¡Oh, Dios!, cuánto duele la soledad de estas noches navideñas para muchos. Noches tan sin luna que les alumbre y tan sin estrellas que les acompañen.
En sus hogares, la lluvia de buenos y antiguos recuerdos se precipitará con furor empañando sus mentes. Formarán arroyos que correrán, como las penas, garganta abajo y se harán visibles en sus ojos porque golpearán con furia el ser interior.
Son corazones desnudos y anónimos para el mundo, pero tú los conoces. ¡Mira cómo sangran, Señor, esperando tu presencia! ¡Mira cómo te aguardan y desean tu misericordia!
¡Oh, Dios!, cuánto duele la soledad de estas noches tan especiales para muchos, tan sin luna y tan sin estrellas para otros que se encuentran solos, lejos de sus seres queridos; para los que han perdido algún miembro de su familia; para los que están sin trabajo; para los desesperanzados de encontrarlo; para los que viven con vergüenza a causa de la caridad ajena; para los despreciados; para los que se han esforzado en sus estudios y se sienten verdaderos inútiles; para los que han perdido sus casas; para los enfermos; para los que fijan su mirada en las compras, las fiestas y la comida que sólo los llenará unas horas; para los que no te conocen.
Los recuerdos y las inseguridades golpean estos días con fuerza. Traen sufrimiento y desazón. Permite, Dios, que se ablande nuestro entendimiento, que no nos acostumbremos como algo habitual a las desgracias ajenas, que seamos sensibles y estemos prestos a la empatía, a ser prójimos de nuestros próximos.
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