“Alguien, yo arrodillada: rasgué mis vestiduras
Y colmé de cenizas mi cabeza.
Lloro por esa patria que no he tenido nunca,
La patria que edifica la angustia en el desierto…”
Rosario Castellanos
De la vigilia estéril (1950)
En 1962 se publica la gran novela de Rosario Castellanos, con el título fascinantemente litúrgico de Oficio de tinieblas.[1] Esta obra es parte de una trilogía narrativa indigenista, en la cual Castellanos, a quien se le conocía sobre todo por su abundante y magnífica producción poética, se inserta literaria y políticamente de lleno en los crónicos conflictos entre criollos y comunidades indígenas endémicos a Chiapas. Es una inmersión profunda, plétora de inteligencia, sensibilidad y solidaridad, en las penurias de los pueblos nativos del sur de México, descritas con excepcional destreza literaria.[2] Es la expresión mayor de la inconclusa ambición poética de nuestra autora de reconstruir la vida de su pueblo “alrededor de la memoria humana y de la eternidad de las palabras.”[3]
Oficio de tinieblas es de espléndida calidad literaria y su estilo refleja ser escrito por quien se ha distinguido en la poesía. Su foco geográfico es Chiapas en los años treinta del siglo veinte y su tema candente es, por un lado, la reivindicación social y económica de los indígenas chamulas y, por el otro, el encuentro entre la religión cristiana de los blancos y la reprimida religiosidad chiapaneca. La lógica violenta y trágica se torna inevitable, fatal: da cauce a una sublevación destinada al fracaso. Su discurso literario se nutre del lenguaje litúrgico sagrado. Como bien ha escrito Carlos Monsiváis, tan conocedor de las tradiciones religiosas populares mexicanas: “la Semana Santa es el espacio ritual del estallido.”[4]
A consecuencia de la retórica de la revolución mexicana en proceso de institucionalizarse, surge la posibilidad de que las comunidades nativas recuperen la posesión de sus tierras expropiadas por los blancos, la libertad del trabajo servil, y el derecho a la espiritualidad autóctona. Son promesas ardientes que la revolución lanza al aire, sin que quienes pescan en el río revuelto se preocupen por la catástrofe que aguarda a los marginados en quienes tales disturbios anidan ilusiones de justicia. Es parte de la mirada crítica con que intelectuales y escritores mexicanos analizan las promesas y las frustraciones trágicas de la revolución mexicana, comenzando al menos desde Los de abajo (1915) de Mariano Azuela.
El creciente conflicto es abarcador y manifiesta las escisiones que, más allá del discurso nacionalista igualitario, fragmentan hondamente la identidad mexicana entre indígenas, pobres, de tez oscura y habladores de una lengua considerada primitiva y los criollos, blancos, poseedores de tierra, poder y de una lengua imperial (“idioma, no como el tzotzil que se dice también en sueños, sino férreo instrumento de señorío, arma de conquista, punta del látigo de la ley.”[5]) Son fisuras profundas que los representantes de la iglesia, en este caso un obispo y dos sacerdotes, intentan parangonar con la voluntad divina. Castellanos, feminista cuando los feminismos mexicanos recién afloraban,[6] también sabe que esa desigualdad se refleja agudamente en el poder del hombre blanco sobre el cuerpo de la mujer indígena. La indígena violada por la lujuria del señor blanco deja una larga estela de lágrimas en la historia y en la literatura mexicana.[7]
El drama, que más allá de las ilusiones iniciales desemboca en una tragedia mayor, discurre por la audacia de dos mujeres: Catalina Díaz Puljá, chamán indígena que intenta recuperar las deidades nativas arrasadas por las armas de los cristianos blancos, y, como revelación sorpresiva al final del relato, la joven Idolina, quien, marginada por los suyos, trama su desquite. Son voces femeninas robustas, paradójicamente fortalecidas por el dolor de ser mujer en una sociedad forjada para el beneficio y el placer del varón. No logran evitar la violencia de los perversos ni el sufrimiento de los inocentes, pero dignifican con su feminidad herida pero valiente el conflicto terrible de su sexo. Son víctimas, ciertamente, pero también agentes históricos que pugnan contra quienes pretenden controlar sus cuerpos y almas. Pues, según Castellanos, “pese a todas las técnicas y estrategias de domesticación usadas en todas las latitudes y en todas las épocas por todos los hombres, la mujer tiende siempre a ser mujer, a girar en su propia órbita… Con una fuerza a la que no doblega ninguna coerción… la mujer rompe los modelos que la sociedad le propone y le impone para alcanzar su imagen auténtica…”[8]
Es Catalina Díaz Puljá quien promueve el reto mayor: la restauración de la religiosidad reprimida. Es un terreno proscrito y peligroso que necesariamente conduce a la confrontación, primero con el sacerdote encargado de vigilar las tendencias indígenas a la idolatría, el padre Manuel Mandujano, quien desprecia profundamente a los feligreses que a su pesar le toca pastorear (“los indios son una cantidad que no cuenta en nuestras operaciones, monseñor”, en cierta ocasión le afirma rudamente a su obispo)[9] asesinado por violentar sacrílegamente los objetos sagrados indígenas, y luego inexorablemente con los criollos latifundistas armados y listos para defender sus privilegios y poderes.
