Posted On 30/06/2010 By In Biblia, Teología With 5112 Views

De Deo abscondito: «Porque ningún hombre podrá verme y seguir viviendo»

[Quiero agradecerle a mi hijo, Daniel C. Bonilla Ríos, que haya leído este texto y me haya hecho algunas observaciones. Estas las he indicado anteponiéndoles inmediatamente antes y sin espacio de separación, un asterisco entre paréntesis].

La Biblia está llena de afirmaciones paradójicas. Contradictorias, si se quiere, cuando los textos se interpretan al pie de la letra. Esto es particularmente cierto cuando de hablar de la divinidad se trata.

La invisibilidad de Dios

Dios es, per definitionem, «invisible». No sabemos con exactitud qué significa eso respecto de Dios, pues tal afirmación negativa se dice con referencia al ser humano. Invisible es no-visible. La invisibilidad es la imposibilidad (im-) o incapacidad (in-) de la visibilidad. Y esta es la potencia (-ble; -bilidad) no de «ver» sino de «ser visto». El sujeto agente de esta pasiva es el ser humano, el «adam», el «humán», como gusta de decir Jesús Mosterín. Muy bien podríamos imaginar que si existieran «espejos celestiales» y Dios se mirara en uno de ellos, se vería a sí mismo.

De esta limitación humana se derivan algunos hechos que podríamos calificar de elementales. Si prestamos atención a la experiencia judeocristiana, podríamos señalar la «existencia» de algunos de esos elementos; como estos:

1- teofanías diversas con características muy variadas;

2- el uso del lenguaje antropomórfico. En este caso usamos la palabra «lenguaje» en sentido muy lato, para incluir no solo el verbal (oral o escrito), sino también el gestual o visual;

3- la «utilización» de mediadores, ya sean personales (ángeles u otras personas) o imaginativos (sueños y visiones).

El Dr. Ariel Álvarez –sacerdote católico argentino que, como él mismo explica, renunció al orden sacerdotal para seguir su conciencia– ha distinguido, en el contexto general de la Iglesia Católica Apostólica Romana (la ICAR), entre «apariciones» y «visiones». Destaca así –siempre en el marco provisto por el referido contexto– que la virgen María no puede «aparecérsele» a ningún ser humano…, lo cual no quiere decir en absoluto que no haya personas que hayan tenido «visiones» de la bienaventurada madre de Jesús(2).

Pues bien, «nadie ha visto jamás a Dios»(3), dice el Evangelio de Juan en el prólogo (1.18). Ese «nadie» debe ser, pensamos «nadie de entre los mortales» (excepto Jesús, añadiríamos, que, como tal, fue mortal). Y el autor de la Primera carta a Timoteo es de igual manera tajante en su afirmación: «Es [Dios] el único inmortal, que vive en una luz a la que nadie puede acercarse. Ningún hombre lo ha visto ni lo puede ver» (6.16).

Por otra parte, hay un conocido texto de las Escrituras hebreas –que hemos usado como subtítulo de este escrito– que de manera categórica afirma que no hay quien vea a Dios y viva.

La «distancia» entre Dios y el ser humano es tal, que este último no podría resistir la visión directa de la divinidad sin mediación alguna. Esa distancia no es, en esencia, la marcada por los tan recurridos «omni» con los cuales solemos intentar hablar de Dios: «omnipotente», «omnipresente», «omnisciente» (=«omnisapiente»). Y no lo es porque estos términos no son más que unas pretendidamente positivas fórmulas de una teología negativa; es a saber, cuando usamos, en marco teológico, esas palabras, lo que estamos haciendo es confesar que, en el fondo, no sabemos a ciencia cierta qué es lo que con ellas queremos significar.

