Posted On 11/03/2015 By In Opinión With 2218 Views

Pederastia y masculinidad sagrada

Mi artículo “El perverso juego de la pederastia” (EL PERIODICO DE CATALUÑA, 14 de diciembre; REDES CRISTIANAS, 15 de diciembre; ATRIO, 16 de diciembre; AMERINDIA, 27 de diciembre), ha tenido numerosas reacciones, muchas de ellas favorables y con valiosas aportaciones, sobre todo de colectivos feministas, especialistas en estudios de género, algunos colegas teólogos y  lectoras y lectores no identificados. Me han llegado también algunos denuestos, muy gruesos, por cierto, y, por ello, irreproducibles.  Agradezco los primeros y lamento los segundos, no por las críticas, que siempre hay que acoger con respeto,  sino por el tono insultante, que no facilita el debate. Respondo a unos y otros profundizando en los argumentos  expuestos y aportando otros nuevos.

Ante tamaños e indignos delitos contra la dignidad de personas indefensas como los cometidos por los pederastas hay que indignarse, denunciar, tomar medidas, pedir justicia, exigir sanciones para que no reine la impunidad. Ojalá se hubieran producido estas reacciones desde el principio, cuando comenzaron a conocerse los casos de pederastia, y no se hubiera esperado a actuar cuando se habían dado ya miles y miles de agresiones y cuando muchos de los delitos habían prescrito.

Yo creo que las actitudes condenatorias, muy necesarias, no son suficientes, si se quedan en la mera denuncia. Pueden ser incluso un acto de cinismo si no se llega hasta el fondo del problema. Hay que ir a las raíces del fenómeno de la pederastia, mucho más extendido en la Iglesia católica que los casos que aparecen. Muchísimo más. Y en España también. Hasta ahora solo ha aparecido la punta del iceberg.

El valor del artículo, a mi juicio, no radica en hacer ver la gravedad del problema, que ya es conocido y que ninguna persona con un mínimo de racionalidad niega, sino en poner el dedo en la llaga, en haber señalado las causas de fondo de tan diabólico comportamiento: la masculinidad dominante convertida en sagrada, el poder igualmente sagrado de los varones consagrados a Dios sobre las almas y las conciencias, el poder fálico-sagrado sobre los cuerpos y el sistema patriarcal imperante en la Iglesia católica.

Mientras la masculinidad hegemónica se eleve a la categoría de sagrada y siga siendo la base del ejercicio del poder, mientras el patriarcado sea la ideología sobre la que se sustenta el aparato eclesiástico y la forma organizativa del mismo, volverán a producirse dichos comportamientos criminales contra las personas indefensas: niños, niñas, adolescentes, jóvenes, seminaristas, novicios, mujeres, personas discapacitadas, alumnos, alumnas, etc. Se buscarán métodos más sibilinos, pero las cosas no habrán cambiado.

Y no me parece que haya voluntad, ni deseo, ni compromiso de cambiar las cosas a nivel institucional. Es verdad que con el papa Francisco se empieza a notar  un cambio de prioridades, que ya no son el dogma, la moral sexual o la defensa de un único modelo de matrimonio calificado de “cristiano”. Las prioridades del papa argentino son la creación de una Iglesia de los pobres, el mensaje social liberador del cristianismo, la denuncia radical del actual modelo económico neoliberal. Francisco está demostrando un mayor respeto hacia las diferentes identidades y opciones sexuales que sus predecesores.

Pero, aun así y todo, en el organigrama eclesiástico siguen imperando la masculinidad hegemónica y el patriarcado homofóbico. No hay más que ver la organización jerárquico-patriarcal de la Iglesia católica: el papa, los cardenales, los arzobispos y obispos, las conferencia episcopales, los sacerdotes, los diáconos, el gobierno de la Iglesia (la Curia romana), los presidentes de las Congregaciones romanas, los responsables de la las instituciones judiciales, los miembros de la Comisión de cardenales nombrada por Francisco para la reforma de la Iglesia, los miembros del Sínodo de obispos sobre la familia con voz y voto, los que presiden y administran los sacramentos: ¡Todos hombres!

¿Y las mujeres? No son consideradas sujetos eclesiales, ni morales, ni sacramentales, son excluidas de los espacios de responsabilidad eclesial, del ámbito de lo sagrado, de los ministerios eclesiales, de la reflexión teológica “magisterial”, de la elaboración de la moral, de la representación eclesial. Los homosexuales son también excluidos de dichos espacios.

La organización patriarcal homofóbica no es una excepción o una desviación de la norma. Responde al más estricto cumplimiento y es la más escrupulosa aplicación de la legislación y de la actual normativa en la Iglesia católica, tal como se fija en el vigente Código de Derecho Canónico (promulgado por el papa Juan Pablo II, 25 de enero de 1983), que ha suplantado al Evangelio.

Más todavía: esta organización se pretende justificar teológica y bíblicamente apelando a los orígenes de la Iglesia, a su fundación divina, al orden jerárquico-patriarcal establecido por Jesús de Nazaret, conforme a la elección solo de hombres y al principio de la sucesión apostólica a la que solo tienen acceso los hombres. Por ello, al ser de origen divino y al responder a la voluntad del fundador, tal organización se considera inmutable e irreformable.

¿Dónde está la trampa de este razonamiento? En que no responde a los orígenes del cristianismo, ni al movimiento que puso en marcha Jesús de Nazaret, sino que es una reconstrucción ideológica dictada por el deseo de perpetuación de la hegemonía patriarcal en todos los campos dentro de la Iglesia: el doctrinal, el moral y el organizativo.

Estoy de acuerdo con las denuncias, con las condenas, con las sanciones, con la tolerancia 0 ante los numerosos casos de pederastia que se han producido y siguen produciéndose en todos los grados de la clerecía y en las diferentes instituciones católicas. Pero no es suficiente. Es necesario cambiar la actual estructura mental, organizativa y legislativa autoritaria de la Iglesia, que es patriarcal, homófoba y hegemónico-masculina, por otra que sea realmente igualitaria e inclusiva.

Juan José Tamayo

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