«Dios desborda todo cuanto podemos imaginar o comprender».
Simone Weil.
La actitud social de rechazo a la incorporación de miembros ajenos al propio grupo o institución es definida por el diccionario como endogamia. Concepto que nos induce a pensar en grupos cerrados en sí mismos, que excluyen y juzgan negativamente la diferencia, aislados de su entorno cultural…
Muchos cristianos, en el ámbito personal, y un buen número de iglesias, en el nivel institucional, participan de algunas de estas características, si bien en diferentes grados y formas. Un análisis sociológico de estos grupos permite constatar importantes vinculaciones familiares, dada la tendencia a contraer matrimonio con personas del propio entorno, lo que impide la permeabilización de las fronteras psicosociales del colectivo. Desde su cosmovisión es habitual el rechazo de otras formas de pensamiento religioso, otros modos de entender la existencia, ciertos planteamientos éticos o determinadas formas de orientación sexual.
Manifestaciones de endogamia las hallamos, entre otros ejemplos, en el poco interés por el ecumenismo espiritual de base, la negativa a participar en la Semana de oración por la unidad de los cristianos, la poca implicación en los Grupos de diálogo interreligioso sin considerar las posibilidades de contribuir a la construcción de un mundo mejor desde el respeto a las diferentes tradiciones. Sobre esta temática, el teólogo Hans Küng, fallecido este mismo año, insistió, a lo largo de su trayectoria, en la necesidad de alcanzar la paz entre las diversas tradiciones religiosas, como una condición sine qua non para progresar en la concordia entre las naciones.
Sucede algo parecido frente a colectivos con planteamientos diferentes en cuestiones bioéticas: aborto, eutanasia, homosexualidad… como si tan sólo la propia posición (tan subjetiva como la de los demás) fuese la única correcta. Estas posturas radicales, con mucha frecuencia, impiden conocer otros argumentos al ser rechazados a priori sin ningún tipo de análisis crítico. Y es que las convicciones religiosas tanto pueden ayudar a abrir la mente como a cerrarnos y aislarnos en un narcisismo dogmático.
Una de las causas de esta incapacidad para practicar la empatía y comprender al otro la hallamos en lo que psicología describe como zona de confort, que tiene que ver con aquel estado mental y circunstancias concomitantes que hacen que uno se sienta seguro. Cierto que en esta situación la persona no asume riesgos, pero tampoco crece. Paradójicamente, este pequeño mundo de aparente comodidad y seguridad, que nos creamos, nos limita e impide el progreso y la madurez.
El miedo a ir más allá de lo que conocemos, creemos, vivimos, practicamos… nos mantiene en la estrechez mental y en la cárcel de las costumbres, sin ser conscientes de que también hay vida inteligente tras nuestras coordenadas intelectuales, vitales, culturales o religiosas. Nos privamos de aquellos que ignoramos por prejuicios sin fundamento. Y si lo atisbamos, lo excluimos por no coincidir con nuestra cosmovisión.
¿Pero esta incapacidad para salir de nuestro microcosmos, favorece el desarrollo personal? La postura cómoda de mantenernos en lo conocido, la negación de otras realidades, la crítica hacia la diferencia… ¿facilita el crecimiento? ¿No se identifica mejor la espiritualidad con la libertad y en vivir de manera más abierta la realidad que nos circunda? ¿No tendrá razón el apóstol Pablo cuando aconsejaba: «Sometedlo todo a prueba y retened lo bueno?» (1 Te 2,21 DHH). Salir de la zona de confort nos permite avanzar por la zona de desarrollo, crecimiento y maduración.
Una de las cosas necesarias para este progresar es no confundir nuestras opiniones, puntos de vista, criterios… con la verdad. Tenemos tendencia a absolutizar nuestras creencias (especialmente las religiosas), hecho que comporta deslizarse por el dogmatismo excluyente. La propia biografía, los conceptos interiorizados a lo largo del tiempo, los prejuicios… dificultan la apertura a otros paradigmas.
Sí, como expresa la filósofa Simone Weil en sus cuadernos personales: «Dios desborda todo cuanto podemos imaginar o comprender»; no podemos pretender que nuestra limitada y condicionada parcela de conocimiento pueda abarcar el Misterio de amor o Fondo de la realidad que nos trasciende. No es posible pensar en Dios, en el mundo y en el ser humano desde un solo modelo. Son las necesidades de afirmación propia y de seguridad las que nos conducen a identificar nuestras convicciones con la verdad absoluta.
Pensar que tan solo aquello que uno cree es cierto y que los demás están en el error, se convierte en un serio obstáculo para avanzar en la búsqueda de la verdad; ya que, este modo infantil y narcisista de interactuar con distintas apreciaciones, impide examinar otras realidades, que descartamos al considerarlas heterodoxas. Quien así procede, se halla falto de motivación y de interés para iniciar nuevas indagaciones que podrían ampliarle su universo conceptual y comprensivo.
En un trabajo reciente, Javier Melloni, voz autorizada al tratar cuestiones religiosas, señala que uno de los primeros peldaños del camino espiritual es aprender a transitar de la cerrazón y del reduccionismo a la apertura que nos puede permitir identificar visiones complementarias a las propias.
Esta mirada amplia y generosa nos ha de permitir también descubrir la sacralidad de las cosas. «Mirad las aves que vuelan por el cielo: ni siembran ni siegan ni almacenan en graneros la cosecha […] Mirad cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan. Sin embargo, os digo que ni aun el rey Salomón, con todo su lujo, se vestía como uno de ellos» (Mt 6, 26; 29 DHH).
Son miradas que podemos extrapolar más allá de la realidad material que nos permite identificar el elemento de Profundidad de la realidad y ampliar, de este modo, la zona de confort que nos limita. Y es que el progreso en la vida espiritual requiere vivir en un estado de conciencia abierto al Misterio que «desborda todo cuanto podemos imaginar o comprender».
Jaume Triginé
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