Posted On 19/06/2015 By In Biblia, Opinión With 23024 Views

Una mujer sorprendida en adulterio

Estamos ante uno de los episodios más conocidos de los Evangelios y que se encuentra en Juan 7:53-8:11. Decimos que es uno de los más conocidos ya que la escena que se presenta ante Jesús siempre ha impresionado a los lectores de la Biblia pero dicho lo cual, también estamos ante uno de esos momentos en los que el nuevo mensaje traído por el Galileo más sobresale y contrasta con lo que había sido dicho antes. Nos encontramos, por tanto, ante un pasaje vital para comprender el nuevo enfoque religioso que Jesús representaba, que defendía, y una de las principales causas que le llevaron a la muerte. Pero no nos adelantemos, vayamos al texto y comencemos a leerlo detenidamente.

Por la mañana temprano Jesús se dirige al Templo. Allí se reúne a su alrededor una gran cantidad de personas mientras él se sienta y comienza a enseñar.

Jesús estaría sentado en uno de los atrios y esta posición era la típica de los maestros de entonces cuando se disponían a enseñar.

La expectación que levantaba Jesús no era poca, además hablaba con autoridad, no como el resto de maestros o expertos de la Ley. Ellos siempre argumentaban sobre la base de algún texto bíblico, o citaban a otros rabíes, pero Jesús hablaba en su propio nombre o en el de Dios. En ocasiones ambas maneras de hablar se fundían.

Los celos que había despertado entre los principales religiosos eran enormes. Los había denunciado por hipócritas, los había descalificado y catalogado de ignorantes, los había desprestigiado frente al pueblo llano. El odio que había suscitado era de la misma magnitud que la admiración obtenida entre los “malditos” y los  “pecadores”. Así, mientras Jesús enseñaba, irrumpen en el lugar una serie de escribas y fariseos. Los “elegidos” por Dios, la “elite” de la religiosidad llegaron formando un auténtico revuelo. Traían a una mujer que había sorprendida en adulterio.

Lo primero que nos llama la atención es que sólo traían a la mujer. Hasta donde nosotros sepamos para adulterar se necesitan dos personas, ¿dónde estaba el hombre? Además el texto nos dice que había sido descubierta en el mismo acto de adulterio con lo que o bien el varón había salido corriendo, y no habría habido forma de alcanzarlo, o bien le hicieron una fuerte recriminación y lo dejaron marchar. Estos religiosos saturados de amor hacia ellos mismos ya tenían a la víctima perfecta, una mujer, una despreciable pecadora.

No sabemos cómo la traían. Tal vez a empujones, a rastras, o sencillamente ella caminaba escoltada, con la barbilla pegada al pecho, cabizbaja y en silencio. Pero de lo que sí podemos estar seguros es de que estaba aterrada. Era plenamente consciente de que su pecado tenía unas graves consecuencias y además de que no podía esperar misericordia de sus acusadores, ni tampoco de Dios.

Se ha pensado que tal vez estos escribas y fariseos la llevaban al Sanedrín para allí ser sometida a juicio pero el texto indica otros motivos, se trababa de poner a prueba a Jesús “y encontrar así un motivo de acusación contra él” (v. 6).

Conocían a Jesús y sabían de memoria la Ley, la situación era perfecta, ahora sí que lo tenían.

La mujer fue colocada en medio (v. 3) y la multitud le pudo ver el rostro. Tal vez entre aquel gentío hubiera algún familiar, algún amigo o conocido pero lo que estaba claro es que toda su familia iba a conocer esta terrible falta. La vergüenza social caería como un estigma sobre todos ellos, la humillación sería total.

Esta mujer sabía que su vida, en un sentido u otro, había acabado y en este estado de profunda consternación escuchó la siguiente propuesta:

Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. En la ley nos manda Moisés que demos muerte a pedradas a tales mujeres. Tú, ¿qué dices?”

Y el pavor más absoluto se apoderó de ella.

Estaba al borde de la muerte y, si bien es cierto que los judíos en ese tiempo no podían ejecutar esta pena (era algo reservado para el poder romano), no lo era menos que esta turba de homicidas podían saltarse esta prohibición y arremeter contra ella y quitarle la vida.

Con la más grande de las hipocresías estos fariseos y escribas lo llaman maestro y le proponen una situación que a cualquier ser humano, que se precie de serlo, haría palidecer. A bocajarro, mientras estaba tranquilamente enseñando, irrumpen, forman un alboroto y colocan en medio de toda la multitud a una mujer aterrada y le preguntan: Tú, ¿qué dices?

Entre todos los presentes tuvo que hacerse un tenso silencio. Algunos cruzarían miradas, la mayoría centrarían toda su atención en Jesús, en sus ojos, sus gestos, en qué diría,  pero “Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo en el suelo” (v. 6.)

Podemos tachar a estos religiosos de crueles, de envidiosos, de duros de corazón pero no de falta de razón; en esto consistía la trampa. Realmente el Antiguo Testamento mandaba el apedreamiento de tales hombres y mujeres. En textos como Levítico 20:10 o Deuteronomio 22:22-24 así se mandaba. Contestara lo que contestara Jesús parecía estar perdido.

