Posted On 05/12/2018 By In Biblia, portada With 4714 Views

La esencia del cristianismo | Alfonso Pérez Ranchal

¿Qué es aquello que podemos considerar como auténticamente cristiano? Expresado de otra forma, ¿cuál es el núcleo, el meollo, el centro desde donde comenzar a comprender la fe, aquello que  sirva de guía para dirigir la vida cristiana?

¿Se trata en sostener una determinada teoría de inspiración bíblica? ¿Tal vez la respuesta se encuentre en el libro de Hechos y en la acción del Espíritu Santo sobre las congregaciones? ¿Está la clave en una fe inquebrantable, en buscar la prosperidad a toda costa o en sentir cada vez con mayor fuerza la acción del Espíritu divino? En claro contraste, ¿será lo más conveniente considerar las Escrituras y la mentalidad bíblica como algo proveniente del pasado, de una cosmovisión precientífica que debe ser superada en todos y en cada uno de sus relatos?

Sin duda, el judaísmo primero y posteriormente el cristianismo no se consideraban a sí mismos como el resultado de tradiciones puramente humanas, esto es de la acumulación de experiencias cotidianas explicadas en términos sobrenaturales. Tanto para unos como para otros la irrupción de Dios en la historia se había producido. No se trata, por tanto, de la creación del teísmo desde la antropología, sino de la consideración de la revelación divina desde el propio ser humano. El hombre no inventa a Dios, sino que lo explica desde su realidad, su entorno y su historia.

La Biblia en cuanto Palabra de Dios, es el registro en términos humanos de un encuentro personal entre Dios y el hombre, que conforma la historia de la salvación y guía la experiencia creyente. Como tal historia, con el lenguaje, localización, símbolos y figuras propios de un tiempo y situación históricos, obedece a los parámetros de lo temporal, la situación a la que originalmente corresponde. La atemporalidad de las verdades de la revelación no está en su forma, sino en su contenido, en cuya apropiación existencial e intelectual intervienen factores de fe, formación, estudio y momento histórico.[1]

De todas estas consideraciones se desprende algo esencial, y es que sin una auténtica revelación divina no podría existir un cristianismo real, distintivo, y por el contrario se trataría de otro tipo de religiosidad en medio del ancho mar de las espiritualidades humanas. 

Esta revelación fue registrada en las Sagradas Escrituras, tanto de judíos como de cristianos. Por tanto, es allí a donde deberemos ir para intentar responder a la cascada de preguntas iniciales.  Pero aquí se produce uno de los mayores problemas que en el presente tiene cierto cristianismo: ¿dónde está lo genuinamente cristiano en la Biblia? ¿En toda ella? ¿Es lo mismo el libro de Levítico que el de Amós? ¿Extraemos las mismas conclusiones en Josué que en Lucas? Como consecuencia de esta desorientación es que se dan posiciones enfrentadas, serias descalificaciones y no pocas acusaciones.

S. Russell apunta:

No todos los libros de la Sagrada Escritura eran considerados con la misma autoridad, así como tampoco las tres secciones en las que estaba dividida inspiraban la misma autoridad. Los judíos situaban como formando un edificio de tres pisos, en el cual, el más alto representaba la Tora, el próximo los Profetas y el inferior los Escritos.

Desde Esdras en adelante el judaísmo, que gradualmente se desarrolló, concedió la mayor de la importancia a la revelación como tal de la Tora dada por Dios a Moisés, y reconoció la subsiguiente historia como de mucha menos importancia...[2]

El judaísmo en el cual vivió Jesús en absoluto creía que toda la Escritura que ellos poseían era igualmente inspirada y, ni mucho menos, con la misma autoridad. Por encima de todo estaba la Torá, lo que nosotros llamamos Pentateuco. Después venían los “Profetas”, y a mucha más distancia los “Escritos”. Ellos tenían muy claro que si algo aparecía en, por ejemplo, el Deuteronomio era esto lo normativo, lo esencial y lo verdaderamente inspirado.

