A Joyce Cope de Wyatt
Suele sucedernos que al pensar en un centro de formación teológica, lo que primero viene a la mente es un complejo arquitectónico, con algunos edificios, aulas de clase, una deslumbrante biblioteca, docentes y personal administrativo al servicio de una institución educativa formal. De esta idea somos culpables quienes con nuestros hechos, palabras y actitudes hemos hecho creer que la formación teológica pertenece de manera exclusiva a los seminarios, institutos y a otros pocos centros educativos. En este limitado concepto de formación teológica, teólogo y teóloga es quien ha egresado de un centro educativo y ha obtenido un grado académico que lo acredita como profesional en el área, y la teología queda reducida a un mero asunto académico que pertenece a una élite privilegiada.
La Reforma Protestante, ya desde sus inicios, quiso recuperar la enseñanza neotestamentaria acerca del sacerdocio universal de todos los creyentes, según la cual todos los seguidores de Jesús somos ministros del evangelio y, por lo tanto, tenemos la capacidad de relacionarnos con Dios directamente, sin intermediarios humanos, y de pensar en el contexto de la comunidad de fe lo que significa seguir a Jesús y proclamar su mensaje. Para Lutero, todo cristiano es un sacerdote y todo empleo u oficio es una vocación que proviene de Dios y una forma se servicio a Dios y al prójimo. Enseñaba el reformador alemán que «todos los cristianos son sacerdotes, y todas las mujeres sacerdotisas, jóvenes o viejos, señores o siervos, mujeres o doncellas, letrados o laicos, sin diferencia alguna»[1]. Si todos los creyentes son sacerdotes y ministros, «entonces la educación teológica no puede limitarse a una élite clerical a la cual le es encomendada la tarea de pensar por los demás»[2].
Esta perspectiva del pueblo sacerdotal no desconoce, de ninguna manera, el invaluable papel de la teología como disciplina de estudio formal[3] y la labor metódica y sistemática de los teólogos y teólogas de profesión[4], de los que, por cierto, tanta necesidad se tiene en la Iglesia de hoy.
Al afirmar la dimensión popular del quehacer teológico ― la que incluye a todo el pueblo de Dios― se busca animar a toda la Iglesia a involucrarse en la exigente disciplina espiritual de relacionar aquello que decimos creer con lo que en realidad vivimos; a poner en diálogo crítico los viejos credos de ayer con los nuevos acontecimientos de hoy; a situar nuestra existencia histórica a la luz de la fe y a buscar la pertinencia histórica de la fe para cada generación. Y este ejercicio de fe es tan apremiante que no debemos dejarlo en el terreno exclusivo de los expertos. Es una labor necesaria, además de inevitable.
José Miguez Bonino, quizá el más destacado teólogo protestante latinoamericano del siglo XX, dice: «la teología es necesaria: sin un conocimiento más profundo y coherente de la doctrina cristiana mal se puede enseñar, predicar, evangelizar, traducir la fe en acción. Pero, además de necesaria, es inevitable: cada vez que, como creyentes, abrimos la boca, aunque sea sólo para leer un texto, estamos incluso en las palabras que realzamos en la simple lectura, interpretando, diciendo algo de Jesucristo, de Dios, de la fe, de la iglesia, de la salvación, algo que es bueno o malo, verdadero o distorsionado, constructivo o negativo, claro o confuso, oportuno o desubicado. No podemos evitarlo: y es una grave responsabilidad. La teología es un instrumento indispensable, que todos usamos»[5].
Si, como dice Míguez, hacemos teología aún cuando ni siquiera sabemos que la estamos haciendo, vale, entonces, preguntar ¿cuáles son, además de la iglesia, las otras instancias donde sucede la labor teológica? Aquí, por razones de espacio y de propósito señalaremos una que es obvia: el hogar.
En el seno informal y espontáneo del hogar, en ese ambiente desprovisto de los cánones rigurosos de la academia, se hace la inevitable teología. En muchos casos, la magna teología. En la casa es donde surgen, se desarrollan y se reproducen las primeras afirmaciones de la fe. En muchos casos, esas afirmaciones serán las declaraciones y vivencias más elocuentes que tiempo después repercutirán en la vida adulta. Entre los juegos, las bromas y las conversaciones francas se elabora la teología casera.
