Está claro que, en esta segunda década del siglo XXI, sólo son las ciencias las que adelantan que es una barbaridad, que es una bestialidad, como canta la conocidísima copla zarzuelera. Y nos da lástima, la verdad sea dicha, pues, a estas alturas, nos habíamos hecho la ilusión de que también otras ramas del saber hubieran llegado al mismo nivel y amplitud de horizontes, o, por lo menos, a algo parecido. Nos referimos, de manera específica, al conocimiento de las Sagradas Escrituras y su difusión por las iglesias y comunidades cristianas, especialmente las llamadas evangélicas. Pese a las honrosísimas excepciones que, gracias a Dios, se encuentran en ellas, lo cierto es que un elevado porcentaje de creyentes de estas confesiones aún anda a la gresca con las realidades y los avances de este mundo en que vivimos, sumidos como suelen estar en una especie de cruzada contra todo y contra todos —aunque lo cierto es que sólo dan palos al aire—, en aras de una supuesta fe bíblica que es, dicen, irrebatible y hasta comprobable y demostrable con hechos fehacientes para vergüenza y repulsa de ateos e incrédulos. Lo más terrible de esta situación es que no son pocos quienes, aun ostentando en su haber cierta formación académica, debido a este tipo de profesión de fe anclada en el siglo XVIII, entran de lleno en el juego de las “pruebas” y las “demostraciones” irrefutables de los relatos bíblicos, con lo que contribuyen al acrecentamiento de estas curiosas maneras de enfocar la realidad de la Sagrada Escritura, y, sobre todo, de la crasa ignorancia que las colorea.
Tiene mucha razón, sin duda, aquel dicho popular que afirma: No hay peor ciego que el que no quiere ver. Los escritos de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, no han salido a la luz con la finalidad de entablar guerras dialécticas con nadie, ni tampoco de “demostrar” nada, ni a niveles científicos, ni históricos. El conjunto de las Sagradas Escrituras tiene como objetivo fundamental transmitirnos la Historia de la Salvación, que se inicia con el antiguo Israel y sus ancestros patriarcales, y culmina con la persona y la obra de Jesucristo. Todo ello tiene lugar, ciertamente, en el tiempo terrestre y en unos espacios concretos, y señala a personajes que fueron reales, de carne y hueso. No se trata de meras entelequias ni de historietas inventadas para entretener a nadie, desde luego, pero no podemos pretender ”probar” ni “demostrar” con documentación histórica o con evidencias arqueológicas que tales hechos tuvieran lugar o que tales personajes vivieran en este mundo; o, por lo menos, algunos de ellos.
Vamos a limitarnos, a fin de no cansar al amable lector, a tres ejemplos de lo que estamos diciendo, conscientes de que en otras épocas no muy lejanas han sido caballos de batalla de toda una apologética un tanto trasnochada, y que aún siguen siéndolo en ciertos sectores del mundo cristiano hodierno, lamentablemente.
El primero de todos ellos es el contenido del así llamado Primer relato de la Creación, es decir, Gn 1,1 – 2,4a. Obra sin igual, objeto de admiración, no sólo para creyentes, sino incluso para quienes únicamente se acercan a ella desde el punto de vista estrictamente literario, se muestra como el producto de una profunda reflexión de los círculos sacerdotales israelitas. Lo que nos ofrece es un cuadro de enormes proporciones y magnífico colorido en el que se nos transmiten con tonos sublimes por su sencillez, al mismo tiempo que magistralmente trabajados, dos verdades lapidarias: Dios es el origen del mundo y, sobre todo, Dios es el origen de la especie humana. El hagiógrafo, que debió ser, además, un poeta de elevada sensibilidad, esboza un telón de fondo espacio-temporal en el que el Dios de Israel aparece, no sólo como el único Creador, sino también como el Ordenador (creación implica siempre orden) y Conservador de todo lo existente. El mundo y el hombre pueden descansar seguros en las manos del Supremo Hacedor, que todo lo hace bueno en gran manera (Gn 1,31), y a quien nada se le escapa: ni el cielo ni la tierra, ni siquiera los mares, que tanto aterrorizaban a los antiguos israelitas y otros pueblos de su entorno. Carece de sentido, por tanto, suponer que quien compuso este magnífico poema lo hiciera en contra de las teorías darwinistas del siglo XIX, o para rebatir los descubrimientos y los nuevos planteamientos de los siglos XX y XXI en relación con el universo, la vida y nuestra propia especie humana. Y aún se nos antoja más fuera de lugar la pretensión de quienes se empeñan contra vientos y mareas en ver en esta inspirada e inspiradora obra maestra una especie de mapa paleontológico o guía cosmológica, geológica, biológica o antropológica. Al hagiógrafo no le interesa describir stricto sensu la creación del cosmos ni de la tierra con los seres que la pueblan —no lo hace, de hecho—, ni emitir hipótesis científicas que hubieran sido impensables en su mundo, sino sólo apuntar a Aquél a quien todo cuanto existe, nuestra propia especie incluida, debe el ser. Por ello, no se pueden “probar” ni “demostrar” objetivamente estas afirmaciones puramente teológicas —¡nadie ha poseído jamás una fotografía de Dios creando el mundo o al primer hombre!