Todos habitamos múltiples espacios: casa, universidad, oficina o taller, calles, bosques… sin ser plenamente conscientes de cuál es su influencia en los diferentes niveles de nuestro ser existencial: cuerpo, psiquismo y espíritu. Las ciencias sociales señalan que los contextos, en un sentido amplio, condicionan las experiencias y modulan las acciones. Ejemplos actuales del valor otorgado a los ambientes en los que nos desenvolvemos pueden ser, entre otros: el Feng Shui que, además de la estética y la funcionalidad, pretende mejorar la calidad de la vida doméstica o los Baños de bosque, paseos intensivos en la naturaleza con finalidad terapéutica frente al estrés.
Es conocido el papel de la arquitectura, la distribución de los espacios, la creación de ambientes, los materiales y sus texturas, los colores, la luz… en nuestras sensaciones de comodidad, bienestar, molestia, opresión. Hay espacios que deshumanizan, violentan… mientras que otros acogen, integran, serenan, tranquilizan…; porque toda obra humana tiene componentes de símbolo y su propio lenguaje. El filósofo Ernst Cassirer (1874-1945), nos recuerda que una de las principales características del ser humano es su aptitud para la elaboración de símbolos y su posterior capacidad interpretativa.
Nuestra dimensión espiritual necesita el símbolo y la belleza como epifanías que nos permiten adentrarnos en el Misterio que nos sustenta. Desde la Grecia clásica, el bien (o la bondad), la verdad y la belleza se han asociado a valores fundamentales del ser humano. Actitudes hasta cierto punto indisociables; por lo que, cuando se pierde la capacidad de gozar y celebrar la belleza en su dimensión estética y también moral, existe el riesgo que también se diluya la fuerza atractiva del bien y la verdad.
El pragmatismo y el utilitarismo, que preside grandes segmentos de la sociedad como son los programas educativos, el quehacer político, el mundo de las finanzas, las relaciones interpersonales…, no favorecen demasiado el desarrollo de la sensibilidad para captar y apreciar la belleza natural que nos envuelve o la que es propia de la creación artística: arquitectura, escultura, pintura, música, literatura…
Salvando honrosas excepciones y hablando en términos muy generales, no parece que las comunidades evangélicas, en nuestro aquí y ahora, sean especialmente sensibles a la necesidad de atender la dimensión estética de los espacios de culto. La conciencia de que las piedras constitutivas de la iglesia somos los propios creyentes, como nos recuerda Pedro: vosotros también como piedras vivas (2 Pe 2,5 RV60) y también Pablo: edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Ef 2,20 RV60), nos ha llevado a desatender las piedras físicas de los espacios compartidos como pueblo de Dios.
De igual modo, la plena convicción de que las personas creyentes somos el verdadero templo, como Pablo expresa en su carta a los romanos: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? (Rm 3,16 RV60), nos ha inducido a no considerar suficientemente la importancia de los espacios como elementos de mediación entre nuestra finitud y el elemento de Misterio que representa nuestra orientación a la divinidad. Quizá deberíamos considerar que la aceptación de estas doctrinas no tiene por qué entrar en contradicción con el diseño de los espacios de culto y el empleo de nuestros símbolos cristianos.
Los hábitats en los que nos desenvolvemos no son asépticos desde un planteamiento psicológico; siempre comunican algo. Por lo tanto, es un reduccionismo pensar que cualquier entorno es idénticamente facilitador de la experiencia espiritual. Cierto es también que la relación del creyente con Dios se produce desde su intimidad en cualquier espacio que este ocupe: su casa, paseando por el bosque, desde la cama de un hospital, viajando…
Ahora bien, nuestra orientación personal al Padre en cualquier momento y situación no excluye el hecho que, cuando el pueblo de Dios se reúne como comunidad de fe en un templo, una casa, el campo, un local o las redes sociales; atienda los aspectos estéticos y simbólicos. El espacio físico es percibido mediante los sentidos corporales y su primera función debería ser la de acercarnos al Misterio. La sencillez suele ser la belleza que nos permite la trascendencia. Materiales, texturas, luz… han de invitarnos al silencio, la introspección, el recogimiento, la elevación del pensamiento. En demasiadas ocasiones, los entornos físicos y ambientales en los que celebramos la fe reclaman nuestra atención en la dirección contraria y se convierten en obstáculos para superar la inmediatez del momento.
Junto al espacio físico, cabe considerar el espacio mental. En este caso, serán los símbolos cristianos: una cruz, la Biblia, el pan y el vino de la Santa Cena…y los signos propios del calendario litúrgico: Adviento, Pascua… los que nos invitan a entrar en la concreción de nuestra celebración: Jesús. La configuración del espacio mental y la concisión celebrativa requiere la mayor participación posible. No somos consumidores ni espectadores del culto, sino celebrantes.
Ello empieza a situarnos en la consideración del espacio como facilitador de las funciones de la iglesia: la adoración a Dios; la formación y el desarrollo de sus miembros; la presencia en la sociedad: evangelización y obra social; el compañerismo cristiano. Es el espacio celebrativo que nos invita a hacernos nuestro el Misterio en su plenitud revelada. El espacio posibilitador de la adoración; de la formación en la fe de niños, adolescentes, jóvenes y adultos; de posibles servicios sociales a la comunidad; de compañerismo y relación. Espacios flexibles, plurales y adaptados a cada función. Espacios facilitadores de aquello que somos llamados a hacer.
Desde la consciencia de ser templos del Espíritu Santo y piedras vivas del edificio espiritual que es la iglesia, cabe preguntarse si nuestros lugares de celebración son espacios mistagógicos en el sentido que nos invitan a: a) acercarnos al Misterio desde nuestra corporalidad y sentidos; b) celebrar nuestra fe y c) atender el conjunto de las funciones de la iglesia en nuestro presente y contexto.
La realidad social es dinámica, las necesidades son plurales y, si bien las funciones de la iglesia son universales, atemporales y objetivas; las formas celebrativas son locales, temporales y subjetivas. Los espacios requieren, pues, adecuación al tiempo presente; de lo contrario, podría darse el caso que el lugar de culto dejase de ser un espacio significativo para algunos colectivos. La integralidad de la experiencia religiosa requiere la inclusión de la belleza, la estética y el simbolismo.