El testimonio del Antiguo Testamento reseña la manera como se producía una parte de la teología entre el pueblo de Israel:
«Escucha Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Grábate en el corazón estas palabras que hoy te mando. Incúlcaselas continuamente a tus hijos. Háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. Átalas a tus manos como un signo; llévalas en tu frente como una marca; escríbelas en los postes de tu casa y en los portones de tus ciudades» (Deuteronomio 6: 6-9)[6]
Una instrucción que implicaba mucho más que simples repeticiones. Se exigía más que la memoria porque implicaba la asimilación de la Ley de Dios y la consideración atenta de sus repercusiones en la vida práctica. Son versículos breves que sirven como punto de partida de la enseñanza sobre la justicia social, la espiritualidad y la ética, entre otros aspectos sustanciales para la vida del pueblo. Edesio Sánchez señala que en este pasaje «nos ofrece entretejidos de manera magistral, el qué y el cómo, el contenido y el proceso de la enseñanza. En el pasaje encontramos el sujeto: los padres; el receptor: los hijos; el contenido: “estas palabras”; el lugar: el hogar; el tiempo: toda la actividad humana habitual; la forma: la comunicación oral, escrita y práctica»[7]. Es un texto que ofrece perfecto balance entre el contenido y el lugar del quehacer teológico; es decir, entre la centralidad de la ley de Dios como referente privilegiado del pensar teológico y el hogar y la cotidianidad como los espacios preferenciales para hacerlo.
El pueblo de Dios en el Antiguo Testamento hizo teología mientras caminaba, hablaba, discutía, dormía y se levantaba. La vida era el escenario de las acciones de Dios y por lo tanto, mientras ella trascurría, se pensaba la fe y se descubrían las relaciones que ella tenía con toda la existencia. Era, además, un proceso que involucraba todo el ser: corazón, alma y fuerzas. Era una teología integral e integradora de la vida.
Estos antiguos principios formativos y estas viejas maneras de construir el conocimiento fueron muchos siglos después enunciados en su formato erudito por el pedagogo y filósofo estadounidense John Dewey (1859-1952), fundador de la llamada educación progresista, quien afirmaba que la educación recibida en las instituciones escolares representaba una mínima parte de la educación global. Para él, existen múltiples formas de educación indeliberada puesto que toda la vida educa. «Se aprende», dice Leonardo Boff, «no sólo en la escuela. Se aprende durante toda la vida y mediante todas las formas de vivir»[8].
Si hablamos de la formación espiritual y de la educación teológica, todo lo dicho antes adquiere mayor sentido. En América Latina, por ejemplo, resulta fácil comprobar la importancia decisiva que ha tenido el hogar como centro de formación ―y, en muchos casos, de deformación― teológica. En el ambiente de la familia y mientras la vida trascurre se aprende de manera «no intencionada» acerca de la trascendencia, de Jesús, de los ángeles y de los demonios; se es adoctrinado para temer al purgatorio, para rezar a los santos y para rechazar al diablo. Católicos y protestantes repiten sus respectivos catecismos, celebran sus fiestas religiosas y reproducen una fe que en la práctica social sigue sirviendo para poco. De la mano de los adagios populares se reciben las primeras intuiciones teológicas que nos hicieron relacionar más mal que bien la fe con la vida. Se aprende, por ejemplo, que «Dios le da pan al que no tiene dientes», que «Dios no castiga ni con palo ni con rejo», que los logros llegan siempre que estemos «a Dios orando y con el mazo dando». Y muchos más con alto ―a veces ofensivo― contenido teológico: «A quien Dios no le dio hijos, el diablo le dio sobrinos», «Dios aprieta pero no ahoga», «Cuando Dios no quiere, los santos no pueden», «El hombre pone y Dios dispone», «A golpes se hacen los santos», «Cuando el diablo envejece se vuelve monje», o este otro «La cruz en los pechos y el diablo en los hechos».
El refranero popular es también catecismo. Entre frases de las abuelas y dichos de los vecinos se intuyen imágenes de Dios que definen las bases de la religiosidad popular latinoamericana y que, en muchos casos, mantienen plena vigencia durante la vida adulta. Por estos caminos informales de la educación llegan las primeras percepciones teológicas. En el caso particular de los hogares protestantes, aunque el refranero religioso no goza de tanta autoridad (por aquello de que se sospecha de todo aquello que no tenga respaldo literal en la Biblia), su lugar lo ocupan las frases sueltas de los maestros y maestras de la Escuela Bíblica Dominical, los versículos áureos que se repiten en el hogar y en la iglesia, los dibujos que acompañan las lecturas bíblicas infantiles, las amenazas bienintencionadas de los padres y las madres a la hora de imponer la disciplina o de forzar las prácticas espirituales. Dichos y hechos, consentimientos y sentimientos que moldean las maneras de imaginar a Dios, de leer las Escrituras, de celebrar la fe y de estructurar la vida.