—, ni nada de ello hace falta alguna. En tanto que creyentes, aceptamos por fe la afirmación lapidaria del primer versículo de la Biblia: En el principio creó Dios los cielos y la tierra, vale decir, que Dios es el Creador del mundo; y ello no ha de resultar incompatible con ningún hallazgo paleontológico ni con ninguna evidencia o formulación científica contemporánea. Finalmente, la belleza del mundo en que vivimos, del universo que contemplamos sin poderlo abarcar en su totalidad, de ese admirable macrocosmos y de los innumerables microcosmos que hoy la ciencia nos permite atisbar, e incluso la de los extraordinarios seres que otrora poblaron nuestro planeta, hoy extintos, así como nuestra propia dignidad en tanto que seres humanos diseñados y ejecutados a imagen y semejanza del Supremo Hacedor, constituyen un canto permanente de loor al Dios que todo lo ha hecho bueno y hermoso en su tiempo (Ec 3,11). No podemos realmente “probar” ni “demostrar” la creación con evidencias científicas, pero tampoco lo necesitamos. En todos los procesos y fenómenos tan bien descritos por la ciencia y con tanto detalle, los creyentes reconocemos la mano divina que dirige y gobierna todo lo existente. Nos basta con ello. Constituye un motivo más que suficiente para dar gracias y tributar alabanza al Dios Señor y dador de la vida.
El segundo lo constituye el hecho capital de la historia del antiguo Israel, tal como nos lo relata el libro del Éxodo y lo conmemora el conjunto del Antiguo Testamento. Nos referimos a su liberación de la opresión egipcia, que se efectuó gracias a una intervención extraordinaria de Dios, la manifestación definitiva de la cual fue el paso de los hebreos por en medio del mar Rojo en seco (Éx 14,16; Neh 9,11; Sal 66,6), mientas que las huestes perseguidoras de Faraón perecían entre las olas y los embates del fiero ponto desatado. Mares de tinta, tal vez de mayor tamaño que el propio mar Rojo, se han vertido desde el XIX hasta hoy, por parte de quienes han hecho de la “demostración histórica” de este evento la tarea fundamental de su vida, intentando “probar” de manera incuestionable que tal o cuál lugar concreto fue el punto desde el que los hebreos iniciaron su travesía de los abismos, así como otros detalles de la historia bíblica en relación con los acontecimientos narrados acerca de las plagas de Egipto, la estancia de Israel en el Sinaí o su peregrinación por el desierto durante cuarenta años antes de entrar en la tierra de Canaán. En ello han destacado, naturalmente, eruditos fundamentalistas honestos, de claras intenciones apologéticas, pero también soñadores de distintos calibres, sin olvidar a unos cuantos embaucadores profesionales[1]. Hay algo, no obstante, que viene a evidenciar, desde el primer momento, la total despreocupación del hagiógrafo que relata estos acontecimientos por los datos históricos. Los capítulos iniciales del libro del Éxodo, aunque ubican la acción en Egipto, dejan por completo de lado cualquier alusión a fechas o nombres propios de personajes destacados del país del Nilo en aquellos momentos (los faraones reinantes aludidos o la princesa que prohijó a Moisés, sin ir más lejos). Toda su atención se centra en tres puntos capitales: es Dios quien reconoce al pueblo de Israel como su propiedad exclusiva en virtud del pacto que había realizado con sus ancestros de la era patriarcal (Éx 2,23-25); es Dios quien se acerca a Moisés en la zarza que ardía sin consumirse para revelar su nombre y su voluntad salvífica (Éx 3,7-10.14-15); y es Dios quien, finalmente, rescata a su pueblo de la esclavitud destruyendo al opresor (Éx 14,21-31) y dirigiendo a las doce tribus al Sinaí, donde entrará en una especial alianza con ellas (Éx 19,4-6). Por decirlo de manera clara y concisa: el autor del Éxodo no se preocupa por escribir una historia al estilo de las crónicas humanas, en las que se exalta a un pueblo concreto o a sus monarcas y figuras descollantes, sino que se propone plasmar por escrito una Historia Salutis, una Historia de la Salvación, en la cual el único protagonista destacado no es otro que el propio Dios, y en la que las únicas hazañas señaladas son las gesta Dei o gestas divinas. Por más que la historiografía actual haya querido ubicar todos estos eventos en una época muy concreta (entre los siglos XV y XIII a. C.), y haya pretendido señalar incluso bajo qué faraones pudieran haber tenido lugar (Seti I, Ramsés II, Mernephta[2]), son datos que siempre quedan en el aire, reducidos al terreno de la conjetura, de la mera hipótesis. Nadie puede realmente “probar” que los acontecimientos narrados