No podemos negar que a veces andamos a la ligera queriendo meter a Dios por la fuerza en nuestros deseos. Ante lo que creemos una falta de respuesta, nos atrevemos a ponerle un plazo. Decimos: Te doy tantos meses para que me contestes; o si de aquí a tal día no me respondes, haré esto o aquello.
Es así como tratamos de manipular con descaro al Señor. Es más, le retamos haciendo público nuestro deseo en reuniones de oración. Ponemos a la congregación como testigo entre él y nosotros, queriendo forzar aún más que nos conceda y solucione lo que pedimos. Y si de alguna manera lo hace y su respuesta no es de nuestro agrado, volvemos a ponerle otro plazo. Creemos que no nos ha entendido bien. Repetimos y repetimos el ruego como quien juega al solitario y la partida no le sale a la primera. Al final, hacemos lo que queremos y nos sentimos justificados, puesto que el que había de contestar no lo ha hecho según lo que esperábamos. No nos importan las manifestaciones del Espíritu que se producen a nuestro alrededor. No aceptamos la posibilidad del silencio. O somos sordos pues, aunque intuimos que lo que queremos no es lo correcto, queremos que venga Dios en persona a decírnoslo. O sea, que lo que se nos mete en la cabeza en un principio, lo llevamos a cabo hasta el final. Porque sí, porque es nuestra voluntad la que debe ser aceptada.
Estos plazos son engañosos ya que se entremeten en la fe, la esperanza y la cordura.
¿Nos hemos propuesto manipular al Señor a nuestro antojo? ¿Quiénes somos para poner límites o plazos al que es Dios de todos los tiempos?
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