Espiritualidad del ceño fruncido,
del ropaje adecuado, del ritual,
del mero cumplimiento, del formato premoldeado,
de la palabra repetida, del recitado autómata,
del “siempre se hizo así”.
Espiritualidad de elites, de pocas personas elegidas,
que discrimina lo diferente,
que desprecia lo que desafía,
que no acepta el disenso,
que impone un discurso
que se traduce en prácticas que alienan.
Espiritualidad de sitios privilegiados,
espiritualidad del oro, de la apariencia,
del engañoso brillo de la soberbia,
espiritualidad de los explotadores
del mercado de la fe y de las vidas.
Espiritualidad del jesús de ocasión,
espiritualidad cosmética, efímera,
descontaminada de compromisos.
Espiritualidad de juicios rápidos,
de miradas torcidas y de manos lavadas,
de sensibilidad atrofiada.
Espiritualidad de cadenas, de muros infranqueables,
de imposiciones, de diezmos forzados,
de almas esclavizadas al capricho del ungido de turno.
¡Dios nos libre de esas espiritualidades!
Espiritualidad de la sospecha,
de la duda, de la búsqueda,
de los caminos nuevos que se van abriendo,
de los descubrires que renuevan,
de las formas que se deforman
para crear la novedad que se hace relevante
para cada tiempo, para cada lugar, para cada vida.
Espiritualidad de la mano tendida, del abrazo sincero,
del corazón que se compadece y se conduele,
de la alegría que se contagia y del pan que se comparte.
Espiritualidad de los espacios generosos,
de la comunidad multicolor, inclusiva,
de liderazgos sanos, horizontales,
de palabras capaces de contener,
de acciones que ayuden a transformar
las desesperanzas en sueños,
los miedos en oportunidades,
las angustias en liberación.
Espiritualidad de la fe que obra
y de la obra que afirma la fe.
Espiritualidad evangélica, de la noticia buena,
espiritualidad que respeta la tierra,
que es una con la creación toda,
que respira al ritmo de la gracia,
que late junto a otros y otras,
buscando el mundo pleno
de la justicia que trae la paz.
¡Ah, benditas estas espiritualidades!