en los primeros catorce capítulos del libro del Éxodo hayan sido reales, hayan tenido lugar tal como los leemos en el Sagrado Texto. No hay evidencias palpables de nada de todo ello, ni tampoco de la existencia histórica de figuras como las de Moisés, Aarón, María o Josué, en la documentación conservada de esas épocas presuntas en que se quieren ubicar. Pero, al igual que decíamos en el epígrafe anterior, no son estrictamente necesarias para nosotros. El testimonio unánime de todo el Antiguo Testamento y del conjunto de la Biblia es que Israel conservó siempre un recuerdo firme, transmitido de padres a hijos, de una liberación portentosa de la servidumbre egipcia, debido a una intervención sobrenatural de Dios, cuya principal manifestación fue la apertura del mar para que los hebreos pasaran por él, mientras que los egipcios perecían (Dt 26,5-8; Jos 24,6-7; Sal 77,16-20; 78,12-13; 105,26-36; 106,9; 114,3a.5a; 136,10-15; 1Co 10,1-2). Ese hecho portentoso no requiere demostración ni comprobación alguna. Nos basta con saber que así fue, aunque ignoremos por completo el nombre del faraón en cuestión o el año en que tuvo lugar. La importancia que tal evento reviste en la Historia de la Salvación es más que suficiente para poder considerarlo como una obra portentosa del Dios que salva, del Dios que redime, rescata y devuelve a su pueblo la dignidad perdida.
Y en tercer y último lugar, nos topamos con el hecho por demás portentoso de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, el acontecimiento más extraordinario jamás referido en la Biblia y que está en la base de la existencia de la Iglesia, del pensamiento cristiano y, quiérase reconocer o no, del mundo occidental moderno. Los veintisiete libros que componen el Nuevo Testamento dan testimonio de ello, pero, de manera muy especial, los cuatro Evangelios; en los tres Sinópticos es siempre el último capítulo el que deja constancia de este evento, mientras que en San Juan lo hacen los dos últimos. Y, algo por demás extraordinario, ninguno de los cuatro, ni del resto de los escritos neotestamentarios, nos ofrece realmente una descripción auténtica de aquel inigualable suceso. Ya se encargará de ello toda una literatura posterior, apócrifa, que pretenderá contar al detalle cuanto aconteció en el sepulcro de José de Arimatea aquella alborada dominical. Ni que decir tiene que los tonos fantásticos de tales descripciones evidencian muy a las claras no ser sino meras composiciones literarias tardías, si bien nadie les niega la influencia que han tenido en el arte cristiano posterior. Lo dicho: no tenemos en el Nuevo Testamento descripción alguna de la Resurrección de Cristo. Y, desde luego, carecemos de cualquier tipo de “prueba” objetiva que la llegue a demostrar. No disponemos de ninguna fotografía ni de ninguna grabación que evidencie el regreso de Cristo Nuestro Señor a la vida en su cuerpo inerte. Ni siquiera el famoso “sepulcro vacío” que, se pretende, recubre hoy la llamada Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén, u otros que se muestran en ocasiones como “auténticos” por aquellos lares, vienen a demostrar nada. Un sepulcro vacío puede dar a entender muchas cosas, pero no precisamente una resurrección. De hecho, no fue el sepulcro original de José de Arimatea lo que generó en los primeros discípulos de Jesús la fe en la resurrección de su Señor, sino el testimonio de sus apariciones[3]. Años después de tal acontecimiento, San Pablo Apóstol, argumentando a favor de la doctrina de la resurrección de los muertos ante los creyentes de Corinto, apunta en relación con la Resurrección de Cristo que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí (1Co 15,5-8). No menciona ni una sola vez la “prueba” del sepulcro vacío. Evidentemente, el Apóstol del los Gentiles cifraba su fe en la Resurrección del Señor en el hecho de que Éste se había mostrado vivo a algunos de sus seguidores, el propio Pablo entre ellos. Con lo que retomamos lo mismo que venimos señalando hasta aquí: no puede haber “pruebas”, “evidencias” ni “demostraciones” objetivas de la Resurrección de Cristo; tan sólo nos queda el testimonio escrito en el Nuevo Testamento de quienes vieron de nuevo con vida al Señor, conversaron con Él y fueron instruidos por Él. Carecería por completo de sentido que hoy se pretendiera, después de veinte siglos de proclamación constante del Evangelio y de la realidad del Señor Resucitado, aducir “demostraciones” fehacientes de que tal acontecimiento tuvo realmente lugar en el tiempo y en el espacio. Creemos en la Resurrección del Señor Jesucristo porque así nos lo enseñan las Escrituras, y porque en ello encontramos la manifestación más clara de que Dios Padre daba su sello a la Redención de la humanidad y abría, de esta forma, una nueva era en la historia de los hombres. Lo creemos porque Dios lo dice en su Palabra. No tenemos necesidad de mayores evidencias[4].
