Posted On 30/03/2020 By In Opinión, portada With 1933 Views

El pecado de la indiferencia. Fraternidad en tiempos de virus | Máximo García Ruiz

Una de las afirmaciones de mayor contundencia que han formulado sociólogos contemporáneos para describir nuestro mundo actual es que el mayor pecado de nuestro tiempo no es la maldad, sino la indiferencia. A la maldad se la ve venir y se pueden crear anticuerpos para combatirla; la indiferencia convierte “al otro” en un ser invisible del que no sólo se ignora todo, sino que se rehúye cualquier conocimiento que pudiera conducir a adquirir algún tipo de compromiso.

Los efectos de tres guerras devastadoras, dos de alcance mundial y una fraterna en España, en la primera mitad del siglo XX, fueron un acicate para que los líderes occidentales se plantearan crear otro tipo de sociedad mejor que la anterior bajo el paraguas de dos conceptos fundamentales: democracia y derechos humanos. Ambos conceptos impulsaron la creación de una sociedad más solidaria, más inclusiva, fomentando lo que se ha conocido como el Estado de bienestar.  La modernidad dio paso a la posmodernidad y ésta configuró la falacia de la posverdad para disfrazar sus grandes mentiras y, al tiempo que las nuevas generaciones han ido olvidando las consecuencias de las guerras que ni conocieron ni sufrieron, se ha ido gestando un tipo de egoísmo demoledor que comienza parcelando el espacio geográfico, bien sea por razones étnicas, económicas, culturales, idiomáticas o de cualquier otra índole, para terminar levantando barreras no sólo ideológicas sino físicas, que le aísle “del otro”, que ha dejado de ser hermano para convertirse en enemigo; en el mejor de los casos, se trata de hacer al otro invisible. En cualquier caso, se trata de no permitir que, “el otro”, nos invada con sus problemas.

La configuración de esta sociedad posmoderna tendrá que conjugar conceptos nuevos sin dejar de lado los antiguos que, aunque estén en desuso en buena medida, siguen siendo válidos, como son democracia, solidaridad y derechos humanos, a la par que se despoja de ese virus conocido como individualismo que ha infectado la sociedad contemporánea. Un nuevo concepto, aunque no nuevo, sino en desuso, es espiritualidad, que no es equivalente a religiosidad, aunque en ocasiones puedan ir de la mano. Un nuevo y profundo sentido de espiritualidad que contenga una nueva dosis de misticismo, capaz de crear un nuevo paradigma que transforme la indiferencia hacia el otro en visibilidad y ayude a derribar las barreras que impiden reconocerle como hermano.

En nuestro mundo occidental, especialmente en el entorno protestante, resulta complicado identificar el concepto espiritualidad, mucho más si lo hermanamos con misticismo. Gandi vinculaba la espiritualidad al silencio. “Nuestra vida, decía Gandi, es una prolongada y ardua búsqueda de la verdad; y para alcanzar la cima más elevada, el alma requiere reposo interior”. Y en un mundo con tanto ruido, no resulta sencillo optar por el silencio.

Un silencio para poder escucharnos a nosotros mismos, para tomar conciencia del otro y para llegar a escuchar a Dios. Un silencio creativo que nos pone en comunicación con la naturaleza, que ayuda a meditar lo que se dice y lo que se calla, que hace que no se pronuncie nunca una palabra de más. El propio Gandi decía: “La fe no existe para ser predicada, sino para ser vivida”. Sobra tanto ruido que acompaña a las religiones animadas por el propósito de hacerse oír.

Con frecuencia ciframos nuestro interés en buscar novedades con las que saciar nuestra curiosidad, atender nuestras apetencias u ofrecer nuestra verdad a los demás, sea el que fuere. El profeta inviaba a interesarse por los caminos y las verdades antiguas, aparte de que, frecuentemente, lo que llamamos novedad no es otra cosa que verdades olvidadas. Lo nuevo no es bueno por el hecho de ser algo diferente, sino por absorber la verdad recibida y añadirle la esencia de lo nuevo que sea capaz de enriquecerla. La meditación nos ayudará a descubrir las viejas verdades. Por el contrario, con frecuencia, propuestas novedosas insustanciales ocultan viejos paradigmas con valor inmutable.

El antídoto de la indiferencia es la fraternidad. Algo nada novedoso. Un paradigma antiguo que arranca del inicio de los tiempos. La posmodernidad religiosa rechaza los mitos como algo antiguo y busca otras fórmulas para aproximase y expresar la verdad. De nuevo cabe reformular la pregunta ¿qué cosa es verdad? ¿La que nosotros percibimos de forma individual o la colectiva que ha ido reconfigurándose a lo largo del tiempo? Lo antiguo queda integrado y superado en lo nuevo, no desechado. Lo cierto es que las verdades más profundas únicamente alcanzamos a explicarlas mediante mitos que es la forma de explicar lo inexplicable. Así es que seguimos necesitando los mitos para poder referirnos a ciertas verdades.

La primera de esas verdades es aceptar que no somos sujetos únicos. Olvidar esa verdad, ignorar que los sentimientos y sensaciones del otro son equiparables a los nuestros, conduce a perder la genuina perspectiva de nuestra existencia. Necesitamos superar el sentimiento de que somos sujetos únicos, porque ese sentimiento es el que nos incita a hacer nuestra la propuesta edénica de que podemos ser semejantes a Dios. Ese es el pecado original, creernos únicos. El antídoto, comprender que o nos salvamos todos o no se salva nadie.

Todos los males tienen su inicio en la ruptura de la fraternidad entre Caín y Abel que desemboca en la ruptura de la humanidad tratando de construir una torre que les introduzca en un ámbito prohibido. El camino de regreso está en recomponer las relaciones fraternas, admitiendo y promoviendo la existencia y los derechos del otro a nuestro propio nivel.

Nos toca vivir una experiencia única a nivel mundial con motivo del coronavirus Cobid-19. La humanidad entera está implicada. Los hay que no lo entienden o no lo quieren entender y parecen rechazar que forman parte de un todo. Son aquellos que a nivel personal o, incluso, a nivel colectivo, han creído que podrían zafarse de esta situación, pero la realidad es pertinaz y nos ha colocado a unos en situaciones críticas de infección y a otros confinados en sus viviendas o recluidos en recintos especiales, esperando poder librarse de esta pandemia. El mensaje es claro: o ponemos los medios para intentar librarnos todos o nos alcanza a todos. O nos amamos en tiempos de esta cólera especial, recuperando la fraternidad humana, o perecemos todos. O salimos de nuestros pequeños refugios religiosos y montamos una Gran Fraternidad Universal y tratamos de salvarnos todos, o no hay salvación para nadie.

Y una vez salvados, preguntar por las sendas antiguas de la espiritualidad transreligiosa, aquella que supera incluso los límites escasos de las religiosidades pacatas, propiciando una fraternidad universal que abrace a toda la humanidad. Cada uno en su casa, pero todos en una casa común.

Máximo García Ruiz

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