Existían dos posibilidades, en principio. Si Jesús decía que no se la apedreara iría contra la misma Ley de divina, lo cual demostraría que ni él era Dios ni mucho menos venía enviado por el Padre. Si contestaba que sí, que debía morir, todo su ministerio se iba al traste.

El Hijo se había encarnado para traer un mensaje de misericordia, de gracia hacia las personas caídas. Por supuesto que también denunciaba el pecado, pero daba espacio para el arrepentimiento. Se había rodeado de lo más bajo, lo más despreciable de la sociedad: prostitutas, mujeres, publicanos, gente inculta, pecadores, enfermos… Venía a traer un mensaje de paz, de consuelo de parte de Dios a gentes precisamente como aquella pecadora sorprendida en adulterio, ¿qué hacer?

Jesús no contesta. Está escribiendo en el suelo no se sabe qué.

Varias han sido las explicaciones: unos dicen que anotaba los pecados de aquellos fariseos y escribas, otros que sencillamente garabateaba en la arena (la palabra griega usada parece indicar esto), e incluso no faltan aquellos que sostienen que Jesús no sabía qué decir y por tanto intentaba ganar tiempo con este acto. Yo sí creo que el Galileo sabía lo que decir y no tardaría mucho en demostrarlo.

Pero la ya de por sí insoportable tensión iba en aumento cuando ante este silencio de Cristo comenzaron a acosarle a preguntas.

Como ellos insistían en preguntar, Jesús se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra”. Vv. 7-9.

Sin duda una magnífica respuesta, pero en una primera lectura hay algo en el texto que no cuadra. Jesús no responde a la pregunta de los escribas y fariseos. Es cierto que nadie de allí está sin pecado pero en la Ley de Moisés no se dice nada sobre  esto. De hecho Dios sabía que nadie en el pueblo era perfecto, sin pecado, pero aún así prescribió el apedreamiento de los adúlteros. ¿Por qué estos hipócritas no le contestaron de esta forma? Es más, ¿por qué en estos momentos alguien no le replicó, con el habitual descaro, que ni Jesús mismo estaba exento de pecado? La cuestión seguía abierta, ¿iba a contradecir lo que Dios había mandado en la Ley o la iba a cumplir? ¿A qué viene lo del pecado para arrojar piedras cuando Dios no había dicho ni media palabra a este respecto?

Esto únicamente se entiende por el hecho de que Jesús representaba una nueva y final revelación de Dios. El Mesías no estaba en un primer momento interesado en presentar el justo juicio de Dios con su aplicación inmediata, sino su misericordia. Ahora, con Cristo, se había dado un paso de gigante en el mensaje divino para con el ser humano. Lo que Jesús estaba diciendo era que él representaba realmente a Dios, que era su Voz, y que la misma ahora había cambiado. Era el tiempo de la Gracia, de la misericordia, pero además que la administración de las penas en nombre de la religión era algo del pasado, ya no se permitía que los hombres ejecutaran tales acciones. La justicia retributiva pertenecía al Creador y el ser humano debía ser el transmisor de su amor.

El Nuevo Pacto ya no era con el pueblo de Israel considerado como nación y regido como una teocracia. Esto se había acabado. Ahora el Reino verdadero estaba en los corazones de las personas y el signo de su pertenencia era el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.

Con esto Jesús demostró que era más que un simple hombre y que por tanto tenía la prerrogativa de cambiar la revelación divina, él era la Palabra encarnada. Además acusó a todos los presentes de ser igualmente pecadores. Si aquella mujer merecía ser apedreada ellos también, pero de igual forma a la inversa, si ella era digna de misericordia también todos los allí presentes, sólo había que pedirla.

Algo sobrenatural había sucedido en aquel lugar, ante la presencia del Mesías, ante sus palabras, no valía ningún tipo de argumentación. A los altivos los había humillado y al humillado, en este caso la humillada, la iba a levantar.

Uno tras otro comenzaron a irse de tal forma que “Jesús quedó solo, con la mujer allí en medio” (v. 9).

Esto posiblemente indica que aquellos que salieron fueron los acusadores y tanto Jesús como esta mujer quedaron en medio del resto de personas que habían estado contemplando todo aquello poco menos que asombrados, perplejos.

La mujer, tal vez, un momento antes había levantado levemente la vista para poder comprobar como aquellos homicidas se iban por turnos. El terrible pavor, el terror, la angustia que hasta hacía un momento le atenazaban el corazón comenzaba a desaparecer.

El miedo, el sentido de humillación y de vergüenza parecían haber cedido. La presencia del Dios misericordioso se había hecho sentir.

Pero todavía quedaba alguien que no se había pronunciado sobre el pecado cometido y que podría haberle arrojado la primera piedra, Jesús.

Entonces Jesús con una voz llena de delicada firmeza se dirigió a la mujer y le dijo:

-Mujer, ¿dónde están todos esos? ¿Ninguno te condenó?
Ella contestó:
– Ninguno, Señor.
Jesús le dijo:
– Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar.” (Vv. 10-11).

Alfonso Pérez Ranchal

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