El pecado, junto a su dimensión personal, se manifiesta también en la atmósfera o ambiente que nos envuelve e incluye; entendiendo ambos matices como aquellos sistemas o estructuras políticas, sociales, culturales, económicas, eclesiales… en la que, en diversos grados, nos hallamos integrados y que, de algún modo, nos constituyen. De ello se infiere que ese marco relacional no es en absoluto neutral; sino preñado de ideologías, valores, formas de entender la existencia y, quizá, pecado.
El énfasis en la responsabilidad individual ha difuminado la realidad del pecado estructural; dificultando la comprensión de como el mal aprovecha los resquicios de las estructuras y se enquista en ellas, «segregando justificaciones -en palabras del teólogo José Ignacio González Faus- para no ser reconocido» al camuflarse con valores aceptados en determinados segmentos sociales.
La Psicología Social pone en evidencia que, entre las personas, en el contexto de los grupos de los que forma parte, se teje una red de relaciones, afectos, filias y fobias, complicidades… que influyen en los comportamientos individuales. Forman parte de las «circunstancias», a las que apelaba José Ortega y Gasset, susceptibles de convertirnos tanto en víctimas como en verdugos o en ambas cosas a la vez.
En este hábitat se halla la génesis del pecado estructural. José Ignacio González Faus, en un trabajo reciente, escribe: «La convivencia humana es siempre un hecho activo y pasivo a la vez. Los hombres entablan la convivencia, pero también van siendo poco a poco marcados y condicionados por ella. Hablar de pecado estructural quiere decir que el mal se hará presente también en esta circularidad».
Es en las estructuras económico-laborales donde se fraguan condiciones de explotación de colectivos diversos: temporeros, mujeres, inmigrantes… Es a través de la precariedad laboral o la economía sumergida que crecen las desigualdades sociales. La brecha entre ricos y pobres es cada vez mayor y no se atisba su reconducción.
Es en el sistema político, aun reconociendo el valor de la democracia sobre los modelos dictatoriales, dónde se generan las leyes que pueden llegar a situar a muchas personas en la marginalidad. Quizá rayando lo utópico es interesante el pensamiento de la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, Premio Príncipe de Asturias en Ciencias Sociales, que otorga una especial consideración a la compasión y al amor en la ética pública como contrapunto necesario a las legislaciones influidas por los lobbies de poder.
Son redes mafiosas perfectamente organizadas, moviendo ingentes cantidades de dinero, las que abandonan a su suerte, en las pateras que se desplazan por el Mediterráneo y otros mares, a miles de personas empujadas por la necesidad. Son estas estructuras de maldad las que trafican con mujeres engañadas que acabarán en la prostitución. Las que mueven mercados armamentísticos.
A la luz de las cifras que nos sorprenden y de su extensión a todos los estamentos socio-culturales, quizá deberemos considerar también la violencia de género como un mal estructural, aunque no disponga de una organización explicita y se alimente de los sentimientos y las emociones tóxicas de sus actores y de la atmósfera a la que hacíamos referencia al principio.
Las formas de reaccionar a cuanto antecede son plurales. En algunos casos, es el escepticismo o el pesimismo antropológico de considerar una batalla perdida cualquier intento de modificar la realidad. En otros casos, es la negación de los hechos que llega a cuestionar la propia objetividad científica. También un voluntarismo narcisista, más tendente a resolver los propios desajustes psicológicos que a erradicar las causas de tanta alienación.
Teorizar sobre la cuestión no deja de ser una huida. Los efectos del pecado estructural se combaten colocándose al lado de las víctimas y procurando transformar el actual modelo. Es la lucha en favor de la justicia siguiendo el modelo profético del Antiguo Testamento:
«¡Aprended a hacer el bien,
esforzaos en hacer lo que es justo,
ayudad al oprimido,
haced justicia al huérfano,
defended los derechos de la viuda!» (Is 1,17 DHH).
Se hace necesario recordar el giro antropológico de la teología a partir de Auschwitz que pretende responder a los desafíos de una sociedad fuertemente secularizada. Cabe recordar la teología política de Johann Baptist Metz en la que la fe se decanta por su dimensión práctica; la esperanza es fuente de creatividad desde la convicción de que otro mundo es posible y el amor se constata mediante la acción transformadora de las estructuras y de las consciencias de las personas. La «mística de ojos abiertos» es una de sus principales contribuciones.
«La fe cristiana es -en palabras del teólogo alemán- una fe buscadora de justicia. Los cristianos deben ser místicos (espirituales), pero no exclusivamente en el sentido de una experiencia individual espiritual, sino en el de una experiencia de solidaridad espiritual. Han de ser místicos de ojos abiertos. La suya no es una mística natural sin rostro. Antes bien es una mística buscadora de rostros, que se adelanta en ir al encuentro de los que sufren, en ver el rostro de los desdichados y de las víctimas».
Esta comprensión del carácter práctico de la teología nos exige mirar compasivamente la realidad y comprometernos junto a quienes apuestan por un mundo mejor para todos, aunque sea desde los pequeños gestos, cuya trascendencia nunca alcanzaremos a calibrar. Pequeños gestos como posicionarse en favor de unas condiciones dignas de trabajo, contribuir con nuestro tiempo o recursos a que un excluido del sistema pueda acceder a su pan de cada día o cambiarse de ropa, la denuncia de las injusticias y de la corrupción, dirigir una palabra amable a quien se siente solo o desanimado, escuchar… pueden modificar realidades personales, familiares o sociales ya que el mal moral, tan arraigado en las estructuras humanas, no es, necesariamente, inevitable.
Jaume Triginé