El porvenir es el pasado que viene.
Échate un momento. Si no, ¿cómo sabrías que caminas?
(Edmond Jabès)
El pueblo de Israel se estableció y surgió en medio de pueblos que tenían una visión agraria del mundo. Estos pueblos fundaban su religión sobre el clima, sus dioses tenían que ver con la lluvia, la cosecha y el verano, y por lo tanto estas religiones se basaban en el “ya”, en la experiencia emocional de las fiestas y los ritos donde percibían lo sagrado en el instante. Pero también heredó la tradición de un gran pueblo nómada. Abraham era un nómada; el Éxodo era una experiencia de migración, y el Exilio fue un duro aprendizaje de desarraigo. En este sentido, Israel siempre interpretó su historia como una historia en movimiento. Israel nunca perdió su esperanza en la promesa y en la creencia de que la historia puede cambiar, y por esto fue, y sigue siendo, el pueblo de la promesa (Jos.1,5-7).
La historia, para los hebreos, es una memoria que vuelve a ser vivida (Éx. 12,42-49; 2 R 23,1-3, 21-23, 25). Los libros históricos no cuentan una historia meramente pasada sino también una profecía que evalúa el pasado. La profecía no solamente tiene que ver con predicaciones sobre lo que será el futuro, sino que también es una posición ética frente a lo que fue el pasado y a lo que es el presente. Por esto para el Canon Hebreo lo que nosotros consideramos como como “libros históricos” es comprendido como Profetas Anteriores. Los libros históricos son una manera de hacer un juicio crítico sobre la relación de Israel con Dios y con el prójimo.
Existen doce libros en el Primer Testamento que cuentan la historia del pueblo hebreo después del tiempo de Moisés.
El primer libro histórico es el de Josué. El nombre que lleva el libro es el del líder que sustituyó a Moisés, llevó al pueblo a la tierra de Canaán y repartió la tierra entre las tribus. Este es un texto escrito mucho tiempo después de los acontecimientos, y pretende narrar en forma épica lo que fue un proceso lento y diverso en la tierra prometida. En su manera de imaginar los acontecimientos, se le puede comprar mucho más con La Ilíada y la Odisea que con cualquier texto historiográfico del siglo XX. Históricamente, sabemos, no se trató tanto de una conquista violenta de la tierra ajena como de la manera en que un pueblo recogió sus tradiciones en una narrativa que exalta heroicamente su pasado. Y su llamado a volver a la memoria de los ancestros, a la Torah, es un inagotable grito que invita a volver a las raíces.
El libro de Jueces describe la época en la que el pueblo judío vivía por tribus y aún no había un rey. Los israelitas muchas veces fueron atacados por enemigos, pero veían cómo Dios levantaba héroes liberadores, como la profetisa Débora y el consagrado Sansón, para salvarlos. Al igual que el libro de Josué, el libro de Jueces es la recopilación de multitud de narraciones que tenían diversas familias y grupos en una época sobre la que hay pocos documentos. El libro presenta una continuidad en la historia de la salvación. El esquema del libro se repite en cada episodio: pecado del pueblo, castigo a manos de los enemigos y la aparición de un salvador carismático que lleva de nuevo a la comunidad a los caminos de Dios.
El libro de Rut es una de las obras maestras de la narrativa hebrea. Cuenta una historia que se sitúa en la época de los jueces, pero es escrito mucho tiempo después, tal vez en la época del retorno a la tierra palestina. La historia de Rut y Noemí muestra el proceso de lucha que realizan estas dos mujeres hasta obtener sus derechos, aún más allá de lo que la ley exigía. Mientras Esdras y Nehemías se oponían a los matrimonios con extranjeras, el texto presenta un mensaje de inclusión y amor en el que Dios acoge a las personas marginadas de otras culturas.
Los libros de Samuel cuentan cómo acaba la época de los jueces y surge la época de los reyes. El texto narra lo que ocurrió cerca del año 1030 a.C., cuando Saúl es ungido rey por el profeta y juez Samuel. Más tarde, David sería el rey en el año 1010 y Salomón en el 971. En este libro se muestra la grandeza del pueblo de Israel, ya que los grandes imperios atravesaban por momentos de cambios y crisis internas. Estéticamente hablando, este libro es la cumbre de la narrativa hebrea clásica. Además muestra que la monarquía fue para los israelitas una experiencia ambivalente, más negativa que positiva. Hubo algunos reyes considerados “buenos”, o sensibles a Dios, como David, Josafat, Ezequías y Josías. Pero casi siempre se cumplió lo que con sabiduría profetizó Samuel sobre el peligro de la monarquía y de la comprensión de Jerusalén como capital del reino de Dios:
Éstos son los derechos del rey que los regirá: él tomará a los hijos de ustedes y los destinará a sus carros de guerra y a su caballería y ellos correrán delante de su carroza; los empleará como jefes y oficiales en su ejército, como aradores de sus campos y para recoger su cosecha, como fabricantes de armamentos y de arneses para sus carros. A sus hijas se las llevará como perfumistas, cocineras y reposteras. Les quitará sus mejores campos, viñas y olivares para dárselos a sus ministros. Exigirá el diezmo de los sembrados y las viñas, para dárselos a sus funcionarios y ministros. A sus criados y criadas, a sus mejores burros y bueyes se los llevará para usarlos en su hacienda. De sus rebaños les exigirá diezmos. ¡Y ustedes mismos serán sus esclavos! Entonces gritarán contra el rey que se han elegido, pero Dios no les responderá. El pueblo no quiso hacer caso a Samuel, e insistió (1 Sam 8,11-19).
