Los que somos por naturaleza forofos de la lectura nos encontramos a lo largo de nuestra vida con cosas realmente sorprendentes, ya sea en libros, revistas o cualquier otro medio que emplee la palabra escrita como vehículo de comunicación. Desde hace ya unos días nos viene a la mente el recuerdo de dos informaciones acerca de Dios totalmente contradictorias entre sí que en su día leíamos, y que nos llamaron poderosamente la atención, no sólo por su contenido, sino por el hecho de que nos topamos con ambas en un muy breve espacio de tiempo.
La primera consistía en unas palabras tomadas del conocido periódico londinense The Times, concretamente de uno de sus editoriales de allá por los años 70 del siglo pasado, que decía lo siguiente:
Si Dios leyera “The Times”, la última sección que querría mirar sería la sección religiosa. Dios está mucho más interesado en el mundo que en la religión.[1]
La segunda, procedente de una recopilación de leyendas judías que cayó por breve tiempo en nuestras manos,[2] afirmaba que Dios divide su jornada (sic) en cuatro partes; pues bien, una de ellas la consagra por entero a leer y estudiar detenidamente la sagrada Torah, el Pentateuco, es decir, los libros de la Ley de Moisés.
Imposible no prestar atención a este tipo de declaraciones, de muy distinto origen cada una, y muy diferente motivación, pero altamente llamativas, y que hoy nos han hecho plantearnos qué tipo de lectura haría Dios de la Biblia en el caso de que la leyera realmente. No se trata de rozar el resbaladizo suelo de la irreverencia planteando absurdos o burlas, desde luego, sino de cuestionarnos algo que, entendemos, reviste una gran importancia para quienes hoy nos confesamos creyentes.
Digámoslo claro: a los cristianos la Biblia siempre nos ha creado problemas. O bien porque en determinados momentos fuera complicado (¡y hasta arriesgado!) hacerse con un ejemplar, o bien porque, al ser de venta libre, al menos en nuestros tiempos y nuestras latitudes occidentales, está al alcance de cualquiera, con los peligros que ello puede suponer. Seamos honestos: no es la propia Biblia la culpable de situaciones tales, pero la realidad está ahí. Si alguien lo duda, no tiene más que acercarse a cualquier librería cristiana y comprobar, con el debido tiempo y la correspondiente atención, el tipo de literatura que ofrece el mercado para, se supone, entender o interpretar las Escrituras. Gracias a Dios que aún quedan librerías en cuyos estantes se encuentran comentarios de calidad, devocionales que invitan a una reflexión seria, obras que han llegado a convertirse en clásicos de la literatura cristiana de todos los tiempos, así como trabajos más actuales empeñados en desplegar ante los creyentes las riquezas de los libros bíblicos; desgraciadamente, en muchas otras lo único que se encuentra es justo lo contrario de lo que debiera hallarse en establecimientos de esa clase: una pseudoliteratura (y hasta dudamos si éste es, incluso, el nombre que mejor la define), mal escrita y peor traducida, cuyo contenido puede asimilarse a cualquier cosa antes que a la realidad del mensaje vehiculado por las Sagradas Escrituras. No nos extraña nada que, alimentados con pasto de tan pésima calidad, las ovejas del rebaño del Señor anden tan perdidas, a veces, que cualquiera podría confundirlas incluso con ovejas de cualquier otro rebaño, no el de Cristo, precisamente.
No, no es irreverente la pregunta ¿Cómo lee Dios la Biblia? No lo pretende, lejos quede de nuestra intención nada semejante, máxime cuando vemos, conforme a lo que encontramos en los Evangelios, cómo leía Nuestro Señor Jesucristo las Escrituras que él conoció en su tiempo, los libros que hoy designamos con el nombre de Antiguo Testamento. Si bien no hallamos en los Sinópticos ni en Juan comentarios exhaustivos realizados por Jesús sobre pasajes bíblicos concretos, encontramos, sin embargo, en las menciones, alusiones indirectas o citas literales de los Libros Sagrados que hizo a lo largo de su ministerio público básicamente una triple vertiente:
En primer lugar, actualización de lo escrito. No muestra Jesús esa reverencia cuasi-supersticiosa a la letra de la Escritura, tan común entre ciertos maestros religiosos de todos los tiempos, y que la convierte en un monolito pétreo e inhumano imposible de adaptar a ninguna coyuntura posterior a su prístina redacción. Si bien enseña con claridad que ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido (Mt 5,18), el Carpintero de Nazaret no tiene empacho alguno en citar mandamientos de la Sagrada Torah con la fórmula habéis oído que se dijo a los antiguos… mas yo os digo, tan frecuente en el Sermón del Monte, y que supone toda una revolución en la lectura interpretativa del Pentateuco. No le molesta a Jesús la letra de la Escritura, siempre y cuando su comprensión se haga a la luz de las realidades mayores a las que ésta apunta pese a sus limitaciones humanas,[3] como evidencia su empleo del Deuteronomio en las tentaciones (Mt 4,1-11, especialmente los vv. 4.7.10), u otros casos de todos bien conocidos y que no mencionamos exhaustivamente en gracia a la brevedad.