La distancia viene marcada, más bien, por aquello a lo que también asignamos un término, la plenitud de cuyo significado, referido a Dios, ni siquiera podemos vislumbrar: «gloria». Se trata del «peso» divino, el kabod de las Escrituras sagradas, la gloria, «la insoportable pesadez del Ser», el enceguecedor esplendor de la divinidad. Ante ello, eso: la ceguera, que es la ausencia de luz en los ojos del que debe ver; y como luz y vida están entrelazadas de manera indisoluble(4), es también la ausencia de vida: la muerte: «porque no me verá hombre, y vivirá» (Ex 33.20, Reina-Valera 1960).

Fue, por una parte, la experiencia del propio Moisés en aquel extraño primer encuentro con Yavé. En el texto que lo narra –Ex 3–, juega un papel preponderante el uso de determinados verbos. Destacan, sobre todo, las construcciones con diferentes formas de los verbos «ver», «oír» e «ir» (o «enviar»). Moisés ve y Yavé ve; Moisés oye y Yavé oye; y Yavé ordena a Moisés que vaya (es decir, lo envía).

Para los efectos que nos interesan en estas notas, resaltamos lo que atañe al verbo «ver», de uso en las Escrituras judeocristianas tan significativo y variado: literal, metafórico, analógico. Y de manera específica prestamos particular atención a aquellas expresiones en las que el sujeto de dicho verbo es Moisés, y quien es visto es Dios. Con el verbo «aparecer», el sujeto agente es Dios y, al mismo tiempo, es también el sujeto «paciente». Quien aparece es quien se aparece; el «aparecido» es quien realiza la acción de «aparecer»(5). Y quien se beneficia de esa acción es, en el caso que analizamos, Moisés. A él se le aparece Dios.

En relación con lo dicho, leemos en Ex 3 (todo referido a Moisés):

1- Se le apareció «el Ángel de Yavé» en una llama de fuego en medio de una zarza (v. 2).

2- Miró y vio que la zarza ardía con el fuego y no se consumía (v. 2b).

3- Decidió, entonces, ir a ver por qué no se consumía la zarza (v. 3).

4- Cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar (ver) a Dios (v. 6).

«El Ángel de Yavé» es Dios mismo. Por tanto, Moisés no ve a Dios sino una manifestación de este, de carácter angélico. Pero como en la angelología bíblica los ángeles son seres «puramente espirituales», su manifestación visible es una mediación, por lo que «el Ángel de Yavé», en tanto visible, es una mediación doble, o en segundo grado.

Moisés, dice el pasaje, se cubre el rostro…; pero es para no morir. El texto explica que lo hizo porque tuvo miedo de mirar (es decir, ver) a Dios. Tuvo miedo porque sabía las consecuencias de ese mirar. Casi con insistencia se señala en los relatos que ver el rostro de Yavé es sinónimo de muerte para el que mira.

Lo sería para el pueblo y para los sacerdotes:

«Y el Señor le dijo [a Moisés]: “Baja y adviértele a la gente que no pase del límite ni trate de verme, no sea que muchos de ellos caigan muertos” […]. “Pero los sacerdotes y el pueblo no deben pasar del límite para subir a donde yo estoy, no sea que yo haga destrozos entre ellos”». (Ex 19.21-24)

Lo sería también para el propio Moisés:

«Pero el Señor contestó: “Voy a hacer pasar toda mi bondad delante de ti, y delante de ti pronunciaré mi nombre. Tendré misericordia de quien yo quiera, y tendré compasión también de quien yo quiera. Pero te aclaro que no podrás ver mi rostro, porque ningún hombre podrá verme y seguir viviendo”». (Ex 33.19-20)

Y aunque nos parezca extraño, (*)incluso para los animales(6).

El Dios que se deja ver…

Puesto que en sí mismo Dios es invisible, ¿cómo hemos de entender, entonces, el otro relato que a la letra dice así:

«Moisés subió al monte con Aarón, Nadab, Abihú y setenta ancianos de Israel. Allí vieron al Dios de Israel: bajo sus pies había algo brillante como un piso de zafiro y claro como el mismo cielo. Dios no les hizo daño a estos hombres notables de Israel, los cuales vieron a Dios, y comieron y bebieron»? (Ex 24.9-11; énfasis nuestro)

El ser humano consciente de la divinidad quisiera contemplarla. Ese fue el anhelo del propio Moisés, cuando suplicó a Yavé: «¡Déjame ver tu gloria!» (Ex 33.18). Y de Dios podría decirse lo mismo, en sentido pasivo: El Dios invisible aspira a dejarse ver. Pero como verlo es, para el ser humano, morir, y como el Dios que quiere dejarse ver no quiere dañar a su criatura, la mediación se torna del todo necesaria. De ahí que en los relatos bíblicos las mediaciones sean multiformes.

