decir, avanzar en la práctica de un humanismo cristiano bien entendido y asumido, capaz de superar nacionalismos, etnocentrismos y de salir hacia una serie de “encuentros misioneros” que posibiliten la comunicación más efectiva del Evangelio en medio de un “diálogo cultural” para el que no siempre se está dispuesto. El texto agrega que este encuentro puede y debe darse porque se basa también en la auto-entrega de Jesús: “que se entregó a sí mismo como rescate por todos, como testimonio dado en el tiempo prefijado” v. 6). Esa entrega abre las puertas para que los seguidores de Jesús sean, dentro de lo posible, los seres humanos más sensibles a las necesidades humanas mediante una clara comprensión de las mismas en sus contextos específicos.
La actitud para orar por toda la humanidad será, finalmente, una muestra de la superación de las enemistades y conflictos humanos: “Es, pues, mi deseo que en cualquier circunstancia los varones eleven una oración pura, libre de odios y altercados” (v. 8). A través de una práctica sana e inclusiva de la oración, con una mirada universal, los/as creyentes podrán capacitarse también para el servicio en todas sus manifestaciones y no hallarán conflicto alguno entre fe y acción en medio del mundo, puesto que cada creyente será “de aquí, de allá y de todas partes”: “Ya no ve el mundo rodeado por la nada y por el caos, sino abarcado por la fidelidad de Dios y puede en adelante trabajar dentro de él con confianza y poner en él sus esperanzas. Oración y acción en el mundo están, pues, íntimamente relacionadas. Pero la una no puede reemplazar a la otra; la oración no dispensa de la acción, ni ésta de aquélla”.[5]
[1] H. Schönweiss, “Oración”, en L. Coenen et al., Diccionario teológico del Nuevo testamento. III. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1993 (Biblioteca de estudios bíblicos, 28), p. 221.
[2] Ibid., p. 212.
[3] Idem.
[4] Néstor Míguez, “Yo soy de aquí y soy de allá. La ‘oiko-nomía’ en 1 Timoteo”, en RIBLA, núm. 51.
[5] H. Schönweiss, “Para la praxis pastoral”, en L. Coenen op. cit., p. 225.
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