Lo que en un momento fue reforma, innovación y asombro, eventualmente se convertirá en estructura, atraso y rutina. Esa es la tesis número 10 de mi libro: 95 tesis para la nueva generación.
«Yo, que estaba destinado al martirio, he llegado a un punto en el que convierto en mártires a los demás». Las palabras son de Lutero. Las pronunció tres años después de su audiencia en la Dieta de Worms, en la que pensó que sería quemado como hereje. Unos años después, en una carta a su amigo Amsdorf hacia fines de 1527, le pidió que orara por él para que Dios no le permitiera convertirse en enemigo de todo aquello por lo que había luchado tanto.
El pesimismo que el reformador sentía en ocasiones al respecto de su Reforma refleja los múltiples frentes de oposición a los que se enfrentaba constantemente y el enorme desgaste de su tarea. Es un testimonio, sobre todo, de las duras críticas que dirigían contra él los anabautistas —grupos «tildados, frecuentemente con injusticia, por los historiadores como “reformadores radicales”, “sectarios”, “espiritualistas”, “entusiastas”, “fanáticos”, como el “ala izquierda de la Reforma”»—.
Los anabautistas no querían nada menos que una reforma total del cristianismo, un retorno radical a las fuentes. Por eso, aunque en los primeros años creyeron que Lutero era el enviado de Dios para conducirlos en esa dirección, con el tiempo fueron tomando distancia. Lo acusaban de actuar con demasiada cautela, de quedarse a mitad de camino y no ir lo suficientemente lejos en su proyecto de restauración de la fe de los primeros cristianos.
Aunque en vida se llevaron como perros y gatos, me parece que existe un complemento fascinante entre la teología de Lutero y la de los anabautistas. Los puntos ciegos que existen en muchas intuiciones teológicas del reformador son enmendados por la experiencia de los anabautistas. Y viceversa: muchas de las carencias que tuvo la Reforma radical parecen iluminadas y complementadas por las propuestas de Lutero. La tensión dialéctica que existe entre esas reformas del siglo XVI sigue motivando la experiencia cristiana hasta nuestros días.
Una de las cosas que encuentro más estimulantes al pensar en esto tiene que ver con el recambio generacional. Porque los anabautistas, en pocas palabras, intentaron hacer una reforma de la Reforma. Lutero fue para los anabautistas lo que el papado había sido para Lutero. Fueron ellos los que se rebelaron contra los hallazgos del reformador, los que cuestionaron duramente sus interpretaciones y decisiones, los que señalaron las contradicciones de su teología y elevaron preguntas allí donde el luteranismo quería cerrar sus filas en una afirmación sin fisuras.
Lo que en un momento representó novedad y renovación se convertirá, tarde o temprano, en una estructura inflexible. Es la ley de la entropía, el destino de todo lo que está vivo. Nadie se escapa de sus consecuencias: ni la Reforma de Lutero, ni la Iglesia primitiva a fines del primer siglo, y ciertamente no se librarán de la entropía nuestros mejores proyectos, nuestra teología de vanguardia ni nuestros sueños de comunidad.
Una meditación de Lutero durante sus primeros años de Reforma da en el clavo: «Aunque la canonización de los santos hubiera sido buena en tiempos anteriores, ahora no lo es, como muchas otras cosas que anteriormente eran buenas y no obstante ahora son molestas y perjudiciales». La repetición de fórmulas, soluciones e intuiciones no asegura la supervivencia de un movimiento. Cuando la memoria se convierte en un músculo pasivo, su capacidad adaptación se atrofia, se vuelve territorial, envejece.
Las personas y estructuras que se niegan a soltar el terreno conquistado para hacer lugar a la irrupción de lo nuevo están firmando su certificado de desaparición. Sin embargo, cuando aceptan su lugar en el ciclo de la vida, se convierten en un terreno fértil para que las nuevas generaciones broten sanas y fuertes. Esa es la hermosa sabiduría detrás de las palabras de Jesús: «El grano de trigo, a menos que sea sembrado en la tierra y muera, queda solo. Sin embargo, su muerte producirá muchos granos nuevos, una abundante cosecha de nuevas vidas» (Jn. 12:24).
En su clásico estudio sobre la mitología universal, Joseph Campbell llegó a una conclusión bastante similar: «El héroe de ayer se convierte en el tirano de mañana, a menos de que se crucifique a sí mismo hoy». La tradición protestante sintetizó este desafío interminable en una expresión latina que hoy seguimos repitiendo: Ecclesia reformata semper reformanda est. La Iglesia reformada debe vivir en una constante reforma.
El río del Espíritu ya ha vitalizado a la Iglesia por dos mil años. Para que esa vida pueda llegar hasta nosotros y se extienda hacia el futuro, necesitamos continuamente limpiar su lecho de la basura que el tiempo amontona sin nuestro permiso. Empezando por nosotros mismos.
- ¿Por qué todos quieren hacer apologética? | Lucas Magnin - 18/11/2022
- Necesitamos una reforma de la Reforma | Lucas Magnin - 04/11/2022
- Antes de abrir la boca… | Lucas Magnin - 09/09/2022