En estos días estamos celebrando la pascua cristiana, que consiste en la conmemoración del asesinato de un judío de aproximadamente treinta años por parte de los poderes político-religiosos de Palestina en el siglo I. Más que eso, consiste en el festejo fundamentado en la confianza (fe) de que esa muerte no fue el final de la historia, sino que fue sucedida por la resurrección de esa vida. Y resurrección no significa “volver a la vida”: no es una reanimación. Resurrección, para la fe cristiana, implica una nueva creación desde la nada, un nuevo modo de ser, cualitativamente distinto del pasado. Una reanimación implicaría la seguridad de una futura nueva muerte, como cuando un médico logra que un corazón vuelva a latir… eventualmente se detendrá de nuevo. Esta nueva vida, producto de la resurrección, ya nunca dejará de ser. Esa es la esperanza nacida en tiempos de la revuelta macabea y actualizada en Jesús de Nazaret.
Ahora bien, toda esa explicación teológica del dogma cristiano, ¿para qué nos sirve hoy? ¿De qué modo la confianza en esa resurrección pasada nos concede esperanza a nosotros en medio de nuestros sufrimientos? ¿Por qué el relato de un hombre muerto y resucitado en Medio Oriente hace dos mil años va a tener algún efecto positivo sobre nuestra existencia? Ninguna explicación teológica que deje de lado la pertinencia específica para nuestra realidad material y concreta es capaz de generar sentido. Somos muchos los que estamos cansados de tanta escolástica, tanta palabrería con apariencia de profundidad intelectual, aunque incapaz de sensibilizarnos internamente, de generarnos un cambio de perspectiva por lo menos. Necesitamos que esas viejas historias cobren relevancia para nuestra vida hoy.
Jesús fue, de acuerdo a los relatos evangélicos, un hombre que sistemáticamente se opuso a los poderes de su época -tanto religiosos como políticos- que generaban opresión sobre los más vulnerables, que producían exclusión y muerte a cada paso. Podemos hallar en sus discursos decenas de críticas al sistema establecido. Esa constante insurrección lo llevó directo hacia su muerte, a manos de quienes necesitaron quitarle la vida para acallarlo. Jesús pagó con su muerte el precio que su vida le exigió. No es necesario creer que ese hombre era Dios para aceptar que la descripción que antecede se ajusta a los relatos más fieles de los que disponemos respecto a él. Hasta allí, no hay esperanza posible, más que un ejemplo de lucha a seguir, como el de tantos otros mártires que dieron su vida por alcanzar un bien mayor.
Lo que sí añade la fe cristiana es la confianza en que la historia no terminó ahí. Que cuando los poderes del mundo dijeron “basta, hasta aquí llegaste”, un amor superior (y conscientemente no decimos un poder superior) se negó a aceptar ese dictamen. La resurrección de Jesús es el inconmensurable “no” de Dios a aceptar que los poderes de la muerte tengan la última palabra. Es el fin de la última palabra. Ya no habrá una nueva muerte que vuelva a acallar la esperanza. La resurrección implica la apertura a una nueva realidad, fértil de futuro.
Pero, volviendo a la pregunta inicial, ¿para qué nos sirve hoy ese fin de la última palabra? ¿Cómo es eso evangelio (buena noticia) para nosotros? Para quienes confiamos en esa historia increíble (y el calificativo no es inocente) ya no hay realidades definitivas, por más oscuras y terribles que nos puedan parecer. Ni siquiera la muerte es definitiva. Vivimos decepciones, desilusiones, sufrimientos, pérdidas, hasta el vacío existencial de la duda y el sinsentido. Pero, con Pablo, “nos vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos” (2º Corintios 4,8-9). Ésa es la esperanza cristiana producto de la resurrección. Ya no hay una última palabra que se nos pueda imponer desde fuera de nosotros, porque hay una más fuerte, que nos rodea, nos abraza y nos rebalsa desde dentro, y que sólo habla de una nueva vida plena donde ya no había nada. No hay una situación adversa más grande que ese amor revolucionario que subvierte las palabras de muerte.
Jesús vino a hablar de una buena noticia, un evangelio que consistía en que el Reino de Dios había llegado a nosotros -un reino atípico, por cierto, de hermandad y plenitud. Su vida, su consecuente muerte y su postrera resurrección se convirtieron luego en el centro de ese evangelio. Jesús hizo carne el evangelio que predicó en palabras. Devino él mismo en evangelio. La buena noticia, hoy, es que nosotros podemos -y debemos- ser evangelio también. La buena noticia eres tú, soy yo, somos nosotros, en la medida en que, del mismo modo, hacemos carne ese mensaje de esperanza. El sistema de exclusión y muerte que a diario genera víctimas inocentes no tiene la última palabra: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Romanos 8,38-39).