El cristianismo parece que está muy desorientado en este sentido. Con una idea fijada a fuego que sostiene que todo lo que está en la Biblia tiene la misma inspiración, autoridad y vigencia lo paradójico se da cuando aparecen diferencias enormemente marcadas que se traducen en posiciones muy distanciadas unas de otras.

Un numeroso grupo está de continuo hablando con términos del Antiguo Testamento. Acaban encarnando posiciones duras, legalistas, auténticos asesinos de la alegría y de la Gracia. Curiosamente muchos de los que pertenecen a grupos carismáticos también han encontrado en esta división de nuestras Biblias un arsenal de términos que, bajo la pretendida acción del Espíritu, los colocan como centro de su espiritualidad. Así hablan de adoración, de templo, de unción, de profecías, de entrar en la presencia de Dios, etc.

Los carismáticos han encontrado aquí su razón de ser. Han extraído estos vocablos y expresiones, y para “actualizarlos” han considerado que el libro de Hechos es el adecuado. Es bajo el poder del Espíritu Santo que la iglesia verdadera debe vivir, y este poder tiene sus manifestaciones en lo que llaman dones sobrenaturales. Lenguas, milagros, éxtasis, profecías… es el estado natural en el que viven y es el que toda iglesia verdadera debe procurar.

En medio de estos dos extremos podemos colocar a otro gran grupo que toma tanto de unos como de otros. En ocasiones se consideran a sí mismos como creyentes “equilibrados”, ya que bajo su criterio desechan unas interpretaciones y potencian otras, y dicen no identificarse con ninguno de los dos grupos anteriores. Lo que todos ellos parecen no haber comprendido es que la Biblia no es un todo que deba ser considerado como normativo para los cristianos.

El judaísmo del Segundo Templo llegó a entender esto de manera muy clara, ya que necesitaba fundamentar su vida de fe como pueblo escogido, y de esta forma hicieron esa estructura de tres pisos en donde colocaron en lo más alto los escritos atribuidos a Moisés.

Jesús participada de esta concepción y es en este contexto en donde el evangelista Juan nos informa de lo siguiente:

“Porque la ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos vinieron por medio de Jesucristo”(Juan 1:17).

Juan nos está diciendo que lo más relevante de toda la Escritura no es un libro o un texto más sino una persona. La revelación máxima y final es Jesús de Nazaret y su figura se encuentra registrada en los Evangelios. Son estos Evangelios los que tienen toda la prioridad y relevancia sobre cualquier otra porción escritural. La razón es que únicamente entendiendo la figura del Verbo encarnado llegaremos a tener la clave para la comprensión del resto de la revelación escrita.

Los judíos habían hecho de la Torá el centro de su vida religiosa. Eran los escritos de Moisés los que se consideraban con una inspiración sin igual, una autoridad por sobre todo lo demás. Jesús nos compele a que hagamos lo mismo con su persona. Es esencial que comprendamos que el cristianismo se trata de precisamente esto, del seguimiento del Maestro tal y como él nos los marcó.

No es cierta, por tanto, la caricatura del Dios legalista que algunos nos quieren hacer creer; tampoco el supuesto poder, unciones y prosperidad que otros nos pretenden colar, ni por supuesto los que nadan en medio tomando, sin ningún criterio claro, de aquí y de allí. La centralidad de la fe no hay que buscarla ni en Moisés ni en el libro de los Hechos, sino en el Jesús que presentan los Evangelios canónicos. Si comprendemos su figura y propuesta, entenderemos el resto, de lo contrario estaremos distorsionando su mensaje y traicionando su persona.

Ser cristiano, por tanto, no es considerarse por encima del resto de mortales, no es ascender a la categoría de ángel encarnado, sino todo lo contrario, vivir la plenitud de lo humano. Debemos imitar a un Hombre que decía ser la encarnación de la voluntad divina.