Desde los primeros años se hace teología y, en la mayoría de casos, fuera de la iglesia y lejos de los centros formales de educación religiosa. De allí el valor que tienen el hogar, el vecindario y la familia extendida, entre otros espacios formativos primarios, para la conceptualización y la vivencia de la fe. A esto seguramente se refería el apóstol Pablo cuando elogiaba la fe de Timoteo, la que había sido alimentada y cuidada desde temprana edad:«trayendo a la memoria la fe no fingida que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida, y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también» (2 Timoteo 1:5). Mejor ejemplo aún el que se lee acerca de Jesús en Lucas 2:41-50:
Los padres de Jesús subían todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, fueron allá según era la costumbre.Terminada la fiesta, emprendieron el viaje de regreso, pero el niño Jesús se había quedado en Jerusalén, sin que sus padres se dieran cuenta. Ellos, pensando que él estaba entre el grupo de viajeros, hicieron un día de camino mientras lo buscaban entre los parientes y conocidos. Al no encontrarlo, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al cabo de tres días lo encontraron en el templo, sentado entre los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas Todos los que le oían se asombraban de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando lo vieron sus padres, se quedaron admirados.
—Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? —le dijo su madre—. ¡Mira que tu padre y yo te hemos estado buscando angustiados! —¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre? Pero ellos no entendieron lo que les decía.
Así que Jesús bajó con sus padres a Nazaret y vivió sujeto a ellos. Pero su madre conservaba todas estas cosas en el corazón. Jesús siguió creciendo en sabiduría y estatura, y cada vez más gozaba del favor de Dios y de toda la gente.
En este caso, la formación teológica del niño de Nazaret ―la que se ganó la admiración de los encumbrados doctores de Jerusalén― mana natural, espontánea y familiarmente. Entre el algarabío de la caravana de peregrinos, la lealtad a las tradiciones religiosas, los debates de los maestros de la ley y los reclamos de José y María, crece la fe del pequeño Jesús y madura su forma de relacionar esa fe con su vida diaria. Jesús afirma su individualidad como persona humana que tiene criterios y toma decisiones («¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre?»), que tiene inquietudes y lanza cuestionamientos («sentado entre los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas»), que asombra con su sagrada curiosidad a los expertos de la ley y logra confundir con sus actitudes a papá y mamá («ellos no entendieron lo que les decía»). ¡Supremo ejemplo de formación teológica desde temprana edad!
Decir formación teológica, entonces, es apelar a la formación integral para la vida comprendida y confrontada desde la perspectiva particular de la fe, en nuestro caso de la fe cristiana. Esa educación comienza en la casa, se desarrolla en el vecindario, florece en la comunidad de fe y se pone a prueba en cada circunstancia diaria. Es una formación que fluye sin la rígida programación de la escuela y sin los cánones escritos de la religión institucionalizada.
Y en este proceso, el hogar debe figurar como actor central. De lo contrario la teología seguirá siendo asunto de intelectuales de la fe que elucubran pensamientos profundos en una isla del saber, atractiva, pero distante.
La propuesta es, por lo tanto, hacer teología desde la cotidianidad. Esto significa pensar la fe en medio de las relaciones interpersonales de cada momento, entre los afanes de la existencia, mientras transcurre la jornada diaria, en el momento cuando surgen las interrogantes y las dudas, en fin, cuando se está fuera del templo pero no fuera de la vida. Y en esta dinámica emocionante de reflexionar mientras se actúa –y sobre lo que se actúa-, el hogar debería ocupar un puesto de honor. Si la teología es inevitable y si todo educa, entonces, la urgente tarea de formar una nueva generación de cristianos, maduros en su fe, profundos en sus convicciones y fieles a su vocación de servicio en el mundo, es también responsabilidad de los hogares. Es cierto, la teología comienza en casa.
[1] Citado por Juan Stam, Sobre la teología de las reformadores. Unas reflexiones, en: Haciendo teología en América Latina, Volumen 1, Misión Latinoamericana-Visión Mundial-Fraternidad Teológica Latinoamericana-Universidad Bíblica Latinoamericana, Guatemala, 2004, p. 245.
[2] René Padilla, en: Nuevas alternativas de educación teológica. Nueva Creación, Buenos Aires, 1986, p. 6.
[3] Según Paul Tillich, la teología es «… la ciencia en la cual la Iglesia expone el contenido de su mensaje críticamente, esto es, midiéndolo por medio de las Sagradas Escrituras», citado por Alberto Roldán en: ¿Para qué sirve la teología?, FIET, Buenos Aires, 1999, p. 25-26
[4] Cf. Leonardo Boff y Clodovis Boff, Cómo hacer teología de la liberación, Ediciones Paulinas, Bogotá, 1986, p. 20-23.
[6]Todas las citas han sido tomadas de la Nueva Versión Internacional, Sociedad Bíblica Internacional, Miami,
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