Texto del día 5 de enero de 2021
Esta noche vienen los Reyes Magos y yo, como muchos y muchas otras, los recibiré lejos de casa y sola. Soy sólo un pequeño cosmos en el que la vulnerabilidad se ha hecho dramáticamente carne y se ha vivido en carne. Momentos de debilidad y ahogo pespunteados con chispas de fortaleza y perseverancia. El misterio de la vulnerabilidad es este: que ni fortaleza desahucia a debilidad, ni debilidad rige sobre fortaleza, sino que ambas se amparan mutuamente al calor del tacto divino. En esto, no hay ejemplo más claro que la propia vida de Jesús, quien se hizo fuerte en la debilidad, y en la debilidad alumbró vida infinita. Es en esta bendita asimetría, donde todo se acoge y todo se renueva, donde el morar cristiano se hace verdaderamente discipular.
Esto, que suena quizá muy místico y poético, tiene traducción muy simple: en la vida, hay momentos para todo. Y “todo” está bien. Hoy, sin embargo, leo con algo de sorpresa un texto titulado “¿Cómo identificar a una mujer de Dios?”, que ha estado circulando por Whatsapp y que encuentro bajo el curioso epígrafe de “Perlas preciosas”. El texto presenta aquellos rasgos que definen “a la mujer de Dios”. La “mujer de Dios”, dice el texto, ve las tempestades como oportunidades; llora, pero no se desespera; está siempre lista para la guerra; no desiste, sino que insiste; no habla, sino que actúa; no se cansa, sino que está siempre de pie; no se exalta, se humilla para ser exaltada; y otras muchas. El texto termina con dos ideas fundamentales. Una, la mujer de Dios es aquella que tiene conciencia de que con Dios lo puede todo. Y dos, la mujer de Dios es aquella para quien nada es imposible por causa de su fe.
Vaya por delante que no tengo ninguna duda de que quien escribió el texto, tanto como quien lo hace circular, lo hace con el deseo de exhortar y edificar a otras mujeres cristianas. Pero las palabras del texto chocan con mi experiencia de mujer creyente. En mi vida, he descubierto que no lo puedo todo, aun cuando Dios me acompaña. He descubierto que la demanda de imposibles y la asunción de expectativas inabarcables en nombre de la fe no me dejan respirar, aun cuando se presenten con collar de perlas. También he descubierto que la fe “no mueve montañas”, o más bien, que sólo mueve las montañas que tienen que moverse. Y al leer el texto, me doy cuenta de que, por un lado, la vía de relación que se nos propone a las mujeres con Dios (“una mujer de Dios”) nos exige lo imposible en una especie de malsano retorcimiento de la “naturaleza femenina” justificado por nuestra fe. Por otro, nos catapulta fuera del ámbito de actuación divina al sacrificar, en nombre de la perfección, la vulnerabilidad. Descubro que yo no soy una mujer de Dios, pero más preocupante, descubro que ninguna somos “una mujer de Dios”. Y esto es lo que realmente me aterra, porque según esto la vulnerabilidad no tiene lugar en Dios.
Hay dos cuestiones. Una es que a las mujeres se nos escamotee ese lugar de descubrimiento que es la vulnerabilidad, y en su lugar se nos proponga una teología de la perfección y sacrificio que condena nuestras finitudes. La vida, simplemente vivida, y aun mucho más la vida vivida en fe, enseña que no todas las tempestades son oportunidades. A veces, sobrevivir a la tempestad se lleva toda nuestra energía, y el que haya un mañana es más que suficiente. No hay ni energía ni inventiva para convertir el bolso en un improvisado cazo para achicar el agua de la barca. A menudo lloramos, y no, no son lágrimas de alegría. Son lágrimas de desesperación, pero que extrañamente, también son restaurativas. No, no siempre estamos listas para la guerra (ni debemos ir sin mirar), o incluso no saltamos a la menor oportunidad a ir por otros a la guerra, aun cuando traicione nuestro “cuidar y querer”, sea éste por opción o por falta de elección. La mujer de Dios actúa sabiamente, dice el texto… y eso a veces implica desistir y no insistir, lo que no dice el texto. Y sí, la mujer de Dios se humilla. ¡Viva el Magníficat! Pero, sobre todo, se humilla por elección, y se exalta porque es de justicia que así lo haga. Esto es poco menos que un imperativo ético hoy en día “con la que está cayendo” (y ha caído durante siglos). Y no, no paso por alto que, ciertamente, el sacrificio y la humildad tienen valor teológico. Más bien, cuestiono el motivo de la humidad, el para quién y para qué, el cuándo hay que humillarse y cuándo no, y qué teología hay detrás de la demanda no cualificada de humildad. Y hablando de humildad, no deja de ser curioso que la lista proponga una especie de teología del mérito femenino, además de proscribir cualquier muestra de debilidad por comprenderla corrosiva respecto a la salvación por vía de (silenciosa) abnegación.
A veces, somos fuertes, y a veces somos débiles – como pasa con toda la vida vivida, sea del signo que sea y seamos quienes seamos. Pero ni la debilidad ni la fortaleza son desconocidas una de la otra en nuestras biografías. No son, ni mucho menos, desconocidas de Dios. En esta tensión, en esta sabiduría de la fe, florece la vulnerabilidad. Aquí nos descubrimos como imitadores de Cristo. Aquí nos reconocemos como sujetos de salvación, como sujetos de gracia. Aquí es donde habita el sí de Dios. Aquí es donde debilidad y fortaleza se destilan la una de la otra y se vuelven a mezclar según los contornos de la vulnerabilidad divina. Porque la gracia es esto: el Dios que se hace encontradizo, que se deja tocar, oler, gustar y amar, que se deja herir y llorar, y que en la debilidad de la cruz se expresa con potencia. ¿Cómo, pues, vamos a descartar lo que ha asumido como canal de expresión? La vulnerabilidad no sólo hace a Dios encontradizo, sino que nos hace a nosotros, a nosotras, encontradizos. A fin de cuentas, Dios no premia nuestras perfecciones, que no son otra cosa que imposibilidades. Más bien, Dios acompaña nuestras imperfecciones, y nutre nuestras vulnerabilidades.
Mireia Vidal Quintero
Enero 2021