“He andado muchos caminos (…) y he visto gentes que danzan o juegan (…) donde hay vino beben vino, donde no hay vino, agua fresca. Son buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan y en un día, como tantos, descansan bajo la tierra”
(Antonio Machado)
Así describe el poeta a las gentes sencillas del mundo rural castellano que él tan bien conocía. Buenas gentes anónimas cuya bondad simple y sin exhibiciones tanto le impresionó. Pero ya ha llovido bastante desde los tiempos en que llamar a alguien “buena persona” era un elogio. Hoy es casi un insulto pues todos preferimos de nosotros que digan que somos dinámicos, cultos, inteligentes, bellos, influyentes, ingeniosos, ambiciosos o brillantes.
Tanto el sentido común como la Palabra de Dios nos dicen que, pese a su relatividad y nulo mérito (en sentido estricto sólo el Padre es Bueno) la bondad moral es una de las más altas virtudes que puede tener una persona; sin embargo tendemos a minusvalorarla ante otras cualidades. Es más, frecuentemente, concedemos la bondad como una especie de premio de consolación cuando no podemos decir nada más: “Fulano no será muy inteligente …pero es buena persona”.
Y es que, en el fondo, no nos hace demasiada gracia que nos califiquen, simplemente, de “buenas personas”. Nos sabe a poco. Nos gustaría que nos valorasen por algo más. Otras virtudes suponen tener un cierto éxito entre los que nos rodean pero ser bueno, las más de las veces no nos supone más que la valoración de las muy pocas personas que realmente aprecian esa cualidad. Que suelen ser cada vez menos.
Si vemos la bondad como una cualidad “de segunda” es porque creemos, erróneamente, que ser buenos es algo fácil al alcance de cualquiera; mucho más fácil que ser cultos o inteligentes. Y lo creemos porque, quizá, nunca nos hemos propuesto serlo en serio. Otras veces creemos que ser buenos es el único recurso que les queda a los que no se atreven a ser otra cosa; una especie de sustituto del valor o de la fuerza. Olvidamos que, todo aquel que no tiene valor, fuerza u ocasión para ser malvado no merece jamás que le llamen bueno porque sus bondades no pasan de ser cobardías, perezas, pusilanimidades o impotencias.
A otras valoradas cualidades no solemos ponerles límite; a la bondad sí. No creemos que haya razones para no desear ser cada vez más cultos o más importantes pero pensamos que ser bueno está bien…pero hasta cierto punto. Quien rebasa ese punto acaba siendo, como afirma la siempre mezquina “sabiduría popular”, más que bueno…tonto. “Buenismo”, le llaman despectivamente, al fenómeno.
En realidad, la verdadera bondad es crítica, positiva y proactiva (nuestro mejor y óptimo ejemplo es el mismo Jesús de Nazaret), una entrega tan profunda al amor al prójimo que no podrá darse en quien está demasiado alerta para que no le tomen por tonto. Aquel que tiene demasiado cuidado de su imagen para no quedar nunca en evidencia, aquel que se preocupa en no “meterse en líos” ni “meterse con nadie” nunca llegará a ser bueno de verdad…aunque sólo sea en el sentido tan relativo en que los humanos podemos serlo.
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