Jürgen Moltmann es uno de los teólogos más relevantes del siglo XX y de la actualidad. Junto a nombres como Jean Baptist Metz, se ha ocupado largamente de lo que se conoce como “teología política”. La preocupación de Moltmann, como la de Metz, es pensar a Dios después de Auschwitz. Ambos vivieron el horror de la Segunda Guerra mundial. De hecho, Moltmann encontró a Dios en medio del conflicto armado.
La teología de Moltmann, aunque desarrolla tesis complejas y ha estado expuesta a críticas, especialmente en lo tocante a su concepto de Dios y de la Trinidad, es un intento de elaborar aquella a la luz de los acontecimientos del siglo XX. Moltmann vivió los movimientos sociales de los años 60 que pedían un cambio en el mundo. Compartió con Ernst Bloch el anhelo de la utopía, pero se alejó en el modo de concebir cómo llegar a ella: la historia por sí misma, dejada a su curso, no puede traer la solución.
Aunque la obra de Moltmann es extensa y rica en matices, queremos centrarnos en las grandes líneas que expone en su obra El Dios crucificado, uno de sus títulos más significativos, publicado en los primeros años de la década de los 70 del siglo pasado. En esta obra, el autor pretende mostrar que la muerte y la resurrección de Cristo abren un espacio de esperanza para el ser humano. Y la teología tiene que ser herramienta de redención y liberación, y debe despojarnos también de los mitos y de la instrumentalización política y opresora que ha acompañado muchas veces a la religión, incluyendo el cristianismo histórico.
Moltmann quiere desmarcar la teología cristiana de los influjos de otras concepciones teológicas. Y para ello se refiere a la tripartición de la teología pagana, originaria de los estoicos, y expuesta por Agustín de Hipona en La ciudad de Dios a partir de M. Terencio Varrón. Según esta clasificación, podemos distinguir tres tipos de teología: mítica, civil y natural. La teología mítica trata sobre el origen y hazañas de los dioses; la teología civil se refiere a la práctica de la religión en el marco social; y, finalmente, la teología natural, filosófica y racional, tiene que ver con la naturaleza de la divinidad. La primera nace de las creencias e intentos de explicar rudimentariamente la realidad, pero esos relatos fundacionales han tenido una función de coerción social al justificar el orden dado como instituido por los dioses. Y esto es la teología civil o política.
Como los estoicos, la tradición cristiana dio valor a la teología natural. Moltmann, en cambio, criticó la visión filosófica de Dios que pretende relacionar la teología cristiana con la teología natural de los filósofos. Ratzinger, por ejemplo, en obras como El Dios de la fe el Dios de los filósofos (1960), defiende la teología natural como camino al absoluto. El monoteísmo lo que hace es reconciliar el ser absoluto con el ser personal. Y esto se ve en la apelabilidad de Dios, es decir, en que Dios puede ser invocado. Ésta es la síntesis que establecieron los Padres, según Ratzinger, entre la ontología griega y el Dios bíblico. Para Ratzinger, el establecimiento de un vínculo entre el Dios judeocristiano y el Dios de la filosofía venía exigido desde la misma revelación bíblica por el carácter universal de Dios.
Pannenberg, por su parte, en La asimilación del concepto filosófico de Dios como problema dogmático de la antigua teología cristiana (1971), apoyándose en la obra de Werner Jaeger La teología de los primeros filósofos griegos, afirma que la teología natural piensa regresivamente, de los efectos a las causas, y así acaba pensando a Dios como el ente supremo, estático e impasible que nos permite conocer el mundo. Y a ello no escapa la teología natural cristiana. Pero al intentar pensar la segunda persona de la Trinidad, se ve en problemas al querer explicar dentro de ese marco la encarnación, los sentimientos de compasión o el sufrimiento de Dios. Por ello, como dice Pannenberg, el puente entre filosofía cristiana y filosofía griega solo podía establecerse haciéndolo saltar al mismo tiempo.
Moltmann se hace eco de las críticas de Pannenberg. Y recuerda a Lutero y su crítica a la teología natural que partía del postulado griego de que lo semejante conoce a lo semejante. Se aleja así de la teología que busca a Dios en la naturaleza; esto en todo caso sólo es posible después de encontrarlo en la cruz. Pero, según Moltmann, Lutero se quedó sólo en el plano del Dios personal. El teólogo está preocupado por dar una respuesta al sufrimiento en el mundo. Por ello, rechaza la teología natural como puente hacia Dios. Desde la observación del mundo, se puede llegar tanto al teísmo como al ateísmo. En el primer caso, se parte del orden natural; mientras que en el segundo del mal. Se puede llegar tanto al teísmo como al ateísmo si se escoge el orden natural o se escoge el desorden moral como puntos de partida respectivamente. Los únicos ateísmos auténticos para Moltmann son el de Albert Camus y el de Max Horkheimer: el primero muestra la rebelión contra Dios; el segundo el anhelo de él.