Desde el Dios que se pasea –según el relato de Gn 3– por el ya no tan paradisíaco huerto cuando va a buscar a aquellos a quienes había creado a su imagen (v. 8), hasta el Dios que está sentado en el trono, en la visión neoparadisíaca de Juan el de Apocalipsis (21.5, 7), pasando por las apariciones a Abrahán y a los patriarcas y por las visiones proféticas, como la de Isaías (6), encontramos en las Escrituras que esas mediaciones de la presencia y manifestación visible de Dios no se encajonan en un esquema rígido y uniforme. Yavé regatea con Abrahán al mejor estilo de los comerciantes orientales (Gn 18.16ss); pelea como un atleta con Jacob hasta descoyuntarle el muslo (Gn 32.22-32), utiliza fuego, rayos, truenos y humo para manifestarse ocultándose (Sinaí: Ex 19.16-19); se sienta en un trono muy alto y se viste con un manto cuyo borde llena el Templo (Is 6.1); asume miembros corporales como los seres humanos para así poder extender su mano y tocar la boca del profeta Jeremías (1.9). Y muchos ejemplos más.

Todas son metáforas, pues de Dios solo en metáfora puede hablarse(7).

Todo lo anterior, que encontramos en las Escrituras, apunta a un hecho fundamental: el Dios de que habla es un Dios que quiere manifestarse, que quiere dejarse ver y en su creatividad infinita –sigue siendo él Gran Arquitecto del Universo– busca maneras de hacer realidad ese deseo y de hacerlo sin provocar la muerte de aquellos que también anhelan contemplarlo. De ahí la variedad de sus manifestaciones.

Veamos más:

Estos textos y otros más que hablan de ver a Dios hay que entenderlos a la luz de otras metáforas en las que, de nuevo, se echa mano del lenguaje antropomórfico. Leemos así:

«Dijo también el Señor: “Mira, aquí junto a mí hay un lugar: Ponte de pie sobre la roca. Cuando pase mi gloria, te pondré en un hueco de la roca y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Después quitaré mi mano, y podrás ver mis espaldas; pero mi rostro no debe ser visto”». (Ex 33.21-23)

Esta historia nos remite, a su vez, a otra de muchos siglos después. Es una historia igualmente bien conocida, en la que el personaje principal es un profeta:

«Elías se levantó, y comió y bebió. Y aquella comida le dio fuerzas para caminar cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar a Horeb, el monte de Dios. Al llegar entró en una cueva, y allí pasó la noche. Pero el Señor se dirigió a él, y le dijo: “¿Qué haces aquí Elías?” […] Y el Señor le dijo: “Sal fuera y quédate de pie ante mí, sobre la montaña”. En aquel momento pasó el Señor, y un viento fuerte y poderoso desgajó la montaña y partió las rocas ante el Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento hubo un terremoto; pero el Señor tampoco estaba en el terremoto. Y tras el terremoto hubo un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Pero después del fuego se oyó un sonido suave y delicado. Al escucharlo, Elías se cubrió la cara con su capa, y salió y se quedó a la entrada de la cueva. En esto llegó a él una voz que le decía: “¿Qué haces ahí, Elías?”». (1 R 19.8-9, 11-13)

El paralelismo entre los dos relatos es evidente: (1) el mismo lugar: Horeb (=Sinaí); (2) «sobre la roca» y «sobre la montaña»; (3) una hendidura o hueco en la roca y una cueva en la montaña; (4) la gloria del Señor que pasa y el Señor que pasa; (5) la mano del Señor que cubre y la capa de Elías con la que este se cubre; (6) ver y oír; (7) la espalda del Señor y el sonido suave y delicado; (8) en ambas aparece la «voz» como hipóstasis divina(8).

