Posted On 28/04/2023 By In Opinión, portada With 550 Views

Arrojados a la zona de eufemismo | Eliana Valzura

Arrojados a la zona de eufemismo[1]

La aceptación y la adaptación a convivir con la diversidad sexual (no sólo identitaria sino también de preferencias, orientación o de género), de los otros y otras — quienes no son, no gustan, no prefieren, o no sienten como unx— tiende a convertirse socialmente en una “manicomialización” al estilo foucaultiano[2]. He aquí la tesis central de estas líneas.

La sociedad, por lo menos la nuestra, pero todo me hace pensar que otras también, aceptó la aceptación y se adaptó a lo diferente, pero de ninguna manera borró los límites y las fronteras imaginarias que demarcan quiénes son lxs unxs y quiénes son lxs otrxs. Es decir, las fronteras que establecen quiénes somos lxs normales (siempre en primera persona) y quiénes son lxs diferentes. El criterio mismo de la diferencia ya viene cargado de ideologización: ¿diferente a qué?, podríamos preguntar. Se acepta lo diferente. Pero se lo sigue llamando diferente, con lo cual se sobreentiende que hay preestablecido e inamovible un solo criterio de normalidad. Y también se sobreentiende que hay una detentación, y a veces una ostentación, del poder para decidir qué es y qué no es diferente, qué es y qué no es normal.

Aceptar y adaptarse no es un cambio paradigmático. Preexisten y perviven los viejos paradigmas clasificatorios[3] (siempre binarios: heterosexual/homosexual, hombre/mujer, sano/enfermo, normal/anormal, igual/diferente), y con esos paradigmas pergeñados desde la masculinidad y desde el poder patriarcal, se propone, cuando no se impone, la aceptación de lo que ya el viejo paradigma señala y estigmatiza a priori. La aceptación y la adaptación, en este caso, son ofrecidas como cambios culturales, avances modernos, o evoluciones sociales, y, sin embargo, no cambian, sino que profundizan los viejos paradigmas excluyentes, mientras se les aplican altas dosis de maquillaje libertario.

 

Tod@s-todxs: todos, todas, todes

Los cambios sociales que en esta materia han venido produciéndose, son muy positivos y necesarios, sobre todo en cuanto a la equiparación de derechos para todos, todas y todes.

En nuestro país contamos con leyes fundamentales como la de Matrimonio igualitario[4] e Identidad de género[5], que ponen en un pie de igualdad lo que antes recibía reprobación. También contamos con otros logros institucionales, como la eliminación de los edictos policiales[6] y con leyes antidiscriminatorias.

Es a partir de los 90 que las comunidades trans instalan el debate sobre su derecho a la legitimidad de sus cuerpos e identidades, con la apariencia o la visibilidad que ellos conllevan, y es a partir de esa década y con el favor del retorno de la democracia, cuando las comunidades gay han ganado las calles con sus manifestaciones de orgullo gay, que no son otra cosa que un desafío al orden imperante de segregación.[7]

En este sentido, Argentina va a la vanguardia de Suramérica en el reconocimiento de derechos y en la extensión de garantías, y algo así siempre será destacable y digno de ser festejado.

Sin embargo, ¿podemos decir que con estas leyes y las que vendrán, la sociedad ha hecho un verdadero cambio de perspectiva, de mirada, de horizonte?

La tesis de este artículo es que no.

Se ha cambiado radicalmente en el reconocimiento de diferentes colectivos y en la legalización de derechos fundamentales. Sin embargo, a nivel personal (y este será el único nivel en el que nos moveremos en estas líneas), todavía estamos lejos de la utopía de una sociedad igualitaria donde cada cual sea y pueda ser quién es y quiera ser. El propio sintagma “sociedad igualitaria”, ya está denotando que la desigualdad existe. Y si la desigualdad existe, y el ofrecimiento es la igualdad, entonces estamos proponiendo que habrá una igualdad planteada desde fuera, desde algún núcleo de poder, alrededor del cual se intentará construir otro colectivo: el colectivo de iguales donde todxs son reconocidos en sus derechos. ¿Por qué habría que “ofrecer” aquello que es un derecho y una dignidad desde el nacimiento?

La propuesta de estas reflexiones, en cambio, es que las historias personales contradicen a las teorías generales[8], y que no son importantes los colectivos, sino las personas.