Catalina se convierte en profetisa de los dioses restaurados y de una apocalíptica visión de liberación. “En su voz vibraban los sueños de la tribu, la esperanza arrebatada a los que mueren, las reminiscencias de un pasado abolido…. Ha terminado el plazo del silencio… el tiempo de la adversidad… Esperanzas, mil veces derrotadas por el infortunio, brotaban ahora de nuevo, pujantes.”[10]Al final del relato, con la sublevación que ella inspiró violentamente reprimida, recibirá el castigo sangriento que la letra sagrada impone a las mujeres de su calaña: “A la hechicera no la dejarás con vida” (Éxodo 22: 18).
La rebeldía de Idolina, y su sufrimiento a la hora en que el destino implacable golpea, es de otra clase, sutil y decisivo en el recuento de la tragedia. Enfrentada con la altivez eclesiástica del obispo, don Alfonso Cañaveral, quien pretende controlar su espíritu, Idolina es capaz de percibir la inanidad velada por las elegantes vestimentas episcopales (“Este anciano no era nadie, aunque estuviera cubierto de sedas y amatistas. Dignidades, títulos… Idolina sabía lo que se ocultaba debajo de las apariencias: lodo y mentira.”[11])
El intento de restaurar la religiosidad nativa, erradicada por tildarse de idolatría, desemboca inevitable y fatalmente en una revuelta en reclamo por todo lo perdido y expropiado por los blancos: la tierra (“No estaremos conformes, ajwalil, mientras la tierra que nos pertenece la tengan otras manos”[12]), la dignidad humillada y la religiosidad ancestral menospreciada.
Oficio de tinieblas toca un tema clave en la obra de Rosario Castellanos y otros autores mexicanos: la memoria clandestina y potencialmente subversiva de las religiosidades y espiritualidades antañas, reprimidas por el desprecio y acoso de los señores blancos y cristianos. Reprimidas, pero no necesariamente aniquiladas. Ya en uno de los relatos de Ciudad Real se planteaba la posibilidad de su recuperación, disimulada y sublimada en los ritos de una peculiar misión evangélica, que al quebrar el monopolio de la religiosidad católica abre, sin pretenderlo, las puertas al atisbo velado de las divinidades que una vez impartieron significado a la vida y la muerte de las comunidades mayas. “[C]uando [los misioneros evangélicos] condenaban a la Cortesana de Roma… esto servía a los indios de ocasión para recordar sus propios mitos, para quitar del rostro de sus antiguos dioses la costra que sobre ellos había depositado el tiempo, el abandono, el olvido y que los había vuelto irreconocibles.”[13]
¿Hay futuro para los dioses del pasado, para la religiosidad erradicada? Prevalece entre los nativos sublevados la sensación que describe Castellanos en otra de sus obras: “la nostalgia por el reino perdido… el remordimiento por el destierro de un dios cuyo retorno anunciaban las profecías y era aguardado como se aguarda lo fatal: con una ambigua mezcla de miedo y esperanza.”[14] Los indígenas elevan a los dioses de antaño “un lamento sostenido, monótono, que después se quebró en palabras: la palabra del desamparo, la del sufrimiento, la de la miseria. Rezaban a unos dioses ausentes…”[15] El proyecto de recuperar la reprimida espiritualidad ancestral culmina en un grotesco sincretismo, una religiosidad híbrida que incluye una dolorosa parodia de la crucifixión cristiana en la carne de un desafortunado niño nativo.[16]