Hay, por cierto, algunas diferencias, pero estas no opacan las semejanzas. Y ambas experiencias son manifestaciones de Yavé.

De todos estos relatos se deduce que el Dios que se deja ver, se deja ver por alguna mediación: por una zarza que arde y no se apaga; por un ángel (mediación de mediación); por una voz (recuérdese la experiencia del visionario de Patmos: «me volví para ver la voz que hablaba conmigo», Ap 1.12, Reina-Valera 1960); por unas espaldas; por «un silbo apacible y delicado» (Reina-Valera).

Solo la mediación hace posible «ver a Dios» sin que caiga el ser humano aplastado por el peso del kabod divino.

El cuasi idílico pasaje de Gn 3, al que ya hicimos mención, que nos presenta a Dios mismo paseando por el huerto «a la hora en que sopla el viento de la tarde» (v. 8) no es ninguna excepción. Porque el texto deja la impresión de que ese «paseo» divino era «frecuente», y no solo en esta ocasión, después de la «caída», cuando el Creador va en busca de sus criaturas. Quizás el pasaje –y sobre todo, el paisaje– representen, más bien, la utopía final, que se coloca al principio de la «historia» humana, del reino de Dios en su plenitud, simbolizado en el Apocalipsis neotestamentario por la extraña imagen de la Jerusalén celestial que se torna terrestre (¿una ciudad que «se encarna»?), porque no asciende a las regiones etéreas sino que, al contrario, «la ciudad santa, la nueva Jerusalén.., bajaba del cielo, de la presencia de Dios» (21.2).

Diríamos, si nos tomamos la libertad de usar esta palabra al hablar de este asunto, que en el contexto bíblico, el que Dios quiera dejarse ver es lógico. Si creó al ser humano (varón y mujer; o, como dice la Traducción en lenguaje actual [TLA], hombre y hembra) a su imagen, desde el origen se establece una estrecha relación entre Creador y (esta) criatura (pues de ninguna otra se dice que haya sido creada a imagen divina). Tal relación incluye la comunicación entre ambos. De ahí la imagen del paseo divino por el huerto.

…y se deja oír

No solo ver a Dios encierra el peligro –más bien, sentencia– de muerte. También oír a Dios debía tener similar consecuencia.

En efecto, leemos las siguientes palabras que Moisés dirige, en primer lugar, al pueblo: «El día en que el Señor habló con ustedes de en medio del fuego, en el monte Horeb, no vieron ninguna figura» (Dt 4.15). Y después de explicarle a ese mismo pueblo los peligros de la idolatría y de fabricar figuras de dioses –precisamente porque en Horeb no vieron figura alguna–, añade de inmediato:

«Busquen en los tiempos anteriores a ustedes, y desde los tiempos antiguos, cuando Dios creó al hombre en el mundo; vayan por toda la tierra y pregunten si alguna vez ha sucedido o se ha sabido de algo tan grande como esto. ¿Existe algún pueblo que haya oído, como ustedes, la voz de Dios hablándole de en medio del fuego, y que no haya perdido la vida? ¿Ha habido algún dios que haya escogido a un pueblo de entre los demás pueblos, con tantas pruebas, señales, milagros y guerras, desplegando tan gran poder y llevando a cabo tales hechos aterradores, como los que realizó ante ustedes y por ustedes el Señor su Dios en Egipto? Esto les ha sido mostrado para que sepan que el Señor es el verdadero Dios, y que fuera de él no hay otro. Él les habló desde el cielo para corregirlos, y en la tierra les mostró su gran fuego, y oyeron sus palabras de en medio del fuego». (Dt 4.32-36)

En otras palabras, oír directamente la voz de un dios también acarrearía la muerte. Incluso oír a Yavé, solo que Yavé lo hace de tal condescendiente manera que evita que la destrucción ocurra. Por eso, frente a la manifestación del Señor, incluido el oír su voz, Moisés le recuerda al pueblo lo que ellos mismos habían dicho: «Esto es en realidad lo que ustedes pidieron al Señor su Dios en el monte Horeb, el día en que todos se reunieron allí y dijeron: “No queremos oír otra vez la voz del Señor nuestro Dios, ni ver este gran fuego, para no morir”» (Dt 18.16; cf. Dt 5.23-26).