 

Habemus corpus

Estoy planteando, fundamentalmente, una problemática social, es decir, en este caso, un conjunto de conductas que se generan alrededor del fenómeno social de la convivencia. Pero también estoy planteando un problema existencial y teológico, de ética teológica e incluso de antropología y eclesiología.

Hace no muchos años, nadie o casi nadie discutía sobre estas cuestiones, puesto que la convivencia a la que hago referencia no era un problema. Directamente no existía. Fijado externamente un criterio de normalidad, todo lo que desbordaba por fuera de ese criterio ni siquiera se consideraba materia a incluir. Y no solamente esto: directamente era excluido per se. La homosexualidad se escondía, la bisexualidad se ignoraba, la transexualidad no existía, el travestismo era para circos y carnavales de barrio, y ni siquiera se hablaba de intersexualidad, hermafroditismo, o transgénero. Estas eran rarezas médicas que les sucedían a otros siempre lejanos y sobre las que se agradecía al cielo por no padecerlas. La palabra “Cis” o “disidencias” no significaban nada y la expresión “no binarie/a/e” no estaba ni en las más avanzadas proyecciones.

Los estereotipos masculino y femenino, con las asignaciones culturales correspondientes, prefiguraban roles bien definidos que apenas alguna atrevida o algún atrevido osaba desafiar.

Por supuesto que estos estereotipos de rol variaban imperceptiblemente de época en época. Sin embargo, cada persona en su tiempo se ajustó (natural o compulsivamente) a lo que el tiempo mismo decía que era la norma. Cabellos cortos para las mujeres (insultante en una época y de moda en otra), pantalones para ellas (todo un desafío cultural en un tiempo, exigidos para ciertos ámbitos en otros[9]), pulseras, anillos o collares para los varones (signo de poca virilidad en los tiempos pre hippies, requerimiento impuesto para pertenecer al colectivo “juventud a la moda” en los 80 y 90), cabello largo para hombres (motivo de cárcel en las razzias setentistas, y objeto de publicidades de todas las marcas top de los 80 a esta parte).

 

Encerrar al otro

Volviendo a la idea central de estas reflexiones, digo que esta manicomialización funcionaría más o menos así: visibilizar, y visibilizar al máximo, para nombrar, rotular, etiquetar, encerrar en parámetros definidos e identificables, sólo como paso previo a su invisibilización definitiva y absoluta.

Esta invisibilización, por su parte, se produciría por medio de la acotación al espacio definido de lo diferente.

Si bien la “aceptación” es necesaria a la pacífica convivencia, aunque quien acepta se sitúa siempre en un marcado desequilibrio de poder respecto de quien debe ser aceptado, sin embargo, la aceptación, en este caso y, de hecho, no es tal.

Explico: las diferencias no nos son aceptadas en su estado puro, fluyente y disruptivo. Porque las diferencias no constituyen la normalidad en la que las personas desean convivir. En general la gente tiende a necesitar normatividad para constituirse en su normalidad, es decir, reglas claras, previsibles, demarcaciones, cuadrículas. Y por eso rechaza la diferencia, aquello que no se adecua a sus criterios normativos.

La opción a esta no aceptación es la neutralización: ya que en el fondo ni siquiera te acepto, entonces te neutralizo. En el caso de la diversidad sexual —y diversidad ya es en sí misma una palabra cargada de semántica elocuente (¿diverso respecto de qué? ¿quién se constituye en el yo paramétrico desde el que se establece la diversidad?, ¿la sociedad? ¿la moral? ¿la tradición judeo-cristiana?)— esta neutralización viene lograda, creo, por la vía de la saturación: saturación de su visibilidad. La saturación de la visibilidad de su diferencia, diferencia que abra paso, dé lugar o fomente el simulacro de aceptación. Y esa confirmación de y en la diferencia y su simulacro de aceptación, serán las que permitirán aquella definitiva invisibilización. Dicho en pocas palabras: lo muestro tanto y tan permanentemente y le asigno sus indicadores explícitos de diferencia, que logro que de tanto verse, pase a no verse más.

Como decía al principio, aun cuando ya se ha avanzado muchísimo en el camino de que cada cual sea como sienta ser, creo que la sociedad no ha avanzado un paso más allá de la “aceptación”, por lo cual no ha abandonado su rol de reguladora de lo que puede llamarse “aceptable” (¿Y la iglesia?). Y mientras no abandone ese rol controlador de la aceptabilidad, ésta no dejará de ser una simple condescenencia. De un análisis sencillo de esta palabra, condescendencia, surge un irremediable escalamiento entre el que para estar “con” debe primero “descender” … Quien “condesciende” está por encima ¿se entiende?

