Posted On 08/09/2020 By In Biblia, eclesiología, Liturgia, Liturgia, Pastoral, portada, Teología With 2168 Views

El fin del Antiguo Testamento y de la omnipotencia divina | José Luis Avendaño

REPUESTA A LA RUINOSA DECISIÓN DE EXCLUIR TODA ALUSIÓN AL ANTIGUO TESTAMENTO EN LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS, Y A NO MENCIONAR EL ATRIBUTO DE LA OMNIPOTENCIA DIVINA EN EL MARCO DE CREDOS Y CONFESIONES.

Es indiscutible que se debe evitar, ¡qué duda puede haber sobre esto!, incurrir en un extremado literalismo bíblico a la hora de incorporar las imágenes y el comportamiento respecto a Dios, dados en el marco del antiguo testamento, a la comprensión ya cristiana de éste, y aquello en lo que guarda conexión, por supuesto, con su relacionamiento con el creyente, la iglesia, y asimismo el ser humano, la sociedad, el mundo.

Naturalmente, no es necesario insistir en los enormes disparates en que ha venido a dar esa inmediata extrapolación de todo aquello a la realidad presente, sin las debidas y necesarias herramientas hermenéuticas, exegéticas, teológicas para su correcta contextualización y aplicación. Baste pensar, simplemente, en los lamentables espectáculos a este respecto que se ofrecen cada día entre los sectores más fundamentalistas del mundo evangelicalista. Empero, y más allá de esta penosa y a ratos muy patética tendencia, debemos insistir en que tal comprensión veterotestamentaria de Dios y su actuar no puede quedar, y hablamos aquí en términos estrictamente ya cristianos, desligada para todos sus efectos de su revelación definitiva para el ser humano en Jesús de Nazaret, y esto, en el sentido de que aquel Dios absolutamente otro del antiguo testamento, se ha hecho, por decirlo así, en Cristo, absolutamente nuestro, y que su definición fundamental en tanto aquel Dios tres veces santo (Is 6, 3) que actúa como aquel mysterium fascinans et tremendum, ha sido ya mediada en ese mismo Cristo y el mensaje central del nuevo testamento, por el amor, tal como podemos leerlo ya en la primera carta de Juan 4, 8, en donde se afirma sin más de Dios que éste es su principal distintivo, su esencia.

No obstante, aquello, no quiere decir, ni mucho menos, que la revelación definitiva en Cristo resulte en una simple eliminación de aquel conjunto de promesas y esperanzas contenidas en el marco de la fe veterotestamentaria o, que a partir de esa final revelación, se haya comenzado a anunciar a un Dios completamente nuevo, distinto, sin ninguna relación ya con el Dios de Israel: Allá, en el antiguo testamento, el Dios omnipotente, airado, el Dios de la ley, en otras palabras, el Dios malo. Acá, en el nuevo, el Dios bondadoso, amoroso, lleno de gracia, dicho de otro modo, el Dios bueno. De continuar en este extraviado razonamiento, se entenderá, no sólo se recaería en la antigua herejía marcionita, sino que se estaría, además, en abierta contradicción con todos los avances de las ciencias bíblicas, las cuales anuncian ya al unísono la imposibilidad de desligar a Jesús, el Cristo, del mundo espiritual y de ideas propio del judaísmo de la época, como asimismo de las categorías religiosas representativas del antiguo Israel. En tal sentido, Jesús no sólo puede insistir en que no ha venido a abolir la ley y los profetas (Mt 5,17), sino que toda su predicación, comportamiento, final destino sería incomprensible sin aquella su profunda ligazón de fe y conocimiento con el Dios de Israel y las tradiciones del antiguo testamento. Lo mismo, por supuesto, puede decirse también de toda la literatura neotestamentaria.

Por lo demás, debemos recordar la insistencia de Lutero tocante a que amplias secciones del antiguo testamento contienen evangelio, como que, así también, el propio nuevo testamento, los evangelios, el mensaje de Jesús, ley. Así las cosas, por lo tanto, sostener que a fin de salvaguardar aquel rostro de Dios lleno de gracia y amor que nos ofrecería el nuevo testamento y particularmente, claro está, Jesús, implicaría por necesidad excluir el recurso del antiguo testamento y su comunicación de un Dios que en la exacerbación de su omnipotencia es incapaz de condescender con el ser humano, relacionándose con éste únicamente desde la ira, la arbitrariedad, la imposición es, en definitiva, no comprender ni el mensaje de las Escrituras, tanto antiguo como nuevo testamento, como tampoco saber diferenciar correctamente el uso de la ley y evangelio.

