Jaume Triginé

Posted On 23/07/2011 By In Biblia With 1638 Views

La gran paradoja: cuando la iglesia no es significativa para sus propios miembros

Son demasiados los cristianos que reflejan y frecuentemente verbalizan un estado de frustración con respecto a la iglesia, en su vertiente institucional. Como señalábamos en el primer trabajo de esta serie de artículos de temática eclesiológica, la insatisfacción se expresa en la pérdida de motivación, actitudes críticas, descompromiso, búsqueda de otras comunidades, alejamiento de la iglesia, pérdida de la fe…

La frustración es la distancia entre las expectativas y la realidad. La expectativa es la esperanza de alcanzar alguna cosa, tiene que ver la posibilidad razonable de que algo acontezca. Son mis sueños, deseos, necesidades. Todos tenemos expectativas en todos los órdenes de la vida. Los cristianos también las tenemos en relación con la iglesia. Cuando la realidad eclesial viene a coincidir en buena parte con lo que esperábamos de ella, nos sentimos satisfechos; pero cuando la realidad se aleja de la expectativa nos sentimos frustrados y desanimados. Diríamos que, por la cantidad de insatisfacción que se detecta en el plano eclesial, el desajuste entre las expectativas de los fieles y la realidad de la institución debe de ser importante. La iglesia, por lo tanto, debe plantearse caminos de renovación tanto para volver a ser significativa para el no creyente como para que sus miembros vean atendidas sus necesidades razonables en un sentido holístico o de integralidad. En ello está en juego el cumplimiento de su misión.

Sin duda, algunas expectativas pueden ser desproporcionadas, ilusorias, incluso fuera de lugar. Corresponderían a las de aquellos cristianos con dificultades para asumir el principio de la realidad y, por ende, las de aquellos que esperan de la comunidad lo que esta no siempre puede dar de sí. Las comunidades también tienen sus límites. La trama de la acción del Espíritu Santo en la iglesia queda entretejida por la urdimbre de la realidad humana con sus limitaciones en recursos económicos, materiales y humanos. Algunos cristianos exigen de sus iglesias, de los creyentes con los que se relacionan y de los ministros que gestionan la comunidad aquello que ellos mismos no están en condiciones de aportar. Su estado de insatisfacción es permanente y su actitud crítica un obstáculo para visualizar en la iglesia los valores propios del Reino de Dios: justicia, paz, amor, alteridad, servicio… limitando con ello su atractivo y dificultando que otros crean.

Pero, en este artículo, queremos pensar en los frustrados, digamos, por criterios objetivos. Aquellos que esperan actitudes, conductas y repuestas razonables, no utópicas o inalcanzables de sus iglesias. Que practican el principio de la realidad. Que saben, como escribió el poeta, que «los sueños, sueños son». Que no están instalados en la utopía. Que procuran aportar, construir, influir positivamente, proponer, sugerir, servir, amar… Que no esperan más que lo que el sentido común y la Palabra de Dios nos dejan entrever con respecto a la comunidad de fe. Pero que al no hallar ni unos mínimos imprescindibles para la supervivencia espiritual, terminan en el desencanto y en la sensación de que es inútil todo esfuerzo a favor de la renovación de la iglesia. Son aquellos que también entienden que no siempre la iglesia puede responder al conjunto de las necesidades de todos sus miembros, ya que la atención de las necesidades personales debe equilibrarse con el desarrollo armónico de los ministerios funcionales, pero que tampoco perciben este equilibrio necesario. En definitiva, son aquellos que se enfrentan, semana tras semana, a motivos objetivos para su frustración y desánimo.