Ahora bien, el anónimo autor de la Carta a los Hebreos, comienza su escrito con las siguientes palabras: «En tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados muchas veces y de muchas maneras por medio de los profetas» (1.1). Esas «muchas maneras por medio de los profetas», ¿nos remite, acaso, a otras mediaciones?

Nos parece que tiene que ser así. Solo el hecho de articular sonidos en una lengua que el pueblo pidiera entender implica ya una mediación. Y según el texto de Hebreos, esa voz se dejó oír por medio de profetas (también mediación). Porque profeta es quien transmite un mensaje de parte de Dios, y el Deuteronomio señala, de manera muy directa, que el propio Moisés no solo fue instrumento de liberación y profeta, sino el más grande de los profetas.

Después de recordarle al pueblo lo que este había dicho respecto de la experiencia en Horeb, Moisés da su propio testimonio con estas palabras: «Entonces el Señor me dijo: “Está bien lo que han dicho. Yo haré que salga de entre ellos un profeta como tú, uno que sea compatriota de ellos y que les diga lo que yo le ordene decir, y les repita lo que yo le mande”» (Dt. 18.17-18).

La tradición judía interpretó estas palabras como la promesa de que Yavé enviaría un profeta en el futuro, que sería una especie de segundo Moisés, en quien residiría la plenitud del espíritu profético, y que a veces era identificado con el propio Mesías(9). Esta idea está tras la pregunta que las autoridades judías, por medio de sacerdotes y levitas, le plantean a Juan el Bautista: «Entonces, ¿eres el profeta que ha de venir?» (Jn 1.21)(10).

A Dios, pues, no se le puede ni ver ni oír sino por mediaciones. De otra manera, el vidente o el oyente perecerían, según los textos repasados. La invisibilidad divina va acompañada de la inaudibilidad. Pero como hemos visto, el texto bíblico señala que Yavé fue visto y oído, pero solo por la interposición de otros seres que, de hecho, mitigaban los efectos destructores, para el ser humano, de lo que antes llamamos, remedando el título de una obra de Milán Kundera, «la insoportable pesadez del Ser».

Pues bien, todas esas mediaciones de que leemos en las Escrituras hebreas no agotaban las posibilidades de mediación.

Entonces comienza una nueva historia.

De Deo revelato

Dios sigue siendo invisible –insistimos, con referencia a los seres humanos– porque esa es su naturaleza. El autor de la Carta a los colosenses lo «califica» así: invisible, aóratos (1.15). Pero hemos señalado que en su sabiduría y, sobre todo, en su amor, ha accedido a dejarse ver y oír por los seres humanos utilizando mediaciones. Toda mediación es interposición, un «ponerse entre», un «ponerse en medio o entre otros»(11), un entremetimiento, una intromisión. Según los relatos bíblicos, esto es así no solo por la diferencia entre el Creador y la criatura sino, de manera muy concreta, a partir del acto de desobediencia (Gn 3).

Pero la mediación de que nos habla las Escrituras que llamamos Antiguo Testamento, aun en su multiformidad, es de alguna manera incompleta. Es por ello por lo que Hebreos habla de «muchas veces» y de «muchas maneras».

Las veces y las maneras tampoco habían agotado el hablar de Dios. Por eso hay un nuevo pacto, expresado en lo que llamamos Nuevo Testamento(12).

En el prólogo del Evangelio de Juan, inmediatamente después de las palabras ya citadas del v. 18 («Nadie ha visto jamás a Dios»), el autor añade: «el Hijo único, que es Dios y que vive en íntima comunión con el Padre, es quien nos lo ha dado a conocer»(13).