Es cierto que en el mensaje central del nuevo testamento, y como bien lo enfatizará, Lutero, la ira es siempre conquistada por el amor y la ley por el evangelio. Con todo, el mensaje de la ley, aunque superado por el evangelio, y la ira de un Dios santo que se levanta contra el pecado y el pecador, superada, sin embargo, en el amor, sigue constituyendo parte integral de la esencia de Dios, aun cuando no formen parte de su opus promprium sino más bien de su opus alienum. Lo mismo, en efecto, habría que decir de la omnipotencia de Dios, sin la cual no sería posible ni el acto de la creación, la encarnación, la resurrección, la redención, la vida eterna, en conclusión, la historia de la salvación, como tampoco la victoria definitiva sobre el reino del mal, el sufrimiento, el sinsentido, la muerte, en otras palabras, el reino mismo de Satanás, y cuya comprensión más profunda e íntima descansa en la dimensión de aquel Deus absconditus, ante cuya santidad, poder, otredad, ningún ser humano podría permanecer en pie.

Por lo mismo, una iglesia que rehúsa a referirse a la omnipotencia o el poder de Dios, si se quiere, a su opus alienum, en el marco de los credos, confesiones, alusiones veterotestamentarias, pero, incluso, también en el marco del nuevo testamento, y la celebración litúrgica, en la medida en que aquello, se sostiene, confabularía con el rostro compasivo e inclusivo de Dios que se quiere proyectar para la sociedad actual, es decir, ya posmoderna, no sólo invalida con aquella obtusa reticencia aquella suficiencia de la divinidad que le permite llevar a cabo su obra y cumplir con sus promesas, sino que cercena además un elemento inalienable de su propia esencia en tanto divinidad, en definitiva, aquello que posibilita que la disponibilidad de Dios en Jesús, su “nuestredad”, no se convierta simplemente en domesticación de la divinidad o en su descarada utilización y aprovechamiento simplemente para los fines de afirmar una agenda ideológica. Ciertamente, no es necesario ser extremadamente perspicaz, para llegar a descubrir que el resorte último de este tipo de insistencias, a la vieja usanza de la herejía gnóstica, no pasa precisamente por un desborde incontenible de gracia y amor para con el mundo, cuanto el hallarse ya completamente secuestrados por el espíritu de la cultura dominante, y el no querer herir o incomodar, en consecuencia, la susceptibilidad del ciudadano de dicha cultura, que juzga el valor de una declaración, mensaje, propuesta en directa relación con que estos aparezcan como reforzando o no su propia autonomía -aunque, en realidad, ésta ya sea la elección del ideologismo de esa cultura hegemónica- a fijar el criterio de lo que considera correcto, valioso, verdad y, desde luego, su propio derecho a configurar su particular proyección de lo que estima debe ser la divinidad.

Pero, entonces, ¿qué hacer con aquellos textos veterotestamentarios que nos resultan altamente incómodos, molestos, inoportunos, que desafían profundamente nuestras visiones de Dios, nuestra teología? ¿Deconstruirlos, relecturizarlos o, lo que es lo mismo, censurarlos, excluirlos, eliminarlos, tal como lo suelen hacer las mayorías de las teologías contextuales o del genitivo? Ya hemos dicho, nuestra lectura cristiana del Dios veterotestamentario debe estar siempre mediada por su revelación definitiva en Cristo, cuya máxima expresión es la cruz del Crucificado. Empero, esto tampoco significa que en virtud de este principio fundamental quede eliminada toda la tensión entre el antiguo y el nuevo testamento, que la fe y la religiosidad veterotestamentaria no posea sus particulares categorías de pensamiento, que exista la Biblia judía, como asimismo aquella ciencia denominada como “teología del antiguo testamento”. En última instancia, y como bien nos lo recuerda Hans de Wit, tales textos molestos, incómodos, escandalosos, “malos”, como él mismo los denomina entre comillas, apuntan simplemente a aquella “diversidad” de las Escrituras, que las teologías del genitivo tanto se afanan en reivindicar, a la presencia de aquel “otro”, que estas mismas corrientes tanto llaman a visibilizar y respetar. Nos señalan, por último, y más allá de nuestras preferencias teológicas, que son asimismo parte constitutiva del canon y, por lo tanto, antídoto eficaz contra lecturas unificantes, cerradas o sesgadas por un particular ideologismo.

 

José Luis Avendaño

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