Las razones por las cuales la iglesia no siempre es significativa para sus propios miembros son plurales y heterogéneas. No tienen por qué coincidir en las distintas comunidades. Si bien hay un sinnúmero de combinaciones causales, en la mayoría de estas constelaciones descubrimos, entre otras, algunas de las siguientes causas interrelacionadas entre sí:

  • El mantenimiento en posiciones de liderazgo en algunas iglesias, por no decir bastantes, de personas a las que las nuevas dinámicas sociales, culturales, los cambios de valores y de paradigmas… les han sobrepasado y adolecen de capacidad adaptativa y de respuesta a los nuevos retos, de todo orden, que nos plantea el siglo xxi. Se confirma que si bien la voluntad es necesaria, ya no es suficiente si no se es capaz de modificar los marcos mentales (frames) para aprender a desaprender y, de este modo, poder abrirse conceptualmente a nuevas realidades.
  • El ejercicio del pastorado o de otras responsabilidades ministeriales por parte de personas con insuficiente formación secular o teológica que generan un conflicto de principios y conceptos al predicar y enseñar, desde su limitación formativa, presupuestos bíblicos de corte literalista que difícilmente pueden ser asumidos por colectivos con una mayor preparación como jóvenes universitarios, profesionales, empresarios… Líderes que sustituyen la reflexión teológica por la superficialidad doctrinal, ejemplos fuera de lugar y hasta la broma de dudoso gusto.
  • El que determinados derechos humanos sean más respetados en la sociedad que en la misma iglesia (estructuras de corte autocrático con significativas limitaciones para el cristiano de base a la hora de tomar decisiones; asambleas en las que se busca más la aprobación de determinadas cuestiones, decididas en la cúspide organizativa, que su discusión democrática; reducción del papel de la mujer al no poder acceder, en algunas familias denominacionales, al pastorado, diaconato u otras funciones eclesiales).
  • La exclusión y marginación de las voces más críticas y proféticas que, interpretando los signos de los tiempos presentes, señalan nuevas opciones que posibilitarían fermentos de regeneración y nuevos caminos de renovación. Pero ya hace medio siglo que el psicólogo K. Lewin explicó la fenomenología de las resistencias al cambio por parte de quienes perciben en él una pérdida de su statu quo, poder e influencia. La motivación del poder, expuesta por McClelland en su teoría motivacional, continúa tristemente vigente en personas y colectivos eclesiales a pesar de que las enseñanzas de Jesús nos invitan a renunciar a él para incorporar, en su lugar, una actitud de servicio.
  • La oleada de evangelicalismo en la que, en muchos casos, percibimos una obsesión por una ortodoxia excluyente de toda posición doctrinal distinta a la propia que conduce, inevitablemente, al dogmatismo y a la falta de diálogo. ¿Dónde queda el respeto por las posiciones de otras denominaciones? En el campo protestante siempre habíamos respetado las posiciones tanto teológicas como eclesiológicas de los demás y tales diferencias no habían sido un obstáculo para trabajar juntos en determinados proyectos. Pensar que estamos en posesión de la verdad absoluta y que los demás están equivocados es contrario al espíritu del evangelio. A muchos creyentes se les hace difícil convivir con tanta endogamia, más propia de estructuras sectarias que de la iglesia de Jesucristo.
  • La polarización excluyente entre los presupuestos de la fe y los de la razón filosófica o científica. La incapacidad para integrar las esferas de la existencia (la naturaleza, lo visible, lo fáctico, la realidad empírica; esto es, cuanto se basa en la percepción sensible y se corrobora por la experiencia y la práctica científica) y de la trascendencia (el ámbito de la divinidad, de lo invisible, de lo sobrenatural; basado en la experiencia religiosa privada). Ciertamente, desde una óptica exclusivamente materialista, hay quienes rechazan los presupuestos de la religión por irracional y la radicalización desde esta posición conduce a las opciones ateas y agnósticas. Pero cierto es también que, desde algunos posicionamientos cristianos, se considera la inteligencia fáctica como ciega; la radicalización, en este supuesto, es el fanatismo religioso que provoca su rechazo por parte de aquellos creyentes que desean vivir su fe de modo más adulto.
  • Un énfasis desmesurado en el sistema organizativo, en estatutos y reglamentos… que, ciertamente, tienen la finalidad de ordenar la vida de la comunidad de fe para que esta pueda llevar a término su misión espiritual. Ahora bien, cuando el sistema de organizar la iglesia, las normas de actuación privadas y públicas… se convierten en una finalidad por sí mismas, de modo que su gobierno, su eclesiología, su doctrina o confesión de fe… terminan por preocupar más que su propia finalidad (adoración a Dios, desarrollo integral de los creyentes, evangelización, obra social, compañerismo cristiano…), hemos convertido un medio en un fin y esto, en lenguaje bíblico, es idolatría.
  • La falta de adecuación a las expectativas lícitas de los miembros en cuestiones eclesiológicas como la posibilidad de una celebración más íntima y serena de la fe que permitiese la introspección y la apertura a la trascendencia. El púlpito no puede devenir escenario ni el servicio religioso convertirse en espectáculo como en ocasiones acontece. Esto no significa que no pueda o deba darse una mayor libertad litúrgica y expresiva en función de variables que deben ser atendidas como son la edad, la personalidad o el contexto cultural de procedencia de los miembros.
  • La ausencia de una predicación entendida como respuesta a las necesidades personales, familiares, sociales o eclesiales de los creyentes. Y es que contextualizar la Palabra de Dios en el aquí y en el ahora es la manera de lograr su efecto salvífico y su eficacia regeneradora. También la falta de respuestas a las dudas e interrogantes sobre los grandes temas de nuestro tiempo que el cristiano, como ciudadano del mundo, también se formula y en ocasiones con mayor intensidad: participación política, ecumenismo, diálogo interreligioso, ecología y sostenibilidad del medio ambiente… Cuestiones bioéticas acerca del inicio de la vida (la práctica del aborto, la utilización de embriones con fines terapéuticos, la reproducción asistida…) y del final de la misma (testamento vital, eutanasia, suicidio asistido…).
  • La carencia de un espacio en el que poder ejercitar los dones que el Espíritu Santo concede a los creyentes para que la iglesia pueda atender sus funciones, derivadas de su misión y naturaleza espiritual. Hay demasiados cristianos frustrados por no encontrar en la comunidad posibilidades reales de servicio a pesar de la invitación de la misma a ejercer sus dones. Es este campo, discurso y praxis no siempre marchan en paralelo.
  • La falta de apoyo, de comprensión, de amistad, de acogida, de cercanía… en situaciones difíciles como enfermedad, situaciones familiares disfuncionales, paro, dificultes económicas… Paradójicamente, cuanto mayor es la comunidad, en términos numéricos, mayor es también la posibilidad de sentir la soledad y la exclusión de forma muy cercana.