La palabra que el evangelista usa para «lo ha dado a conocer» es la misma palabra de donde procede el término castellano «exégesis». Es un término técnico (exegesato) que significa «dar a conocer completa y claramente (y de ahí, revelar); informar, relatar, decirlo todo».

Ahora bien, si eso es lo que realizó «la Palabra que se hizo carne», ello quiere decir que todas las manifestaciones anteriores (lo que hemos llamado «mediaciones») fueron de algunas manera limitadas, incompletas.

E. Stanley Jones sostuvo que Jesús es «Dios hablándonos en el único lenguaje que podemos comprender». Después de afirmar que «el cristianismo es Cristo», dice también este ilustre misionero: «Aparte de Cristo, poco es lo que podemos saber de Dios. Si tratamos de partir de Dios, en realidad no partimos de Dios, sino de nuestras ideas acerca de Dios. Pero nuestras ideas acerca de Dios no son Dios. Debemos partir del concepto que Dios mismo tiene de sí; Cristo es la idea que Dios tiene acerca de sí mismo. Jesús es Dios irrumpiendo en nuestra vida. Él es la gran simplificación: Dios hablándonos en el único lenguaje que podemos comprender, un lenguaje humano; mostrándonos su existencia de la única manera en que podemos entenderla, una vida humana […]. Jesús es la vida humana de Dios»(14). Es la idea que se expresa en la TLA al traducir el texto de Jn 1.18 de esta manera: «Pero el Hijo único, que está más cerca del Padre, y que es Dios mismo, nos ha enseñado cómo es él».

El pensador mexicano Dr. Alberto Rembao, hombre de gran cultura y poco estudiado en nuestros medios evangélicos, escribió una página sobre Cristo que fue publicada en el último número de La Nueva Democracia. El propio Dr. Rembao había sido el fundador de esta revista y su único director hasta su fallecimiento. Cuando este ocurre, se decide que tal había sido la identificación entre revista y fundador-director, que aquella también debía terminar sus días. Se le encarga al Rev. Cecilio Arrastía la responsabilidad de la edición de ese último número. Es él quien incluye ahí la página mencionada, y quien le pone título. La publicamos completa por la fuerza de su expresión y por su carácter provocativo para el pensamiento.

El Cristo de Rembao

“…tengo a Cristo. Yo no conozco a Dios; pero estoy dispuesto a apostar el destino y la salvación de mi alma a que ha de ser como Jesús de Nazareth, mismo en quien se vació el Cristo eterno según el decir de la Escritura, decir que yo encuentro muy digno de creer. Yo no digo que Cristo es como Dios; sino que Dios es como Cristo… De lo conocido a lo desconocido…

“…mi Cristo, Cristo de llagadas cicatrices por el bálsamo de la resurrección. Cristo cicatrizado de mi altarcillo íntimo, Cristo de quien sí tengo la presunción de saber en poquitillo… Y no se me interprete mal. Sé de mi Cristo, Cristo mío exclusivo y particular. No es el Cristo de la literatura, ni el invencible, ni el de la iconografía. No es el Cristo beduino, ni el Cristo Parsifal. No es el Cristo de las agonías, ni el Otro Cristo hispano de Mackay, ni siquiera el Cristo de la religión convencional… Es mi Cristo; mi Señor, y mi Dueño, y mi Dios… Por eso cuando he menester de Dios me voy donde mi Cristo, Cristo diferente.

