Decía el poeta alemán Hölderlin que vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX que “sólo allí dónde crece el peligro crece también la salvación”. Del mismo modo que, claro, donde crece la salvación, también crece el peligro. Y la propia Historia de la Salvación (no digamos ya, por desgracia, la de la propia Iglesia) lo confirma: de Noé y Abraham al pueblo del éxodo, pasando por los profetas y llegando, sobre todo, a Jesús mismo y los suyos. Todos, siempre, bajo amenazas permanentes.
Así del mismo modo podríamos decir que donde no hay riesgo, donde hay acomodación, donde hay miedos crónicos, donde se busca la seguridad personal con actitud de funcionario cumplidor, no puede haber salvación sino sólo sucedáneos. Porque no pueden existir espacios para el desarrollo y crecimiento del Reinado de Dios donde imperan la indecisión, el miedo, la conservación de los intereses particulares y la búsqueda del propio beneficio por mucho que se disfracen como piadosas pretensiones.
Ciertamente creemos y proclamamos que el Evangelio es la solución para los problemas de la Humanidad. Pero esa solución no es fácil, ni superficial ni cómoda. “Si alguno quiere venir en pos de mí –dijo Jesús- niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” No dijo, como la canción “que levante la mano el que se quiera salvar” Sí que dijo en cambio: “Si alguno quiere salvar su vida la perderá”. Y estas son cosas que hay que tomarse muy, muy, muy en serio sino queremos abaratar una salvación tan generosa y gratuita pero que fue, a la vez tan costosa, para Dios. Jesús quiere embarcarnos en un proyecto magnífico infinitamente más grande y glorioso que las mezquinas pequeñeces que nos absorben. Jesús se ha propuesto redimir a la Humanidad entera, al Cosmos entero. No podemos vivir la salvación con un corazón pequeño y temeroso. Para eso Él nos dio uno nuevo, grande y eterno. Pero mientras nosotros nos quedemos absortos en nuestra existencia personal no somos aptos para participar en la salvación que el Evangelio ofrece para la humanidad que sufre de verdad y que encoge las entrañas de Dios con un dolor a una escala para nosotros incomprensible.
Aceptar y gozar y sufrir con pasión -en una palabra vivir, vivir de verdad, intensamente, dolorosamente, conscientemente-, la salvación pasa por ampliar nuestras estrechas miras y horizontes y aceptar la verdad sobre nosotros mismos reconociendo, entre otras cosas, que somos groseramente egoístas, que estamos perversamente centrados en nosotros mismos si pensamos que es natural que Jesús haya muerto en la cruz para solucionar nuestros asuntos personales y que esa sea, realmente, la dimensión de la salvación en el cual prácticamente orbitamos en el 99% de las ocasiones.
Al contrario, su salvación para nosotros es, precisamente que, con su muerte en la cruz, Él borra la vergüenza de que podamos haber sido tan egoístas, tan egocéntricos para que seamos capaces de salir de nosotros mismos y ser como Jesús “para Dios y para los demás”.
Ya que del Padre hemos recibido todo cuanto somos y cuanto tenemos, Él espera que andemos por la vida con alegría de corazón, que afrontemos nuestras responsabilidades mutuas con generosidad y que hagamos frente a nuestros trabajos y desvelos con coraje y libertad de espíritu.
La intención de Dios es que, con Jesús al frente, como Señor, amigo y liberador seamos agentes de cambio en el mundo, levadura, sal y luz, parte integrante de esa semilla de mostaza que es su Reino. Que sepamos renunciar a nosotros mismos. Que nuestras vidas estén dedicadas a mejorar espiritual y materialmente la existencia del prójimo.
Es importante que captemos esta auténtica visión de gloria, de salvación divina. Una visión emocionante. La visión de cuanto mejor puede ser este mundo, empezando por nuestro propio entorno, si los cristianos somos capaces de asumir con gozo nuestra propia cruz. La visión de que la salvación es, primero, vivir en la iglesia el reino de Dios anticipado, vivir como testimonio al mundo de cómo podría ser todo si Dios reinase en los corazones de todos, aún con las imperfecciones de nuestra humanidad actual.
Y es que la salvación no es para «tenerla» sino para vivirla. Una vivencia que se prolonga a lo largo del tiempo y que ni siquiera la muerte podrá truncar. No es un status personal sino una frágil atmósfera colectiva, de salud social y relacional, siempre en construcción, siempre amenazada, en la que desenvolvernos y desde la que llamar a otros a experimentarla.
En definitiva, salvación es vivir el Shalom divino al máximo de sus posibilidades. Juntos, nunca en solitario.
Menos que eso no es salvación sólo salvaguarda, y pietismo de autoconsumo.
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