De ahí que nuestra fe cristiana —y especialmente protestante— en la creación del mundo, en la liberación de Israel y en la Resurrección de Cristo, o en cualquier otro de los grandes prodigios narrados en las Escrituras, exija de nosotros una madurez mental muy grande, una toma de postura que vaya más allá de la necesidad de repetición o divulgación de hechos milagrosos en nuestros días, y, sobre todo, de la demanda de pruebas o evidencias tangibles de la autenticidad de cuanto las Escrituras nos enseñan. Las obras de Dios no requieren demostraciones; requieren asentimiento y compromiso. Algo cuya veracidad sólo pudiera depender de un trabajo de laboratorio o de excavación arqueológica, sería cualquier cosa excepto asunto de fe.
No estamos llamados a emprender cruzadas contra la ciencia o el avance de los conocimientos y de la técnica, ni tampoco a favor de las verdades bíblicas por medio de demostraciones palpables. Lo que nuestro mundo necesita no son “pruebas” de que los grandes prodigios de la Biblia se puedan catalogar o medir, sino cristianos firmes y maduros que, en todos los ámbitos y campos de la vida, el conocimiento, la ciencia y la técnica, testifiquen a favor de un Dios Creador y Redentor, el Dios Vivo revelado en Cristo, y lo hagan sirviendo a los demás.
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[1] Uno de los más conocidos, el presunto “arqueólogo” Ronald Eldon Wyatt († 1999), seguidor que fue en vida de una secta fundamentalista norteamericana, se hizo célebre el siglo pasado por sus insólitos “descubrimientos” en relación con éste y otros temas bíblicos, que, aunque desmentidos en su momento con claras acusaciones de fraude y deshonestidad, han encontrado siempre eco entre los sectores más ultraconservadores (y menos formados) del ala evangelical, de manera que aún hoy, pese a todo, siguen difundiéndolos hasta por las redes sociales como si fueran la última palabra contra la incredulidad y el “liberalismo”, cuando únicamente se trata de engaños bien orquestados y con cierta pátina de erudición arqueológica e histórica.
[2] Algunos eruditos conservadores han pretendido que la princesa que adoptó a Moisés tuvo que haber sido la que, más tarde, llegaría a reinar en todo Egipto con el nombre de Hatsepsut.
[3] Tan sólo el Evangelio según San Juan (20,8) nos dice que un discípulo muy concreto, aquél al que amaba Jesús y que, según la tradición cristiana sería el mismo apóstol Juan, autor del Evangelio, ante la evidencia del sepulcro vacío y del sudario y los lienzos que habían envuelto el cuerpo del Señor, vio y creyó. No tiene nada de extraordinario, cuando entendemos la importancia que la resurrección de los muertos ostenta en este Evangelio. Pero es un caso único, no trasplantable al resto de los discípulos de Cristo de aquel momento.
[4] Nos viene a la mente el triste recuerdo de la experiencia de un renombrado arqueólogo británico, creyente convencido, que, al presentar años atrás ante cierto público evangélico de una ciudad española los resultados de las excavaciones realizadas en Jerusalén, y cómo no había evidencias de la Resurrección del Señor, excepto el testimonio escrito de los evangelistas y autores del Nuevo Testamento, aquella audiencia reaccionó mal, pues esperaban “pruebas”, “demostraciones” tangibles de este evento. Este tipo de situaciones, que se producen más veces de lo que fuera deseable, nos llevan a cuestionarnos qué tipo de formación religiosa y bíblica han recibido algunas personas en las iglesias.