En segundo lugar, soberanía del Dios de Israel, que viene a restaurar a los hombres. Jesús no lee en las Sagradas Escrituras cábalas acerca de arcanos misteriosos y profundos, inaccesibles a la mente humana; ni siquiera parece preocuparle la cuestión apologética de una defensa a ultranza de los Libros Sacros o su inspiración frente a lo que enseñaban la ciencia y la filosofía de su época; lo que el Señor encuentra en los textos de Moisés y los profetas es una realidad patente que impregna todos los libros bíblicos, y es que Dios quiere salvar, es decir, devolver a los seres humanos la dignidad perdida. Es en este sentido como enfoca, por ejemplo, la cuestión del matrimonio y el divorcio, remontándose hasta los orígenes, algo que debía causar sorpresa en medio de una sociedad en la que la figura de la mujer carecía de valor y se consideraba poco menos que un objeto desechable (Mt 19,1-8); y es así como concibe la propia Ley, como una manifestación de amor, no sólo hacia Dios, sino también hacia el prójimo (Mc 12,28-31), al que eleva a una categoría mucho más alta que lo que permitían las convenciones y las tradiciones interpretativas del momento. Jesús encuentra en el Antiguo Testamento a un Dios para quien todos viven y que garantiza la vida presente y futura del ser humano (Lc 20,37).
Y en tercer y última lugar, su propia persona. Jesús sabe bien que la Escritura al completo da testimonio de él (Jn 5,39), de manera que todo cuanto ha quedado escrito sobre su persona, vida y ministerio ha hallado su pleno cumplimiento, tanto en la ley de Moisés, como en los profetas o en los Salmos (Lc 24,44). El Señor es plenamente consciente de que sólo hallándolo a él en los Libros Sagrados se puede tener la seguridad de haberlos leído correctamente, pero eso no es algo que se pueda alcanzar por el mero esfuerzo humano. El Espíritu Santo, como los ríos de agua viva de que hablara en su día el profeta Ezequiel (Ez 47,1; cf. Jn 7,38), ha de guiar al discípulo a toda la verdad (Jn 16,13), que no es otra que el propio Cristo, la vida eterna hecha carne, en quien se resume todo el propósito salvífico de Dios (Jn 17,3). No es porque sí que el Cuarto Evangelio, remedando de alguna manera los primeros versículos del libro del Génesis, designe a Cristo como el Verbo, es decir, la Palabra, fuente de vida desde el mismo principio del mundo (Jn 1,1-3).
Para concluir, Dios no sólo ha hablado; también ha leído lo que había dicho, y esta lectura divina, realizada a través de la persona del Cristo Encarnado, es suficientemente clara como para que los creyentes de hoy, la iglesia de hoy, no andemos perdiéndonos en laberintos interpretativos de acendrada fantasía que no son sino trampas diabólicas, digámoslo con meridiana claridad, cuya única finalidad es alejarnos de lo esencial. Sin negar, ni mucho menos, el valor del trabajo concienzudo llevado a cabo por eruditos, exegetas e intérpretes serios de las Escrituras, cuyas investigaciones, qué duda cabe, enriquecen nuestra comprensión de la historia de los textos, su transmisión y su hermenéutica, lo cierto es que todo ello nos ha de conducir a la Palabra viva de un Dios vivo, no una letra muerta y que mata.
No vamos a juzgar al editorialista del rotativo londinense que citábamos al comienzo, por decir que a Dios le interesaban más las noticias de sucesos o de las fluctuaciones de la bolsa que las páginas dedicadas a artículos religiosos. Tampoco vamos a rasgarnos las vestiduras ante la historia contada por aquella leyenda judía sobre un Dios que estudia los libros de Moisés. Se han dicho tantas cosas acerca de Dios, que éstas ya no nos pueden sorprender, o al menos, no demasiado. Lo que sí afirmamos en que las Escrituras nos han sido entregadas con la capacidad de dar respuestas claves a los interrogantes planteados por los discípulos de todos los tiempos, no sólo de los primeros siglos, simplemente porque su gran Autor Divino, cuando se hizo hombre, nos enseñó cómo leerlas y qué debíamos encontrar en ellas.
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[1] Pese al tiempo transcurrido, recordamos la cita con total exactitud. O mejor dicho, la traducción de la cita, que es lo que cayó en nuestras manos.
[2] Y de la que, desgraciadamente, no podemos dar razón. Por más que hemos intentado encontrarla, nos ha resultado imposible.
[3] El propio lenguaje, una de ellas. La cultura y cosmovisión de sus autores, otra.