Ejemplos de esta falta de significación de la iglesia para los propios creyentes los encontramos, además de los ya expuestos en el inicio del artículo (frustración, actitudes críticas, descompromiso…), en la pérdida de miembros, en general, y de jóvenes, en particular, a pesar de ser un colectivo sobre el que presta una especial atención; en la constitución de grupos con finalidad compensatoria más que como estrategia eclesial como son las comunidades de base en el catolicismo y los grupos, células… en el protestantismo.

Como señala con tristeza V. Codina, «la vida del cristiano en la iglesia de hoy no es nada fácil. A muchos cristianos nos duele la iglesia. Pero en esta situación es necesario esperar contra toda esperanza como Abraham. Hoy la pertenencia a la iglesia, sentirse iglesia, pasa por la cruz». Y si pasa por la cruz de la pérdida de significación para los que están fuera, como señalábamos en el anterior artículo, Nos cuesta hacernos entender, y también para los que están dentro, pasa también por su reforma, en un sincero intento (no en clave de estrategia humana, sino en dependencia sensible a lo que el Espíritu Santo dice a las iglesias) de continuar siendo la luz y la sal en un mundo demasiado carente de sentido a través de seguidores de Jesús que proclaman su mensaje motivador, abierto a todos y libre de condicionamientos.

Jaume Triginé

Barcelona, julio de 2011

Jaume Triginé

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