Cualquier tipo de espiritualidad que pretenda parcelar la vida, que quiera enseñar que hay personas más santas que otras, que existen lugares o días especiales o determinadas artes a evitar, por ser “mundanas”, es falsa. Dios es el creador de la vida, de las flores, de la inteligencia, de los sentimientos, del arte, de todo. Fue Él el que después de cada día de la creación dijo que lo realizado con sus manos era bueno.

Jesús consideró que existía más grandeza en los lirios del campo que en todo el esplendor del rey Salomón. Le gustaba verse rodeado de niños, disfrutaba acudiendo a un banquete de bodas, quería estar en compañía de los suyos.

Sus parábolas hablaban de la vida cotidiana, del quehacer diario de cada persona y era allí, en cada momento, que Dios acontecía, que estaba presente.

El abrazo a un amigo o una tarde de cine con tu mujer puede ser algo enormemente espiritual y, en esta línea, puede ser un acto totalmente pagano ir un domingo a la iglesia. La fe se vive, se es, no se escenifica.

Si podemos abrazar, si somos capaces de disfrutar con nuestros hijos y si damos nuestro dinero para los más necesitados, se debe a que la voz del Maestro de Nazaret nos ha traspasado, nos ha transformado. Como consecuencia, un nuevo sentido y significado ha adquirido nuestra existencia, toda ella, al completo.

Conocer esto es la verdadera vida, saber apreciarlo, la verdadera adoración y, vivirlo, la verdadera santidad.[3]

De esta forma se evidencia que la propuesta cristiana es un cambio radical de vida. Es un llamado a la imitación de Jesús. La madurez de la que tanto hablará el apóstol Pablo es precisamente la encarnación de los valores del Reino. El único futuro que tiene el cristianismo es precisamente darse cuenta de esto. Sobran los teólogos y los cristianos de salón así como también los creyentes con “experiencias sobrenaturales”. También están de más los indiferentes, aquellos que tienen una idea escapista de lo que es la redención. No somos almas salvadas esperando la otra vida, ya la poseemos para marcar la diferencia en la presente.

… uno lo que está logrando es algo que se convertirá, a su debido tiempo, en parte del nuevo mundo de Dios. Todo acto de amor, de gratitud y de amabilidad; toda obra de arte o de música que se inspiran en el amor a Dios, así como en el deleite de la belleza de su creación; cada minuto que se dedique a enseñarle a un niño con alguna discapacidad severa a leer o a caminar; toda acción dirigida a cuidar y educar a los demás, a darle consuelo y respaldo al prójimo, y no tan sólo a nuestros hermanos humanos, sino también a las demás criaturas no humanas y, sin lugar a dudas, toda oración, toda enseñanza que se base en el Espíritu, toda acción que sirva para difundir el Evangelio, que construya la iglesia, que adopte e incorpore la santidad, pero no la corrupción, y que haga que se honre el nombre de Jesús en el mundo entero, todo esto logrará encontrar su camino a través del poder de la resurrección de Dios para ingresar a la nueva creación que Dios hará algún día. Esa es la lógica de la misión de Dios. La recreación por parte de Dios de su mundo fabuloso, que ya ha empezado con la resurrección de Jesús y que continúa de forma misteriosa a medida que el pueblo de Dios vive en el Cristo resucitado y en el poder de su Espíritu Santo, significa que aquello que hacemos en Cristo y mediante el Espíritu está presente y no se desperdicia.[4]

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[1]A. ROPERO, Introducción a la filosofía(Terrassa, CLIE, 1999) 38.

[2]D. S. RUSSELL, El período intertestamentario(El Paso, Casa Bautista de Publicaciones, 1997) 55.

[3]Este párrafo está tomado con algunas diferencias de un artículo que ya escribí en su momento y que se llamaba “La verdadera espiritualidad”. https://www.lupaprotestante.com/blog/la-verdadera-espiritualidad/.

[4]N.T. WRIGHT, Sorprendidos por la esperanza(Miami, Convivium Press, 2011) 280.

 

Alfonso Pérez Ranchal

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