Piedras en las manos
(A la luz de Juan 8:3-11)
¿Cuánto odio cargábamos aquel día, Jesús?
¿Cuánto rencor llevábamos acumulado en el alma?
¿Desde cuándo nos venía corroyendo
nuestra incapacidad de comprender, de aceptar,
de dejar-ser, de no juzgar, de amar?
¿Cuál era el motivo real de nuestras acciones violentas?
¿Por qué tomamos piedras en nuestras manos?
¿Realmente sentíamos el deseo de matar?
¿Qué nos había pasado, maestro?
¿Cuándo perdimos el rumbo
y olvidamos las enseñanzas de Dios?
“Misericordia quiero, y no sacrificio,
y conocimiento de Dios…”,
nos pide el profeta.
Pero nosotros ignoramos su voz
y despreciamos el mandato divino.
Y allí nos encontramos, tus ojos fijos en los nuestros,
el odio transformándose en vergüenza,
las piedras pesando en las manos,
y una culpa dolorosa que nos apretaba el corazón.
No éramos más ni mejores que nadie.
No teníamos derecho a hacer lo que hicimos
con aquella mujer que empujamos a tus pies
y a hacer lo que hicimos a tantas y tantos
en el nombre de un Dios cuya confianza malversamos.
Pero tú nos ayudaste, buen Jesús.
Nos ayudaste a soltar las piedras que cargábamos,
esa manifestación visible
de nuestras frustraciones y de nuestros miedos,
de nuestras limitaciones para convivir y para aceptar lo diferente,
de nuestro deseo permanente de condenar
todo lo que conmoviera los endebles cimientos de nuestra religiosidad.
Nos enseñaste a reconocernos los primeros pecadores.
Y, abrazados en tu misericordia,
esa que libera y que sana,
esa que restaura y que renueva,
esa que impulsa a la conversión
y a andar caminos de encuentro y armonía
con nuestros prójimos y con la creación toda,
nos devolviste al rumbo del amor.
Abrázanos también hoy, Jesús,
para que podamos soltar las piedras
que día a día vamos cargando,
para dejar de lado todos los odios,
para desprendernos de toda violencia
y de los juicios apresurados.
Míranos con los mismos ojos que nos miraste entonces
cada vez que empujemos a tus pies
a quienes nos creemos con derecho a maltratar,
a humillar, a difamar, a condenar, a lastimar…
Ayúdanos a reconocer
la soberbia de nuestras reglas,
la cárcel de nuestros dogmas,
el peso de nuestras tradiciones,
la pobreza de nuestra espiritualidad,
la lejanía de tu voluntad…
Enséñanos una y otra vez
que el camino de Dios que nos viniste a compartir,
es el camino de la compasión,
el camino de la misericordia,
el camino del amor.
Míranos de tal modo que seamos capaces
de soltar las piedras que apretamos con fuerza.
Que, conmovidos por tu gracia,
podamos regresar a la vida
como personas nuevas,
transformadas por tu amor liberador.
Gerardo Oberman
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