Jean-François Lyotard, filósofo francés, profesor de la Universidad de Paris, acuñó el término postmodernidad en el año 1979 en su obra: La condición postmoderna. Junto a otros autores describe este momento histórico como una época en la que los grandes relatos que pretendían proporcionar un sentido o actuar como vectores hacia paraísos futuros han desaparecido de la conciencia colectiva. Ya no son creíbles para el hombre y la mujer contemporáneos.
Se ha perdido la fe tanto en las utopías políticas (comunismo, progreso, cultura…) como en los postulados religiosos. Las formulaciones espirituales, con pretensiones explicativas o respuestas a las cuestiones existenciales, son considerados mitos pretéritos en un contexto empirista y racionalista. Máxime cuando la narración, con evidentes connotaciones metafísicas, es presentada como si de historia objetiva se tratase; hecho que, con demasiada frecuencia, acontece como resultado de hermenéuticas de corte fundamentalista.
La globalización, el acceso a la información, Internet, el contacto con otras culturas… nos ha situado junto a otros relatos; descubriendo que estamos conviviendo con otras cosmovisiones y que nuestra explicación de la realidad, hasta ayer nuestra única verdad, queda diluida junto a otras perspectivas. De la verdad absoluta de antaño al relativismo del presente.
La postmodernidad es contraria al dogmatismo o a la presunción de quienes, en cualquier ámbito, pretenden que sus planteamientos sean considerados como verdades incuestionables. En el terreno religioso, los planteamientos dogmáticos son percibidos como posicionamientos acríticos y poco reflexivos. El testimonio en nuestra época ha de ser dialogal si no queremos ser percibidos como sectarios. Ya no es posible ni inteligente apelar al está escrito. A los argumentos tradicionales no se les confiere autoridad. Es imprescindible emplear razones, evidencias… desde la propia experiencia vital.
Los maestros de la sospecha (Ludwig Feuerbach, Karl Marx, Sigmund Freud) y posteriormente Friedrich Nietzsche prepararon el camino del ateísmo nihilista que, en la postmodernidad, deviene una categoría más de nuestro universo sociológico. Dios ya no forma parte de la ecuación. Esto no significa una pérdida de sentido de la realidad; sino la aparición de nuevas formas valorativas, nuevos sentidos…, que no proceden de referentes externos al individuo, como en etapas anteriores.
Las denominadas espiritualidades laicas ejemplarizan el cambio de paradigma. Esta modificación de la referencia final, que otorga sentido a la existencia, nos invita a pensar no tanto en una crisis de Dios, sino de la imagen de la divinidad interiorizada históricamente. Quizá es momento para reflexionar qué concepto están transmitiendo las iglesias del Misterio de amor que nos envuelve. ¿No estaremos hablando demasiado (naturaleza, atributos…) en lugar de reconocer que nos hallamos frente a lo inefable? ¿No estaremos transmitiendo conceptos inasumibles para una sociedad que se percibe entrada en una mayoría de edad? ¿Tendrá razón el filósofo Ludwig Wittgenstein cuando nos recuerda que de lo que no se puede hablar, mejor es callarse?
El nihilismo postmoderno comporta también una buena dosis de materialismo dialéctico. No hay, por lo tanto, más realidad que la vida presente. Futuros metafísicos (juicio, cielo…) no son más que proyecciones o huidas de las condiciones alienantes del presente.
La moral es, por lo tanto, subjetiva y nos enfrentamos al relativismo con el consiguiente peligro que cualquier ideología quede justificada desde su aceptación social.
No es fácil para el creyente dar razón de su fe en este contexto ideológico influido también por la realidad virtual, impregnada de los valores postmodernos y transmitida por los medios de comunicación de masas y las nuevas tecnologías de la comunicación que crean una especie de universo paralelo. Como sugiere el filósofo Jean Baudrillard la representación de la realidad es más real que la realidad misma.
El mensaje creyente debe incardinarse en la experiencia personal. Han quedado atrás las apologéticas tradicionales de carácter doctrinal y sus pretensiones demostrativas. Simultáneamente, el testimonio cristiano requiere acercarse a la compleja realidad y a las específicas circunstancias de las personas. Con ello nos situamos en la mística de ojos abiertos de Jean Baptist Metz, para hacernos presentes, de modo especial, en los espacios donde la vida duele.
Se hace imprescindible acompañar a nuestro prójimo en su caminar existencial y, desde su situación específica, empatizar y atender sus necesidades, como pueden ser las de orden material (en las que se hallan tantas personas como resultado de la actual crisis sanitaria y económica), de orden psicosocial (soledad, marginación, desánimo…) o de orden trascendente (carencia de sentido, dudas espirituales…) que las nuevas ideologías no necesariamente resuelven.
La sociedad postmoderna requiere que la iglesia desarrolle su teología desde la praxis. Es necesario el giro antropológico del que hablaba Karl Ranher. Debe comprometerse, junto a cuantos trabajan para promover la justicia y la paz, en la transformación del mundo haciendo presente el Reino de Dios. Debe denunciar las injusticias sociales y económicas, los casos de corrupción, la doble moral… Desmond Tutu señalaba que permanecer neutral delante de la injusticia es escoger el lado de los opresores. Debe colocarse al lado de los últimos mediante experiencias de solidaridad. Este es el nuevo relato.
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