Instalar al otro en su otredad es demarcarle la frontera que lo separa de mí. Y esa frontera, para el caso de género, sexualidad o identidad sexual, permite que quien detenta algún poder, o cree detentarlo, no se sienta desafiado o confrontado en su propio género, su propia sexualidad o su propia identidad, y además no pierda su potestad de ser quien dice lo que es bueno o malo.

La invisibilización, esto es, lo que llamé manicomialización —el retiro permanente del espacio de la normatividad aceptable— hace que lo diferente a, la diversidad, la emergencia de lo otro, deje de ser agente de cuestionamiento a la propia «normalidad», al propio sistema de ideas, incluso a la propia identidad sexual.

Llegados a este punto me resulta necesario realizar una reflexión teológica que engarce lo que vengo exponiendo y una las cuentas dispersas de este rosario de reflexiones. Respecto de este tema tan sensible al imaginario religioso como es la sexualidad, y suponiendo que hemos superado con éxito los tabúes y también las creencias que matan —tan comunes en casi todas las comunidades religiosas— ¿Cómo se puede evitar que lo que empezó como liberación —el reconocimiento del otro— se vuelva opresión? Poniendo de relieve a las personas. Haciendo la opción jesuánica por las personas y no por las etiquetas —lo que esas personas son, tienen o parecen ser—. Porque para Jesús no hay colectivos: hay vidas particulares.

Si leemos los evangelios desapasionadamente —o apasionadamente también, tal vez sería mucho mejor—, podríamos llegar a preguntarnos: ¿Es posible que, en una sociedad del siglo primero, sometida al influjo romano, no haya habido manifestaciones de diversidad —y perdón otra vez por la palabra “diversidad”— sexual como en cualquier sociedad? ¿Por qué razón eso no está debidamente constatado en los relatos evangélicos? Es posible que para la moral judía haya sido inaceptable. Puede ser. Pero, entonces, ¿Por qué no hay relatos de casos de personas con “esa clase de enfermedad” “curada”? Tiendo a pensar que los hagiógrafos evitaron poner en los relatos a estos incómodos personajes. Tal vez seguían a Jesús, tal vez Jesús no intentó sanarlos, tal vez los trató igual que como trató a los demás. Tal vez ni siquiera percibió en ellos algo “diferente”. Quizás —acompáñenme a pensar— al verlos sólo veía a Juan, a Pedro, a María, a Magdalena. Quién sabe, esa maldita “diferencia” fue una construcción de siglos de la que Jesús no se hizo cargo.

“Aceptar”, finalmente, es encerrar a las personas en un colectivo, etiquetarlas y desterrarlas de la zona de la “normalidad” que construimos y en la que nos sentimos a salvo, y confinarlas a la zona del eufemismo: evitamos nombrarlas, hacemos circunloquios, luego “no existen”. Es una forma de encierro en el manicomio, lejos de la ciudad, para que “el loco” —el “diferente”— no confronte nuestra cordura. ¿Y quién nos dio semejante poder? Nada más lejos de Jesús.

La tarea por delante es ardua y necesaria: desetiquetar, desmedicalizar, desmanicomializar, es hacer que las personas ya no necesiten de ningún colectivo para protegerse de nosotros y nosotras y, lamentablemente, quizás en el fondo de todas esas formas de organización se encuentre el ponerse a resguardo de nuestro poder de injuria, que sigue siendo altísimo.

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[1] Artículo de 2014

[2] Foucault, M. (1967) Historia de la locura en la época clásica. México: FCE

[3] Construidos además desde la heteronormatividad.

[4] Ley 26618

[5] Ley 26743

[6] Clara herramienta de persecución.

[7] La primera marcha se realizó en nuestro país el 2 de julio de 1992 con apenas 300 personas. Esa marcha, encabezada por Carlos Jáuregui y César Cigliutti, obtuvo una sorprendente difusión. Desde entonces se realiza anualmente.

[8] Steinem, G. (1996). Ir más allá de las palabras. Buenos Aires: Paidós.

[9] En mi época de estudiante secundaria, el pantalón era una provocación sensual. Lo correcto y de buen gusto eran polleras a la rodilla y medias blancas (hasta las rodillas) debajo del guardapolvo. Diez años después, la provocación era usar polleras que dejaran al aire las piernas —espectáculo de ofensa para vaya a saber quién— mientras se subían rampas y escaleras.

Eliana Valzura

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