Es cierto que muchos exégetas modernos niegan la historicidad de los milagros de Jesús o intentan darles explicaciones naturalistas, aceptables para la racionalidad empírica contemporánea. Y aún así, no es menos cierto que, las fuentes del Evangelio, que recogen los testimonios de quienes vivieron aquellos hechos, los consignan como acontecimientos maravillosos que escapaban a lo ordinario. Por eso, menos de dos meses después de la resurrección de Jesús, el día de Pentecostés, Pedro pudo decir a una gran concurrencia, (en principio más bien hostil), apelando a algo que era de conocimiento general : “Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de Él, como vosotros mismos lo sabéis”
Sea como fuere y, en todo caso, lo cierto es que Jesús nunca fue un milagrero al uso. Las suyas son, de entrada, acciones simbólicas y performativas : crean, comunican o desenmascaran una realidad. Y son, ante todo, profundamente teológicos. Nos muestran no sólo la actitud y el carácter del propio Jesús sino, también, los del Dios que hay detrás.
Jesús hacía señales que comunicaban un significado que iba mucho más allá de lo privado, de lo individual y de lo obvio y que estaban tan relacionadas con su cosmovisión, su praxis y su mensaje, que si suprimimos esa relación, eliminando (o domesticando) los hechos narrados o las palabras que Jesús pronuncia en torno a ellas, buena parte del Evangelio perdería mucha de su coherencia interna. De hecho, y en sentido estricto, esas señales ni siquiera las hacía Él sino el Padre que le envió y que en todo momento le avalaba, respaldando su vida entregada y su mensaje de buena noticia y tienen su origen en la vivencia de una intimidad tal con Dios que ni siquiera podemos evaluar.
Y esas señales suyas nos transmiten, siquiera sea de forma intuitiva una idea transparente y limpia de quien es, de cómo siente y de cómo piensa…de qué va, que diríamos coloquialmente.
No son actos de exhibición para pasmo de los presentes o prodigios publicitados de antemano para atraer clientela. Él nunca hubiera dicho algo así como “Venid y reclamad vuestro milagro” ni hubiera pedido aplausos al final de su actuación ni, menos aun, ofrendas, donativos o compensaciones de cualquier tipo.
Jesús realiza señales oportunas y consecuentes, lo que el famoso biblista de la universidad de Cambridge, F. F. Bruce llamará “milagros de carácter”, que sintonizan perfectamente con su proyecto y su personalidad : sobrio, manso, sencillo, sereno, sensible, humilde, misericordioso y compasivo, cercano e íntimo; sin estridencias, extravagancias, histerias o palabrería hueca, repetitiva, pretenciosa y rimbombante. De hecho, si bien lo consideramos, todos «milagro» no deja de ser una «señal de carácter». Pensemos si no en cómo muestran su «carácter» muchos milagreros contemporáneos que, con sus ínfulas, pretensiones y omisiones, delatan efectivamente, los turbios fines e intereses de quienes, supuestamente, los realizan y de quienes los jalean. En ellos percibimos muy a menudo, algo que desafina y chirría, algo incómodo y desagradable que no nos evoca a Jesús sino a una caricatura deformada y grotesca que apela más a la superstición interesada o desesperada que a lo profundo del corazón humano.
Finalmente, sabemos que Jesús nunca apreció la clase de fe que se sustenta en la coerción de «lo sobrenatural» o en el regodeo, contemplación o beneficio de lo milagroso. Su deseo era -y es- que los seres humanos se dieran cuenta de lo que aquello implicaba y actuaran en consecuencia. El Bien y la Vida irrumpían arrollando al Mal y a la Muerte, como señales de un mundo nuevo, de la era mesiánica que en Él advenía, en sintonía con lo anunciado y deseado por los profetas de antaño, en cuya línea de continuidad también Él se sitúa. Eran la manifestación tangible de que el Reinado de Dios estaba revelándose (y revelando de paso a Dios mismo) y haciéndose presente, abriendo camino y generando las condiciones de posibilidad de una Nueva Humanidad. Arraigándose en la Historia para no abandonarla nunca…hasta el fin de los días.
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