Demanda compleja. Pedir a Dios aquello que depende de nosotros. El texto de Ezequiel: Santificaré mi gran nombre, profanado entre las naciones, el cual profanasteis vosotros en medio de ellas (…) cuando sea santificado en vosotros delante de sus ojos pone de manifiesto que tanto la profanación como la santificación del nombre de Dios quedan a merced del impacto, negativo o positivo, de nuestras palabras y acciones.
Poco contribuimos a santificar el nombre de Dios cuando lo utilizamos indebidamente a través de un lenguaje que le convierte en el responsable final, tanto de las cosas buenas como de las atrocidades que se cometen en este mundo, resultado de un concepto erróneo de Dios como de alguien que mueve los hilos de la existencia humana, convirtiéndonos a los humanos en una especie de marionetas del destino. ¿Habrá que recordar el concepto teológico de la autonomía de la creación y que a los seres humanos se nos ha otorgado, en medio de los múltiples condicionamientos de la existencia, libertad y responsabilidad? Se hace difícil armonizar la imagen de un Dios intervencionista con la libertad humana.
Ejemplos de este uso indebido del nombre de Dios es el empleo de un lenguaje aparentemente espiritual, preñado de textos y conceptos bíblicos descontextualizados como: Es la voluntad del Señor…, Dios lo ha querido así…, si el Señor lo ha permitido…, Él sabe todas las cosas… Suenan, ciertamente, a piadosos y propios de una profunda espiritualidad, pero son peligrosos al comportar un providencialismo mal entendido y un determinismo implícito que minimizan la libertad y la responsabilidad de nuestros pensamientos, actitudes, motivaciones y conductas.
¿No reflejan, más bien, estas palabras nuestros mecanismos de defensa, conscientes o inconscientes, a fin de diluir nuestras responsabilidades? ¿No pretendemos, con ellas, desembarazarnos de posibles sentimientos de culpa?
¿No contribuyen tales expresiones a un cierto fatalismo y a la resignación? ¿No existe el peligro de que determinadas situaciones familiares, laborales, sociales, económicas o políticas injustas queden legitimadas al ser entendidas como la voluntad del Señor? ¿No existe el riesgo de paralizar las acciones tendentes a la defensa de lo justo, a causa de esta imagen de Dios? ¿No es una forma inmadura de eludir nuestras responsabilidades?
Por poner algún ejemplo clarificador, digamos que no es aceptable, cuando un proyecto familiar hace aguas, reaccionar con expresiones estereotipadas como: El Señor sabe todas las cosas…, si el Señor permite esta situación, algún propósito tendrá… sin analizar qué ha provocado la situación disfuncional ni considerar los posibles caminos de resolución del conflicto. No es voluntad de Dios la ruptura del vínculo matrimonial, a la primera de cambio, sino la estabilidad de la pareja fundamentada en el amor recíproco. ¿No esconderán estas expresiones la incapacidad o la falta de voluntad para reconducir desencuentros? Más aún, ¿no serán intentos de espiritualizar decisiones ya tomadas y paliar, de este modo, las acusaciones de la conciencia?
No deja de ser un uso indebido del nombre de Dios cuando se emplean términos análogos en situaciones de crisis eclesiales que puedan dar lugar al deterioro de relaciones interpersonales, envidias, discordias, rivalidades, divisiones… No son voluntad divina las tensiones, fricciones, fracturas… que puedan afectar a la unidad de los creyentes en torno a su fundamento que es Cristo y la falta de respeto a las diferencias inevitables en el tratamiento personal y sincero de las cosas, por mucho que intentemos edulcorarlas a través de un lenguaje religioso.
¿No es una actitud hipócrita apelar al providencialismo divino en aquellas situaciones personales, familiares, eclesiales, sociales… que no hemos sabido, podido o querido resolver nosotros en todo aquello que nos concernía? Sin duda es mucho más fácil y cómodo atribuir tales situaciones a la voluntad de Dios que reconocer nuestra contribución en determinadas situaciones conflictivas o de fracaso.
Antes de proyectar en la divinidad la causalidad de determinadas situaciones, deberíamos evaluar críticamente si no estamos eludiendo nuestra responsabilidad. Para ello es imprescindible considerar las consecuencias que se derivan de aquello que imputamos a la soberanía y providencia de Dios y constatar si vienen a coincidir con su voluntad amorosa y con su deseo de felicidad para todos los seres humanos. Y es que nada que vaya en contra de la dignidad, derechos, autonomía, respeto… del hombre puede proceder de Dios por mucho que hagamos aspavientos con su nombre.
En el fondo subyace el problema ético. Santificaré mi gran nombre (…) cuando sea santificado en vosotros, expresaba el profeta Ezequiel. Así como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir, aconsejaba el apóstol Pedro, recordando el texto de Levítico: seréis santos, porque yo soy santo y las palabras de Jesús: Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto. Así de sencillo y de complejo.
La santidad absoluta pertenece solo a Dios, completa perfección. Santificamos, pues, el nombre de Dios cuando, desde nuestra finitud y contingencia, desde nuestros aciertos y errores, procuramos seguir sinceramente el modelo de humanidad que representa Jesús de Nazaret.
Santificar el nombre de Dios significa dejar a Dios ser Dios, sin la manipulación que representa el empleo de un lenguaje aparentemente piadoso en la forma, pero perverso en su finalidad como sucede al escudarnos en su nombre para justificar nuestras inconsistencias. Significa acogerlo como origen y destino de nuestra existencia; amarlo como Padre amoroso, viviendo su proyecto de filiación; considerando al prójimo como hermano, en un proyecto compartido de fraternidad y trabajando en favor de la axiología del Reino de Dios: amor, justicia y paz. Solo así, el nombre de Dios será santificado, ya que en esta cuestión, como en otras, Dios termina dependiendo de nosotros. Esta es la grandeza de Dios.