El suicidio es el único problema filosófico verdadero –Albert Camus scripsit– y, añade que, hemos de responder a esa cuestión fundamental juzgando si la vida vale la pena o no vale la pena de ser vivida.
Es bien conocido el planteamiento de Camus (en su ensayo El mito de Sísifo) que dice que nunca vio morir a nadie por un planteamiento ontológico (ni Galileo se dejó matar por su verdad científica, e hizo bien –dice Camus), pero en cambio muchas personas mueren, se suicidan, porque creen que la vida no vale la pena de vivirla.
Aunque la OMS (Organización Mundial de Salud) reconoce la dificultad para tener datos estadísticos fiables sobre el suicidio en todos los países del mundo, lo reconoce como un problema de salud pública muy grave. No repetiré cifras que se pueden ver fácilmente en su página Web (vgr.: cada 40 segundos se da una muerte por suicidio), pero es fácil advertir que Camus tiene mucha evidencia a su favor: el problema gordo, el que realmente importa, queda expuesto por el suicidio y es simple: juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirse.
Quien se quita la vida nos confiesa, en cierto modo, que ya no puede o no quiere seguir viviendo porque sufre demasiado y la vida no compensa ese sufrimiento. Ese dolor le ha hecho evidente algo absurdo en la condición humana: el vivir como si todas nuestras acciones tuvieran un sentido o un propósito. Pero ocurre que no es difícil que ese sentimiento del absurdo se apodere de nosotros: incluso es algo que aparece tempranamente, por ejemplo en la adolescencia, cuando se nos desnudan algunas verdades ingratas, como el duelo por la infancia y los padres de la infancia, como el dolor de crecer y no hallar fácilmente un lugar en el mundo (suave e implacablemente “exigente” con sus imágenes y postureos).
Freud, en su impecable texto El malestar de la cultura, se pregunta, y nos compele a meditar, si en verdad hay un sentido para la vida que nos permita hallar dicha en ella. Cuestiona las respuestas que ofrece la religión, pero también el amor (dónde más frágiles nos hallamos –dice Freud– y más desdicha conocemos) e incluso se muestra muy pesimista en poner excesiva esperanza en el avance de la ciencia, porque no podía ignorar la incisiva presencia de esa “pulsión de muerte”, que se manifiesta como angustia, sentimientos de culpa y necesidad de auto castigo, que son parte del sufrimiento psíquico humano.
Conocemos la respuesta de Camus: se decanta por esperar, por vivir lo máximo posible con lo que nos es dado, con el tiempo que nos es dado (puesto que tan sólo somos eso: tiempo). Dice que es un error anticipar la muerte, precipitarnos al salto. Camus piensa que el suicida claudica, que se somete mansamente a la muerte. Quien se suicida agota todo lo dado, es decir lo recibido per gratia.
No es fácil seguir la propuesta de Camus de seguir viviendo, con una libertad disciplinada que resiste y se levanta para aprovechar al máximo el tiempo que se tiene.
Es una libertad lúcida y a la vez desoladora: la libertad de quien sabe que los sentidos de la vida son ilusiones que pueden desmoronarse, que lo absurdo del vivir puede aparecérsenos al doblar la esquina. Y esa libertad es también un camino árido y cuesta arriba, que a veces parece repetirse como un sin sentido, al modo de Sísifo (ese hombre castigado por los Dioses, condenado a empujar cuesta arriba del monte una gran roca que, poco antes de llegar a la cima, cae cuesta abajo por su propio peso, y Sísifo tenía que bajar por ella, y vuelta a comenzar).
Camus no soluciona el problema, ciertamente. Pero lo esclarece lúcidamente y se atreve a hacernos una propuesta. Puede convencer o no. Se puede impugnar o buscar otras salidas. Propone una dedicación al presente, al tiempo que tenemos, como un acto de rebelión que no tiene otra causa que resistirse al dolor del sinsentido.
A mí me gusta mucho el final de su ensayo, donde Camus nos dice que Sísifo se vuelve a su roca, y tan sólo puede ser dueño de ese instante, y puede entonces abrazar una cierta dicha. Frente a esa roca, “cada fragmento mineral de esa montaña, llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a la cima basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.”
Hay que imaginarse a Sísifo feliz. Puede ser una broma, pero me parece que Camus apunta hacia donde todos, o muchos al menos, hemos tenido cierta experiencia: me refiero al juego infantil, ese tiempo en el que se tomaba todo a la ligera y muy en serio, a la vez.
Porque al final allí parece estar la clave del tiempo que nos es dado, que no es sino una cierta eternidad del presente. Y esa clave consiste en poder conjugar la levedad y la gravedad del juego, que es otra forma de hablar de la determinación para esperar y vivir al máximo el instante.
Aunque merodeen los fantasmas que tientan al suicidio.
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Víctor Hernández es Doctor en psicología. Psicoanalista en práctica privada.
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