Nos interesa el diálogo que el autor establece con la obra de Max Horkheimer (1895-1973) quien, junto a T.W. Adorno, fue el pensador más destacado del Instituto de Investigación Social conocido como la Escuela de Frankfurt. Horkheimer y sus compañeros, de tradición marxista, consideraban que la religión era simplemente el reflejo, la expresión, del anhelo de liberación de la alienación humana. Receptores también de Freud, especialmente por sus análisis de la cultura, los integrantes de la Escuela de Frankfurt consideraban que la religión era una ilusión que tiene su origen en una protesta ante las miserias de la vida. Pero el fracaso del socialismo y el triunfo del capitalismo y del liberalismo pareció cerrar cualquier posibilidad de negación del sistema. Horkheimer se acercó entonces, sin dejar su ateísmo, a la idea de que sólo un futuro de redención puede hacer justicia los sufrimientos del ser humano. De ahí que en los años 60 y 70 escribió a menudo sobre la esperanza de la religión, la mayoría de cuyos escritos están recogidos en Anhelo de justicia. Aunque no podía creer en Dios, reconoce que la religión expresa la esperanza de la redención del sufrimiento y el fin de la injusticia; sin que esa esperanza se pueda entender como quietismo o resignación en este mundo.
El anhelo de algo trascendente, del Otro, es también, pues, el anhelo de que el verdugo no triunfe sobre las víctimas. Este mundo no puede ser reconciliado sino hay una justicia posterior. Esto también supone un distanciamiento respecto a la concepción marxiana de la historia que la entiende como un avance determinado hacia el cielo comunista. Del mismo modo, Horkheimer critica la identificación de Providencia e historia, pues eso es pensar la historia desde su lado positivo, y no desde el negativo: el de toda la injusticia, opresión, etc. Horkheimer está en sintonía con la crítica de Karl Barth al protestantismo liberal que consideraba que el reino de Dios podía cumplirse en la tierra.
Moltmann no parte del orden del mundo natural sino, como Horkheimer, del desorden moral. Pero si se niega el teísmo, entonces también hay que negar el ateísmo de la protesta, pues no hay “ante quien” llevarla a cabo. La respuesta estriba en el escándalo de la cruz. Para Moltmann, en la cruz no se trata de la muerte de Dios, sino de la muerte en Dios. Esto rompe la idea de la apatheia que ya desde Filón entró en la teología como atributo definitivo de Dios. Moltmann también rechaza identificar sin más Providencia e historia, pero, a diferencia de Horkheimer, para el teólogo hay un final de la historia. El advenimiento del reino de Dios, la venida del Mesías, constituye la interrupción de esa historia, haciéndose eco de la expresión del filósofo Walter Benjamin.
Esta interrupción es lo que anuncia la resurrección de Cristo. Ese es el carácter anticipatorio o “proléptico” (usando la expresión de Pannenberg) y apocalíptico que señala Moltmann. La resurrección abre la perspectiva de la nueva creación. Sólo desde ahí el orden del mundo, la teología natural, tiene sentido (en la línea de Romanos 8). Sólo desde la resurrección del crucificado hay para Moltmann la posibilidad de una teología que libere al hombre. Sólo así la historia del mundo va ligada a la historia de Dios.
La postura de Moltmann supone también un replanteamiento del problema de la teodicea. La mayoría de teodiceas, aunque no sean excluyentes con la postura de Moltmann, y puedan tener valor (como las del bien mayor, o las basadas en la libertad, por poner algunos ejemplos) y tengan bastante eco en obras como las de Swinburne o Plantinga, parecen teodiceas hechas desde la mesa de estudio y desde el punto de vista del espectador que contempla el mal en el mundo. El problema de fondo es que estas teodiceas siguen siendo teología natural al intentar integrar el mal en el orden del mundo y no tanto pensar en el sufrimiento en sí mismo y su cese. Para Moltmann, la pregunta que en todo caso surge en su propuesta tiene que ver con el retraso de la parusía, de la interrupción. Dicho de otro modo, ¿por qué la anticipación sólo alcanzó a uno? Moltmann lo justifica porque el carácter redentor de la muerte de Cristo es lo que nos hace entender que el “Cristo antes de nosotros” es también el “Cristo por nosotros”. De hecho, no olvidando el carácter soteriológico individual, y siendo fiel a Lutero, para el teólogo alemán el escándalo de la resurrección no consiste en que sólo uno la haya experimentado antes de los demás, sino que sea la resurrección del crucificado por nosotros.
Esta es la verdadera teología natural, la que parte del orden futuro, de la esperanza de una nueva creación. Pero también debe haber una traducción política. Para Moltmann, el cristianismo es desmitificador, y por ello, lejos de servir de mecanismo de represión social, debería llevar a ser instrumento de liberación política y humana. Como Lutero desligó a la teología de la cruz del poder de la iglesia, la teología debe contribuir también a desligar al ser humano del sufrimiento social y no ser fuente de legitimación del poder como a menudo ha sucedido, anticipando la época mesiánica.
David Galcerà