Al hablar en México sobre los menonitas, en el imaginario cultural inmediatamente se piensa en ellos como si fueran extranjeros que viven en México; personas “güeras” que fabrican quesos asaderos; hombres de todas las edades vestidos con overoles de mezclilla, camisas a cuadros y sobreros de paja que trabajan sus tierras como granjeros; mujeres ataviadas con ligeros vestidos estampados de flores o de colores neutros y, con frecuencia -así lo dice la prensa nacional-, los menonitas son considerados como comunidades cerradas que se niegan al cambio y a la modernidad. La comunidad menonita de Chihuahua, en particular, está considerada como un icono del folklore turístico de esa zona norte de México y, por lo tanto, se enfatiza una mirada de extranjería, lo que provoca que ciertas ideas fijas encapsulen el devenir histórico y cultural de dicha comunidad. No obstante, en la historia de la diversidad religiosa mexicana la comunidad menonita chihuahuense es más que folklore.
Cuando en la década de 1920 Álvaro Obregón salió de las filas revolucionarias para asumir el cargo de presidente de México, permitió leyes colonizadoras en el norte del país. Como parte de sus políticas, le pareció bien que emigrantes menonitas radicados en Canadá llegaran a México, puesto que pensaba que un menonita era más valioso que cinco indios mexicanos.1 Así que se ofreció libertad religiosa, educación y cómodos pagos por grandes extensiones de tierra para hacerlas producir.
Las primeras familias de menonitas compraron cerca de 90 mil hectáreas a una de las familias más poderosas de Chihuahua entre 1922 y 1927. Aunque esa compra-venta hizo muy felices a los dueños, los campesinos, agricultores y pequeños propietarios chihuahuenses comenzaron a expresar inconformidad y rechazo a los blancos menonitas. En esos años no faltaron conflictos entre los nativos y los extranjeros: peleas por linderos, al negarles a éstos enterrar a sus muertos en los panteones públicos, y por ganado. A partir de la década de 1930 esos marcados conflictos comenzaron a negociarse gracias a donaciones ejidales que se hicieron a campesinos libres. De ahí que el contacto que se iba estableciendo entre los menonitas y los mexicanos en Chihuahua fuera para impulsar el desarrollo agrario local.
Esas décadas de asentamiento y consolidación de los menonitas en Chihuahua, coincidieron con políticas federales de puertas abiertas que gobiernos revolucionarios mostraron al exterior. Los menonitas llegados a México, a diferencia de los países de los que estaban huyendo en el contexto de la Primera Guerra Mundial, encontraron un territorio en donde podrían preservarse cultural y racialmente. Más allá de sus labores ganaderas y agrarias, el centro de su identidad han sido sus creencias de corte protestante: conservaron sus prácticas pacifistas y las ideas políticas de la separación entre la Iglesia y el Estado; su fe y culto basados en la doctrina trinitaria, el bautismo por inmersión sólo para los creyentes, la no violencia, la objeción de conciencia en temas de lealtad política y para ir a la guerra, y su marcada insistencia en que la iglesia debe ser una comunidad que sigue a Jesús como ejemplo de santidad.
Si bien, los que venimos de culturas protestantes sabemos lo valioso de la presencia menonita a lo largo de la historia del cristianismo reformado, no es fácil que el grueso de la población lo sepa más que como una referencia vista en clases de historia universal. Por eso, los que reflexionamos sobre la diversidad religiosa nos hemos topado con la incomprensión intelectual, cultural, académica y social con el objetivo de denunciar ese constructo cultural de que México no es sólo católico y guadalupano. Pero cuando a un grupo religioso se le piensa y se le visibiliza enfatizando un carácter de extranjería al destacar sólo elementos lingüísticos, tradiciones, vestimentas y espacios de la vida cotidiana donde lo religioso no está presente, es posible sentir una profunda frustración.
Cuando hace dos meses recorrí la exposición Tiempos de Sol. Comunidad menonita en Chihuahua, de la fotógrafa chihuahuense Itzel Aguilera en la Galería de Arte Contemporáneo del Museo Nacional de la Revolución, ubicado en el corazón de la ciudad de México, disfruté de 40 piezas que retratan la vida cotidiana de la comunidad menonita. Son fotografías que reflejan un buen trabajo técnico: muy bien cuidadas las luces y la sombras; los personajes bien enmarcados cobran vida por los detalles que dan sentido a los retratos o movimientos de mujeres y hombres de todas las edades que cumplen su papel como abuelos, agricultores; madres que bañan, cuidan y alimentan a sus pequeños; niños y niñas que disfrutan de la convivencia y cuidado de los animales, juegos en la escuela y las granjas. En Tiempos de Sol, Itzel Aguilera logra penetrar con su lente desde los espacios más íntimos de la cotidianidad: la cocina, el baño, hasta otros más colectivos: la granja, la escuela, el día de campo, las carreras de bicicletas. Está muy claro que la colección fotográfica tiene muchas cualidades: hay una perspectiva de género, intergeneracional y profundamente cultural.
Ciertamente el recorrido me invitó a repensar ese imaginario de extranjería, en el cual me niego a ubicar a la comunidad menonita. Reconocí que, si bien los menonitas han logrado preservarse racial, cultural y lingüísticamente, la exposición fue un buen pretexto para saber más de ellas y ellos. En mi visita busqué y quise identificar algunos elementos que me permitieran acercarme a la espiritualidad menonita, pero no los encontré. De esas 40 fotografías, sólo dos no tienen de fondo como protagonista a la iglesia menonita. La primera, “La iglesia metodista” muestra una modesta construcción de techo a dos aguas, con la puerta y las ventanas abiertas. Inmóvil, un hombre anciano vestido de negro con lentes y sobrero (probablemente el pastor), apenas sonríe en dirección contraria al ángulo en que se toma la foto. “Mujeres saliendo de misa” captura el momento en que un grupo de siete ancianas mujeres salen del templo hacia diferentes direcciones. Vestidas de negro con el cabello cubierto, cada una de ellas parece estar reflexionando consigo misma.
Hasta la fecha sigo preguntándome por qué la fotógrafa Aguilera no exploró más el aspecto religioso (¿por falta de sensibilidad? ¿Por qué le pareció irrelevante? ¿O es que no lo consideró dentro de su proyecto?). Esa hubiera sido una gran aportación a la diversidad cultural y religiosa establecida en México a lo largo del siglo XX. Aprovechando el espacio abierto en el Museo de la Revolución (un lugar desde donde se hace memoria del devenir histórico del Estado-nación, pues es recorrido por niños y jóvenes en formación), más fotos de cómo se vive y expresa la fe de los menonitas hubiera sido una gran oportunidad para acabar con mitos sobre los extranjeros establecidos en México, y de apoyar la cultura del respeto y de la tolerancia a la diversidad religiosa.
Nota: Tiempos de Sol. Comunidad menonita en Chihuahua permanecerá hasta el 4 de enero de 2015 en la Galería de Arte Contemporáneo del Museo Nacional de la Revolución, en la ciudad de México. Para ver más del trabajo de Itzel Aguilera, véase su página: http://www.itzelaguilera.com/
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1 Luis Aboites Aguilar, “Xenofobia local, xenofilia federal. Los primeros años de los menonitas en Chihuahua, 1922-1933” en, Delia Salazar (coord.), Xenofobia y xenofilia en la historia de México, siglo XIX-XX. Homenaje a Moisés González Navarro, México, SEGOB-INM-INAH-DGE Ediciones, 2006, p. 31.
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