“Cristo que es el mismo que el de los demás cristianos, pero que en fuerza de vivir conmigo ha adquirido la forma de mi ser: yo soy su vaso continente; yo lo formo o lo deformo, según… Pero es el mismo en cuanto es el que se batió con la muerte en Gethsemaní y el Calvario. El que invadió, solito y entero, el reino formidable de la sombra infinita. El que regresó de su aventura vencedor. Cristo batallador y valiente: Cristo veterano que retornó de la guerra de los tres días con el cuerpo plagado de cicatrices de gloria. Cristo que supo romper los barrotes negruzcos de la jaula tétrica: Cristo que se absorbe –Esponja Milagrosa– el espacio y que se traga el tiempo y que asimila la eternidad…

“…¿Señor? ¿Dios o Cristo? Mejor Cristo, porque con Dios puédese equivocar, porque Dios puede ser asunto de filosofía; pero Cristo no: Cristo es asunto exclusivo de religión… Cristo mío, veterano de la guerra de los tres días…”(15).

El lector puede señalar lo que parece ser el exagerado carácter individualista de esta visión-comprensión de Cristo, y no dejaría de tener razón… si solo conociéramos ese texto del gran escritor. Pero ese no es el punto que nos interesa discutir. El meollo del asunto, creo, está en el primero y en el último párrafos: «Yo no digo que Cristo es como Dios; sino que Dios es como Cristo…»; «Cristo mío, veterano de la guerra de los tres días…». Entre ellos, la experiencia personal del autor.

«La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros»; «La Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros»; «Aquel que es la Palabra habitó entre nosotros y fue como uno de nosotros»(16). Es casi imposible captar el significado pleno de la primera parte de Jn 1.14. Las traducciones ponen énfasis en algún punto particular. Pero es de destacar la perífrasis que utiliza la TLA para la expresión «se hizo carne»: «y fue como uno de nosotros». Es lo que dijo también el autor de Hebreos refiriéndose a las tentaciones que sufrió nuestro «gran sumo sacerdote»: «según nuestra semejanza» (4.14-15), y lo que probablemente cantaba la iglesia –o cierto sector de la iglesia– de la época del NT, y que recoge el apóstol Pablo: «Haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera» (Flp 2.7) y «Cristo es la imagen visible de Dios, que es invisible» (Col 1.15).(17)

Tenemos, pues, que en la cúspide de las mediaciones de la divinidad aparece Jesús, el Cristo, como «La Palabra que fue como uno de nosotros». De hecho, de él dirá uno de los escritores del NT «porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Ti 2.5, Biblia de Jerusalén (18)). Las mediaciones y los mediadores anteriores ya no tienen vigencia en tanto tales sino en cuanto testimonio de lo que fueron. Ahora la comunidad cristiana proclama que hay un solo mediador. Y el énfasis se pone en que ese mediador es hombre.

Hombre en cuanto ser humano, en cuanto vida humana, porque la «carne» de que se habla en Jn 1.14 «designa la humanidad en su condición de debilidad y de mortalidad»(19). ¿No es a eso a lo que se refería Stanley Jones al afirmar que Jesús es «Dios hablándonos en el único lenguaje que podemos comprender»? Es decir, no en el lenguaje de palabras ni de señales portentosas –por muy expresivas y valiosas que esas palabras y esas señales puedan ser– sino en el lenguaje de una vida humana concreta, condicionada por las coordenadas de espacio y tiempo que condicionan toda vida humana. Dios no nos habla ahora por medio de un ser humano, sino en un ser humano. La mediación se hace perfecta, porque en Jesús se fusionan «la Palabra que era Dios» (Juan 1.1) y la humanidad a la que esa Palabra habla, pues la Palabra asumió nuestra humanidad.

Por eso, Cristo no es como Dios. Dios es como Cristo. Si me preguntan por Dios, señalo a Cristo.

Y por eso, la esperanza final la expresó el autor de la Primera carta de Juan, cuando dijo: «Queridos hermanos, ya somos hijos de Dios. Y aunque no se ve todavía lo que seremos después, sabemos que cuando Jesucristo aparezca seremos como él, porque lo veremos tal como es» (3.2), y él es la imagen del Dios invisible.

Junio, 2010

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(*) Tomamos «prestado» este título del opúsculo escrito por el Cusano; pero sin referencia a su pensamiento.

(2) Véase «¿Puede aparecerse la Virgen María?», en Enigmas de la Biblia II (Buenos Aires: San Pablo, 2000), pp. 97-107.

