“¡Levanten la voz, aplaudan y canten salmos!
¡Canten salmos al Señor al son del arpa!
¡Al son del arpa eleven sus canciones!”
Salmo 98:8b-9, NVI
Crecí en una comunidad de fe
en la cual el aplauso estaba prohibido,
la alabanza estaba reprimida, la gratitud limitada.
Una comunidad, como muchas, en la que la alegría
no se traducía en gestos que pudieran
hacerla evidente y tangible.
El culto debe ser “solemne”, decían,
con la mejor cara de velorio
y el gozo bien escondido en algún rincón del alma.
Poca memoria de Miriam,
de sus danzas y de sus panderetas,
y del David que bailaba y gritaba su felicidad.
¿Qué habrá sido del espíritu de los salmistas,
que invitaban al uso de instrumentos varios,
a la percusión, a la creatividad,
al descubrimiento del cuerpo en movimiento
como un modo de rendir culto a la divinidad?
No he aprendido a danzar
y mis manos son torpes para seguir un ritmo,
apenas si me animo a expresar abiertamente
mi alegría y mi júbilo en mi comunidad.
Pero, en este Adviento,
ante la realidad que duele en mi país
y ante las señales de muerte en un mundo lastimado
por los odios, las intolerancias, las ambiciones
y por las decisiones soberbias de los poderosos,
quiero aplaudir al Dios que sigue viniendo,
que insiste en el amor a su pueblo,
que se hace cercano una vez más,
que nos invita a andar con él
y a construir con el Jesús del pesebre
un mundo de oportunidades nuevas.
Y quiero cantar y danzar
y gritarle a quien quiera oír
que un nuevo día viene en que,
libremente y sin pudores
y sin nadie que lo reprima,
todos y todas bailaremos
junto a la creación redimida
por la gracia salvadora de Dios.