El lamento desesperado y las plegarias suplicantes quedan sin contestar: los dioses ancestrales han sido condenados al silencio eterno. La revuelta pasa por el juicio de las armas, y de éstas los blancos tienen el monopolio decisivo. La sublevación está condenada desde el principio a su trágico fracaso. Tienen los criollos blancos otros dos factores convenientes cuando de una contienda armada se trata: el desprecio al enemigo (la mirada del amo bestializa y deshumaniza al indígena), que les valida el ejercicio de implacable crueldad, y la protección de la divinidad cristiana, en este caso de la Virgen de la Caridad, que tantas veces ha resguardado a los cristianos blancos de la barbarie aborigen. La madre de Jesús tiene en América Latina un historial bélico que nada tiene que envidiar al apóstol Santiago, patrón de España, matamoros en la Reconquista ibérica y mataindios en la conquista de América.
No hay vuelta atrás. Dado el primer paso en la rebelión indígena la lógica inexorable es fatal. Los criollos sólo consideran dignos a los indios muertos y, por tanto, la manera de otorgarles dignidad es mediante la masacre, bautizada como cruzada en defensa de la fe y la cultura cristiana. No es un libreto original, algo que Rosario Castellanos sabe perfectamente, pero en pocas plumas latinoamericanas esta desgracia histórica ha sido tan triste y bellamente narrada. De Castellanos bien podría aseverarse lo que Carlos Monsiváis en cierta ocasión escribiera sobre Octavio Paz, “que lleva a la prosa el valor extraordinario de su poesía.”[17]
Al final de la jornada, silenciada la revuelta indígena, los blancos cristianos someten a los sobrevivientes a la penitencia que espera a quienes pretenden violar las leyes inmutables del Dios de los ejércitos. Quienes han sido desposeídos de tierras y participación social, cuyo idioma y cultura han sido menospreciados, tienen, además, en la hora de la derrota, que asumir la humillación de la penitencia. El sacramento de reconciliación se transmuta en suplicio de un pueblo por siglos avasallado. Es un oficio de tinieblas que señala hacia una reiteración del sacrificio de la cruz. Sólo que esta vez el sacrificado es un pueblo autóctono: una comunidad nativa del siempre adolorido Chiapas. A Fernando Ulloa, criollo blanco que intenta cambiar la situación en solidaridad con los indígenas sublevados, otro sacerdote, el padre Balcázar, se encarga de endilgarle fama de comunista y, por consiguiente, de adversario mortal de los valores cristianos (“enemigo jurado de la Iglesia, peligroso para el orden establecido y corruptor de la juventud.”)[18] Se ocupará este sacerdote, con mayor voluntad y protagonismo que el exhausto obispo, don Alfonso, de conciliar las potencias terrenales y la potestad eclesiástica, para el reciproco provecho de sus abultados beneficios.
El obispo se da cuenta de las estrategias de manipulación y violencia de sus compaisanos y ricos feligreses, pero no dispone de la energía ni del ánimo para enfrentarles. La iglesia del Jesús de los pobres y desprovistos es ahora baluarte de terratenientes y mercaderes. ¡La mayor ironía de la historia humana! Quizá sin percatarse, y sin las ingenuas ilusiones del ruso, en Castellanos perdura la contradicción entre la fe evangélica y la institución eclesiástica que tanto laceró el alma del anciano Tolstoi.
¿Y México, cuál es en este texto su perfil? “¿… un enigma, un vago fantasma, un monstruo sin nombre… un inmenso horizonte desolado?”[19] Oficio de tinieblas es otro espléndido testimonio literario de los agónicos laberintos y desencuentros de la fragmentada identidad cultural mexicana y de la divergencia entre los ideales evangélicos de solidaridad y la indiferencia eclesiástica a la convocatoria perturbadora de esos ideales.