(3) Todas las citas bíblicas están tomadas, excepto cuando se diga otra cosa, de la traducción Dios habla hoy. Edición de estudio, que publica Sociedades Bíblicas Unidas. (Citada de aquí en adelante como DHH).

(4) «En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad» (Jn 1.4; énfasis nuestro).

(5)(*) En hebreo, «aparecer» es la forma pasiva (Nifal) del verbo «ver».

(6) Véase Ex 19.13.

(7)No usamos aquí la palabra «metáfora» en su sentido especializado, restringido, sino en sentido lato (como solía usarse en la antigüedad). Consideramos que la misma palabra «Dios» es, de hecho, una especie de metáfora. Aunque también parezca paradójico, Dios –es decir, el Dios «real»– es mucho más y está mucho más allá de lo que nosotros podamos comprender o pretendamos transmitir por medio de esa palabra que lo nombra. Dios siempre será mayor que cualquier idea que podamos forjarnos de él, por muy excelsa que sea.

(8)(*)Los puntos (1) y (8).

(9)Este hecho hace que me pregunte si la interpretación que por lo general se da del relato de la transfiguración de Jesús es correcta. Suele decirse que en esas «apariciones», de Moisés y Elías, el primero representaba a la Ley y el segundo a los profetas.

(10)Nótese que inmediatamente antes le habían preguntado a Juan si él era Elías, el profeta que, según la Escritura, no murió sino que fue arrebatado en un torbellino (2 R 2.11) y de quien se decía que también volvería a la tierra (Mal 4.5). Juan respondió que él no era Elías; pero cf. las palabras de Jesús en Mt 11.12-15; 17.10-12. (*)De hecho, en la tradición judía también se sostuvo que Moisés tampoco murió (a pesar de lo que dice Dt 34). El Midrash Deuteronomio Rabá comenta que Dios se llevó a Moisés con un beso.

(11)Esto último es una de las acepciones, en nuestro idioma, de «entremeterse» (o «entrometerse»).

(12)Como se sabe, la denominación “Testamento” para referirse a los dos tomos que constituyen el texto sagrado de los cristianos, responde a una errónea comprensión de la denominación que se les dio en el cristianismo primitivo. La palabra diathēkē se usó en laSeptuaginta para traducir la palabra hebrea que significa «pacto, alianza», y así se usa en algunos textos del NT: véase Lc 1.72; Gl 3.15.

(13)La expresión «El Hijo único, que es Dios» es traducción de una rara expresión en el NT: «[el] hijo único Dios» ([homonogenēs theos). Algunas variantes dicen «el Hijo unigénito», «sino el Hijo unigénito», «sino el Hijo unigénito de Dios». Cf. 1.14: «Hijo único del Padre».

(14)El Camino
 (México: Casa Unida de Publicaciones, 1953), p. 65. (Hemos corregido el uso de algunas mayúsculas).

(15)La Nueva Democracia. «In Memoriam Alberto Rembao; 26 Septiembre 1985-10 Noviembre 1962» (Nueva York: Comité de Cooperación para América Latina). Número final. Enero 1963; parte interior de la portada.

(16)La primera es la traducción literal del texto griego, y la más conocida. La segunda corresponde a la DHH. La tercera es traducción de la TLA.

(17)La palabra «visible» no está explicitada en el texto griego, pero, por una parte, la palabra griega para «imagen» (eikōn) es la misma que se usa, por ejemplo, en Mt 22.20 (que a la letra dice: «¿De quién es esta imagen [eikōn] y la inscripción?»; DHH: «¿De quién es esta cara y el nombre que aquí está escrito?»); y, por otra, el propio texto la requiere, por el contraste con la invisibilidad de Dios (que sí está mencionada de manera explícita, pues el texto no se limita a decir simplemente que él es la imagen de Dios).

(18) Biblia de Jerusalén. Nueva edición revisada y aumentada
 (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1998). (Citada como NBJ).

(19)Nota a dicho versículo en la NBJ.

Plutarco Bonilla

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