“Un tierno soñador recorriendo los campos de Judea y Galilea…”.
Así describía a Jesús de Nazaret Ernesto Rentan, importante filólogo, historiador y filósofo del siglo XIX. La iconografía religiosa de los dos últimos siglos llegó aún más lejos. Nos dejó la imagen de un Cristo evanescente, efebo, etéreo, casi desencarnado. Un nazareno pálido, de rostro delicado, casi femenino, con mirada de cervatillo, de gesto blando. Un hombre sumiso en su papel de víctima, que no levanta la voz, y se humilla siempre como el cordero inocente al que llevan al matadero.
Jesús es un desconocido aún para muchos. Los que nos llamamos cristianos casi nunca hablamos de Jesús. Hablamos de lo que él dijo, de lo que hizo, de por dónde anduvo, de a quiénes curó, del Dios a quien manifestaba, pero no hablamos de él. Porque quizá no lo conocemos bien, y nos da miedo meter la pata. Muchos cristianos nos hemos hecho un Jesús a nuestra imagen y semejanza, pero no hemos conocido de verdad a ese carpintero de Nazaret que un día cerró la puerta de su negocio, colgó el cartel “SE TRASPASA”, y salió a la calle para poner al mundo patas arriba.
Creo que es tiempo ya de librarnos de las tradiciones que el manierismo burgués ha implantado e implanta aún en nuestro inconsciente. Jesús no fue, ni de lejos, ese ser dulzón que aún se nos muestra. Al contrario, fue “el Hijo del Hombre” de los pies a la cabeza. Un ser humano de carne y hueso, que puso al servicio de Dios sus pasiones e instintos, sin negarlos, sublimándolos. Que usó sus energías espirituales, renovadas por la oración y por la acción, pero también su fuerza física, adquirida al ejercer el rudo oficio manual con el que ayudó a mantener a su familia durante casi treinta años.
Aquel carpintero de Nazaret que se clavaba astillas cada dos por tres, que tenía alguna que otra uña negra y reventada, fue capaz de cargar con un madero de más de 60 kilos de peso hasta la cima del Gólgota, después de haber pasado 24 horas sin comer ni probablemente beber, 32 sin dormir, y de haber sido torturado brutalmente. ¿Concuerda esto con la imagen del Jesús casi anoréxico que nos han querido vender?
Jesús tampoco fue un asceta que vivía sumido en constantes sacrificios y abundantes ayunos, paseando entre sus semejantes con un semblante demacrado por las privaciones, como un reproche andante. Al contrario, lo que sus adversarios le reprocharon es que no lo hiciera (Mateo 11, 19).
No es que no practicase el ayuno en momentos de crisis: ayunó durante 40 días. Pero sabía también participar de los placeres de la vida, comer y beber, y disfrutar de la fiesta. Estuvo en el banquete de las bodas de Caná, que duraría 3 ó 4 días como era corriente, comiendo y bebiendo, charlando con la gente, bailando y contagiando su alegría a otros. No puedo imaginármelo confinado en un rincón, condenando con seria mirada la exuberante alegría de los invitados. Jesús vivía inmerso en la felicidad de Dios, y animaba a vivir de la misma forma. Nada que ver con ese ser de ojos tristones, el gesto amanerado y la voz afectada. Al contrario, fue un hombre curtido, inteligente, sagaz, rápido de reflejos, severo con la injusticia, comprometido hasta la médula con la revolución existencial que nos trae el Reinado de Dios que él predicó.
Si Jesús viviera hoy entre nosotros, sería uno de los nuestros. Un típico joven de 30 años. Llevaría vaqueros, zapatillas deportivas, jugaría al fútbol con nuestros hijos. Pero con una sutil diferencia: dormiría con drogadictos, invitaría a terroristas a seguirle, conversaría habitualmente con prostitutas de día, y se encontraría a solas, de noche, con curas y pastores para explicarles que aún les es necesario nacer de nuevo (Juan 3, 1-9).
Nosotros, sin embargo, preferimos construirnos un Jesús ajeno, distante y distinto a los demás hombres, quizá para no acercarnos a él, o para no dejar que él se nos acerque demasiado.
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