“El Señor es tierno y compasivo;
es paciente y todo amor.” (Salmo 103:8)
Hoy me confieso cansado. ¿Será eso un pecado?
Y no es por la fecha del año
ni porque me esté poniendo viejo…
Es otro cansancio, más hondo,
más profundo, más difícil de explicar.
Un cansancio que no se quita con las horas dormidas
ni se disimula con la mejor de las sonrisas.
Me cansan
las amistades que traicionan,
las iglesias de la tibieza que deshonra la gracia,
las personas creyentes que no ejercitan la solidaridad
y que son indiferentes a la necesidad de sus prójimos,
el ser humano egoísta, autosuficiente,
la política que sirve al dios dinero
y se olvida de servir al ser humano.
Me cansan
las injusticias, la justicia corrompida,
los tribunales de los sobornos,
el periodismo obsecuente,
la mentira fácil que nadie chequea.
Me hastían
quienes aplauden decisiones
que provocan hambre, dolor, discriminación, muerte,
en sus hermanas y hermanos.
¿Cómo es posible ser tan miserable persona?
Me fastidia
la risa obscena del rico que se sabe impune
pero también la cobardía
de quienes temen defender sus derechos.
Me cansa,
tal vez porque me pesa,
este mundo cada vez más lastimado, más exclusivo,
más cruel, más individualista, más perverso,
cada vez menos parecido a aquel que Dios soñó
como casa común, bella y armoniosa, para sus hijos e hijas.
¿No es verdad que también tú te sientes cansado, cansada?
¿Qué cosas te cansan a ti?
Pero, aun así, con todo el cansancio a cuestas,
mi alma alaba a Dios.
Porque es el Dios de la ternura,
el Dios cariñoso, el Dios compasivo,
que nos abraza en nuestros cansancios,
porque nos comprende,
porque conoce lo que duele
y lo que pesa en el corazón.
Y en su abrazo amoroso, nos renueva, nos fortalece
y nos anima para seguir andando y luchando…