Por dificultades de la vida algunas personas aparecen en nuestro camino como adversarias. La vía que el Señor propone es la del perdón (Mt 18,22; Lc 6,37), e incluso el amor a esos enemigos (Mt 5,44), un amor como el que nos tenemos a nosotros mismos (Mt 22,39). Sin embargo, la realidad es muy compleja, ¿cómo amar y perdonar al asesino de un ser querido? ¿puede bastar simplemente con desearle una restitución espiritual delante de Dios a la espera de que siga operando su justicia? ¿cómo perdonarle? La película Amish Grace (que circula en castellano con varios títulos) plantea esta fortísima cuestión (quedará valorarla según el criterio de cada cual).
Por otra parte, el amor al enemigo no consiste en consentir el abuso, el atropello o los malos tratos, situaciones que, con justo juicio hay que cortar de raíz, pues la fe cristiana protesta enérgicamente contra todo lo que atente contra la vida y la mala calidad de la misma (pienso aquí –entre muchos otros casos– en la intolerable situación de las mujeres que viven con sus propios verdugos). Es obvio que todo esto del perdón y del amor, es un asunto siempre candente con muchos filos, y las sensibilidades están a flor de piel para el que sufre injusticias; pero también para la labor pastoral.
Pero no todos los adversarios son de este peligroso tipo que he descrito, también los hay por envidia, por rivalidades, por ideología, por doctrinas, etc. Las cuestiones doctrinales y las cuestiones ideológicas nos sitúan a veces en posiciones conflictivas que nos crispan.
Considero significativamente importante, que Jesús, en su grupo de los Doce apóstoles (doce como figura de las doce tribus, como símbolo de un Israel restaurado), incorporase tanto a Mateo, recaudador de impuestos al servicio del Imperio invasor romano (Mt 9,9-11), como también a Natanael, un judío de fuerte identidad nacionalista (Jn 1,17) e incluso a alguien como Simón el Zelote (Lc 6,15) que, aunque no hay que ubicarle en el agresivo zelotismo antirromano de las décadas posteriores, equivale ideológicamente a un tipo de persona que contrasta bruscamente con alguien como Mateo. Todos ellos prefiguran cómo van a ser las relaciones humanas en el reino de Dios; y todos ellos –símbolo del nuevo Israel restaurado– se sentaban juntos a la mesa con Jesús. Aun viniendo con ideologías diversas, el Buen Alfarero nos toma y nos moldea haciendo que Cristo sea formado en nosotros (Ga 4,19) y así nos embarquemos en el proyecto de su reino.
Cuando leemos en el Salmo 23, aquello de «aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores», quizá meramente signifique «me has preparado un banquete ante los ojos de mis enemigos» (como propone la traducción de equivalencia dinámica de la versión DHH). Pero… ¿Se trata solo de un apoyo de Dios, para presumir y que los demás vean que el Señor está a mi lado auxiliándome, o hay algo más? ¿Por qué debo suponer que esta mesa es solamente para mí, si yo soy incapaz de comerme un banquete entero sin compañía que me ayude? ¿puedo hacer algo con los enemigos que según el salmo tengo allí delante, mirándome…? ¿puedo transformar ese banquete exclusivo para mí en un banquete de reconciliación e invitar a participar a todos estos adversarios? En otra parte de las Escrituras, se nos enseña un proceder semejante, diciendo que, dando de comer y beber al enemigo (un gesto conciliador), amontonamos ascuas sobre sus cabezas (Ro 12,20); es seguir la línea de devolver bien por mal (1Tes 5,15; Ro 12,21). Así que, deduzco que sí, que la mesa que el Señor prepara, puede ser mesa de reconciliación (¿no apunta también a ello la mesa eucarística?
En el aquí y en el ahora hay enemistades prácticamente imposibles de reconciliar (al menos humanamente, a no ser que Dios mismo actúe de alguna maravillosa forma ¡conozco casos!); y no quedará más remedio que esperar al banquete celestial para que el lobo y el cordero, el leopardo y el cabrito y el león y el becerro anden juntos (Is 11,6). Pero hay muchísimos casos en los que podemos dar el paso y ofrecer al enemigo un lugar en el banquete que Dios ha provisto para nosotros, con tal de generar y restablecer relaciones rotas (sin embargo, en casos como el de mujeres que están en peligro de muerte por sus parejas o exparejas mi recomendación es ¡absolutísima distancia!). Ro 12,18 plantea la posibilidad de que, en lo que dependa de nosotros, tratemos de estar bien con todo el mundo; pero esta posibilidad destaca sobre otros casos en los que no es posible.
Nosotros mismos, siendo enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él mediante su hijo Jesucristo (Ro 5,10-11; Col 1,21-22, Ef 2,16), creo que esta misma inmerecida experiencia de reconciliación debe impulsarnos a sanar las relaciones humanas, tal y como Dios ha hecho con nosotros (se nos ha dado el ministerio de la reconciliación 2Co 5,18b). Solo es posible desde una renovación en el espíritu de nuestra mente, vestidos de la nueva humanidad que Dios ha dispuesto en justicia y santidad de la verdad (Ef 4,22-24), pero sin coquetear ni hacernos cómplices de la injusticia y la maldad que pueda haber detrás de algunos actos de enemistad.
También Jesús nos enseña que, para agradar a Dios, primero hay que reconciliarse con los hermanos/as con quienes tengamos conflicto o enemistad (Mt 5,23-24). A veces, la puerta del hermano o la hermana está cerrada para nosotros/as y es imposible limar asperezas, pero nuestra parte del banquete ha de estar abierta por si la situación cambia.