“Porque yo soy de aquellos desterrados
para quienes el pan de su mesa es ajeno
y su lecho una inmensa llanura abandonada
y toda voz humana una lengua extranjera.”
Rosario Castellanos
De la vigilia estéril (1950)
[1] Rosario Castellanos, Oficio de tinieblas (México, DF: Penguin Books, 1977, orig. 1962).
[2] Sus otras obras de ficción importantes indigenistas fueron la novela Balún Canán (1957) y el libro de cuentos Ciudad Real (1960).
[3] Rosario Castellanos, “Las amistades efímeras”, en su libro Los convidados de agosto (México, D. F.: Ediciones Era, 1998, orig. 1964), 29.
[4] Carlos Monsiváis, Escribir, por ejemplo (De los inventores de la tradición) (México, DF: Fondo de Cultura Económica, 2008), 304.
[5] Oficio de tinieblas, 9.
[6] Véase una de sus escasas escrituras de teatro, El eterno femenino (1975), publicada poco después de su trágica muerte en Tel Aviv, donde fungía de embajadora de México ante el estado de Israel. El eterno femenino es una obra de profunda tesitura feminista, en la que se reconfiguran literariamente los andares y pesares de mujeres como la Eva primigenia, la Malinche, sor Juana Inés de la Cruz, Josefa Ortiz de Domínguez, la emperatriz Carlota, Rosario de la Peña y la legendaria Adelita. En Declaración de fe: reflexiones sobre la situación de la mujer en México (México, D. F: Alfaguara, 1997, escrito originalmente en 1959) Castellanos estudia, en un tono de implacable crítica y elegante ironía, las trayectorias accidentadas y complejas de la mujer en la historia cultural de su país, incursionando a veces en las justificaciones religiosas para legitimar su subordinación. Varios de sus relatos narran las penurias de la mujer aldeana, que enfrenta sin eficacia las tradiciones patriarcales de honra y honor que cercenan drásticamente su libertad (“Las amistades efímeras”, “Vals ‘Capricho’”, “Los convidados de agosto”, “El viudo Román”, en su libro Los convidados de agosto). Al fin y al cabo opina el paterfamilias: “¿Qué otra cosa puede esperarse de las mujeres cuya naturaleza es débil, hipócrita y cobarde?” (Los convidados de agosto, 183). En su fascinante libro de breves ensayos Mujer que sabe latín… (1973), nuestra autora reflexiona sobre escritoras de prestigio internacional, como Silvina Ocampo, Virginia Woolf, Flannery O’Connor, Clarice Lispector, Simone Weil, Doris Lessing, demostrando un dominio poco usual de la literatura femenina del siglo xx. Con elegante ironía y algo de sorna, cosa poco usual en su escritura, dirige su feminismo crítico como dardo letal al corazón de la faena que en realidad es la suya propia – la de escritora y poeta – en su paródico relato Álbum de familia (México, D. F: Planeta/Joaquín Mortiz, 2002, orig. 1971).
[7] Luis N. Rivera Pagán, “La indígena raptada y violada”, Pasos, segunda época, Núm. 42, julio-agosto, 1992, 7-10.
[8] Mujer que sabe latín…, 17.
[9] Oficio de tinieblas, 108.
[10] Ibíd. 212ss.
[11] Ibíd. 200.
[12] Ibíd. 245.
[13] Rosario Castellanos, Ciudad Real (México, DF: Alfaguara, 1997, orig. 1960), 162.
[14] Declaración de fe, 19. En este caso, aclaremos, Castellanos alude al mito del retorno de Quetzalcóatl.
[15] Oficio de tinieblas, 247.
[16] Castellanos reproduce otra versión de la legendaria crucifixión por indígenas en Chiapas de uno de los suyos, para competir con el dios crucificado de los blancos, en Balún Canán (México DF: Fondo de Cultura Económica, 2008, orig. 1957), 104.
[17] Carlos Monsiváis, Escribir, por ejemplo (De los inventores de la tradición) (México, DF: Fondo de Cultura Económica, 2008), 12.
[18] Oficio de tinieblas, 160.
[19] Ibíd. 174s.
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