«Pensar y dejar pensar» fue lema de Juan Wesley, el padre del metodismo. Con él expresaba su actitud frente al mundo de los hombres. De los hombres y de las mujeres. Y lo fue no solo para manifestar su propio pensamiento, en su mundo no carente de discusiones teológicas (¿ha habido algún momento de la historia del cristianismo cuando no las haya habido?), sino para plasmar en esa expresión lo que él habría querido que fuese la perspectiva vital de aquel movimiento que, contra lo que habría sido su más íntimo deseo, se había visto obligado a iniciar.
Por mi parte —muy, muy lejos yo, por debajo, de la estatura espiritual e intelectual del mayor de los más conocidos hermanos Wesley—, gusto de hacer, frente al lema de Juan, dos afirmaciones complementarias: «Quien no deja pensar, actúa así porque él mismo no piensa» y «Quien no deja pensar… le tiene miedo al pensamiento».
Considero que las anteriores son afirmaciones complementarias porque, con suma frecuencia, si no siempre, la segunda está ínsita en la primera. Quien no piensa suele tenerle miedo al pensamiento, porque lo perturba, le quita la tranquilidad, lo quiere obligar a pensar… y ello puede resultar peligroso.
¿Quién es el que no piensa?
Se ha dicho desde antaño que el pensamiento —o la capacidad de pensar— es virtud o característica definitoria del ser humano. Aristóteles dijo que el hombre (en sentido genérico) es el animal que posee «logos». Y el gran Unamuno sostuvo que «el hombre es hombre por la palabra». La palabra —la palabra humana— es manifestación, entre otras cosas, del pensamiento. Por eso dijo también que los cangrejos no pueden resolver ecuaciones de segundo grado. El ser humano sí.
No obstante esa habilidad, hay muchos que, al parecer, prefieren no usarla; o usarla al mínimo. Y como sucede con los autos, a veces «el mínimo» es tan mínimo que el motor se apaga. Hasta nos atreveríamos a decir que todos, en algunos momentos de nuestra vida, caemos dentro de esa categoría. El anónimo autor del libro de Eclesiastés, a quien se le suele designar con el título de «el Predicador», dijo —según el texto de la Vulgata, no según el texto hebreo— que el número de los estultos es infinito («et stultorum infinitus est numerus»). Pero una cosa es cometer un acto (y el pensar es un acto, de los más nobles y sublimes) de estulticia (estupidez, mentecatez, tontería, insensatez) y otra, bastante diferente, instalarse en la estulticia. Esto lo decimos para que nadie crea que consideramos que no hemos cometido estupideces en nuestra vida. Y más de una.
No piensa quien, en asuntos esenciales para la vida, humana y cristiana (y el pensar es esencial), prefiere actuar borreguilmente, siguiendo las manipuladoras «instrucciones» de líderes funcionales o supuestos. Se da esto en todos los órdenes de la vida. Basta, para verificarlo, con leer los artículos de opinión que aparecen en nuestros periódicos. Y se ve hoy, con desmesurada frecuencia, en muchas instituciones que deberían enseñar —y casi obligar— a pensar, incluidas muchas de nuestras iglesias protestantes. Respecto de estas, la manifestación más deprimente se percibe durante sus cultos. El predicador, con machacona insistencia, ordena a sus congregados: «Dígale al que está sentado a su lado…», y todos los presentes, sí, como rebaño (¿acaso no le llamamos «rebaño» a la congregación?), se vuelven hacia quienes están a su lado para decírselo. Y lo hacen, aunque lo que le vayan a decir al circunstancial vecino sea una barbaridad como esta: «el Señor está buscando una burra». (Este ejemplo no es producto de habérseme vuelto calenturienta la imaginación, pues fui testigo de ello). (Dicho sea de paso, ahora, en vez de incluir en nuestra liturgia el «saludo de la paz», tan significativo y tan necesario en nuestros tiempos, se prefiere convertir el santuario en gallinero, con saludos en voz alta y paseos dentro del templo, porque, seguramente, al finalizar el acto cultual ya «no hay tiempo» para el encuentro personal entre los creyentes. La «familia» de fe se disuelve rápidamente).
Del tintero de la experiencia
Sociedades Bíblicas Unidas (SBU) inició hace muchos años, en la América de habla hispana, un programa de actividades educativas que originalmente se llamaban «Talleres de ciencias bíblicas» (nombre que no deja de ser un tanto rimbombante). Hoy se conocen, más bien, como «Jornadas bíblicas» (o algo por el estilo). Quien esto escribe ha tenido el privilegio de participar en esas actividades —ya sean patrocinadas directamente por SBU o por Sociedades Bíblicas nacionales— en todos los países hispanohablantes de la América Latina continental e insular (excepto en Venezuela y, si la memoria no nos traiciona, Guatemala), y en comunidades hispanas de Canadá y EUA. También en España (Madrid, Las Palmas de Gran Canaria y Santa Cruz de Tenerife).
La experiencia ha sido enormemente enriquecedora y, en algunos casos, no carente de dificultades y choques. En todas estas actividades, y sin excepción, se han recibido palabras de agradecimiento y aprecio de parte de la inmensa mayoría de los participantes. Algunos testimonios han sido conmovedores. ¡Hasta poemas les han dedicado a esos talleres o jornadas!
No han faltado, no obstante, reacciones adversas. Legítimas unas; no tanto, otras. Entre estas últimas debe destacarse la oposición provocada por algunos que, al regresar a sus lugares de origen, pusieron en labios de uno u otro profesor palabras que ellos nunca dijeron. O citaron ciertas expresiones sin indicar cuál fue su contexto original.
Quisiéramos destacar un problema que consideramos sumamente grave. En uno de esos países mencionados, cuyo nombre nos reservamos, pues no viene al caso, un dirigente de una denominación, a los que por respeto y consideración no identificamos (pues, de hecho, tampoco viene al caso), escribió al responsable de uno de estos talleres una carta de queja. La inconformidad que dio lugar a esta especie de protesta se centraba en este hecho que dicho dirigente exponía así: el problema al que estos talleres nos enfrentan es que nuestros pastores, al regresar a sus lugares de origen después de haber participado en ese programa, nos plantean preguntas que nosotros no estamos en capacidad de responder.
Preguntas que inquietan
Tal confesión —expresada, nos parece, con total sinceridad e ingenuidad— hace que surja una serie de preguntas inquietantes, que nos atrevemos a plantear en términos generales:
** Los dirigentes de nuestras iglesias cristianas, ¿quieren tener bajo su responsabilidad a pastores y líderes locales que se limiten a repetir la «enseñanza oficial» del grupo denominacional al que pertenecen aunque no puedan dar razón de las ideas que predican?
** El no poder responder a preguntas que tienen que ver con «el ministerio de la Palabra», ¿es causa suficiente para descartar las preguntas y acallar a quienes las planteen?
** ¿Cuál es la causa real del rechazo de ambos (de la pregunta y del preguntador)?:
• ¿se le tiene miedo a la pregunta?
• ¿se rehúsan los dirigentes a pagar el precio de la búsqueda de una respuesta satisfactoria (a «quemarse las pestañas», como solía decir mi viejo profesor de historia del pensamiento cristiano)?
• ¿se prefiere dirigir líderes que no piensen por sí mismos?
Una cosa es tener la valentía de responder, frente a una pregunta difícil: «No sé, pero investiguemos juntos» y otra muy distinta ordenar: «¡No preguntes!». El verdadero profesor, pastor o líder de gentes sigue el primer camino. Quienes quieren seguidores que dejen de pensar, escogen el segundo.
Jesús fue de los primeros.