Los reyes Saúl y David derrotaron a los filisteos, que más que “extranjeros” eran vecinos cercanos, y la tierra palestina se volvió rica y estuvo en paz. Esto trajo la posibilidad de la época gloriosa de Israel, con el reinado de Salomón, que inaugura los dos libros de los Reyes. Después de la muerte de Salomón, hubo muchas intrigas, ya que David había engendrado varios hijos a varios de los cuales les prometió el reinado. Además, Salomón había logrado una gran gloria para Israel a costa del trabajo pesado e injusto de muchos israelitas. Por estas razones, entre otras, Israel se dividió en dos reinos: el del norte y el del sur. El libro frecuentemente compara a los dos reinos y muestra cómo en los dos hay corrupción, conspiraciones y ataques de países extranjeros. Los asirios destruyeron el reino del norte. El reino del sur, conocido como Judá, sobrevivió por más tiempo, pero fue derrotado por los babilonios, que eran un imperio poderoso. Muchos israelitas fueron llevados a vivir a Persia, Asiria y Babilonia; otros se quedaron en la tierra cananea, pero ya no como propietarios únicos, y así empezó la historia de Israel como un pueblo en el exilio, y compartiendo su tierra con otras naciones, como era antes de David. El principio teológico que rige las narraciones es el de la alianza que constituye a Israel como pueblo de Dios y le exige fidelidad exclusiva y cumplimiento de los mandatos. Si el pueblo es fiel a Dios y a su justicia, habrá bendiciones; si no lo es, habrá maldiciones.
Los libros llamados Crónicas cuentan la misma historia que el libro de Samuel y el de los Reyes, pero fueron escritos de manera diferente y con un interés desde los pueblos exiliados en Babilonia, hacia el año 400 a.C. El autor hace una interpretación novedosa y diferente de la historia. Es una visión litúrgica, en la que lo más importante es encuentro con lo sagrado y con el rito. Hacia ese centro histórico, el Templo es lugar del encuentro y de la alabanza. Y a este lugar tienden todas las generaciones desde Adán hasta la época del autor, en el exilio babilónico. La práctica del culto es el criterio para enjuiciar a muchos reyes y al pueblo.
Cuando los persas se tomaron el poder del antiguo imperio babilónico, parte del pueblo de Judá que estaba disperso, ahora llamados “judíos”, regresó a la tierra. El libro de Nehemías cuenta la historia del regreso y la reconstrucción de Jerusalén a cargo de este hombre. Un sacerdote llamado Esdras se encargó de cuidar el templo y de reestablecer la ley y tratar con los conflictos socio-raciales entre las personas judías que vivían en Palestina y las personas judías que llegaban del extranjero.
Estos textos, más que historia literal y lineal, son reflexiones teológicas sobre la experiencia de un pueblo que siente a Dios en sus acontecimientos. Si el paganismo ha percibido a lo divino en la naturaleza y el cristianismo lo ha hecho en la carne, el judaísmo ha visto a Dios en la historia. La historia conserva la memoria del pueblo, y el pueblo recurre constantemente a sus raíces y a sus ramas para sentirse fruto. Por esto los judíos ubican a estos libros dentro de los profetas, pues su intención es teológica y no historiográfica –aunque, por supuesto, estos libros contienen una rica memoria de la vida de Israel en la antigüedad-.
Estos doce libros no son homogéneos ni contienen una sola teología o visión política. Esto es evidente, por ejemplo en las concepciones sobre la monarquía, en los diversos tipos de profetas que se retratan en estos textos, y en la profunda diferencia entre la teología mosaica y la teología davídica.
Para la teología Mosaica, el ideal está en no tener rey y en la orientación del pueblo hacia el libro. Desde sus raíces, Israel se va configurando como el pueblo del libro –a diferencia del cristianismo, que no es el pueblo del libro sino de la persona de Jesús-. Para la teología mosaica, hay un lugar que Dios elige con fines teológicos: el Tabernáculo; mientras que Jerusalén es nada más un lugar elegido por conquista y con fines políticos. El Tabernáculo es un santuario no centralizado, de modo que Dios no está atado al poder de los reyes y la corte. Y la perspectiva política es la de la anfictionía, el sistema tribal, en el que las comunidades pequeñas se organizan y discuten en pequeñas sociedades. El rey, por supuesto, es Dios. No hay ninguna simpatía por los gobernantes de turno. Entre sus partidarios se encuentran los profetas Elías, Eliseo y Jeremías (1 Re 19,14; 2 Re 2,15; Jer 13,13).
La otra teología es la davídica. Después del reinado de Saúl –un rey carismático, que no tenía administración, ni ejército propio; y fue elegido por el profeta y aceptado por el pueblo-. David tomó el modelo de Egipto para establecer su gobierno. Centralizó el poder en Jerusalén, y de este modo pudo administrar no solamente la política sino también la religión del país. A David le siguió su hijo Salomón, menos carismático que su padre y aún mucho más burocrático –tal vez por esto se hizo llamar el más sabio-. Tenía administración, ejército, grandes caballerizas y un harén que superaba lo permitido para un rey (Deut 17,14s). El sistema administrativo ya no era la anfictionía de las tribus sino la centralización, en la que la tribu de Judá tuvo la preeminencia por ser la tribu del rey. Los partidarios de esta teología eran los sacerdotes y, por supuesto, los profetas de la corte, a quienes los demás profetas a veces llamaban “falsos profetas” (Jer 5,31).
Y, aun así, se habla Dios en lo paradójico de la vida, en lo contradictorio de la historia humana. Acontece Dios.