En la muerte de Jesús se halla implicada la práctica totalidad de los colectivos que configuraban aquello que hoy denominamos: el sistema: Los grupos religiosos (escribas, sacerdotes, fariseos); las fuerzas económicas (saduceos); el estamento político autóctono (Herodes); las fuerzas de ocupación (Pilato) y el pueblo llano.
Al respecto de este conglomerado, el teólogo Josep Vives escribe: «Todos tienen alguna responsabilidad, pero nadie la quiere asumir. Es el anonimato del mal. El mal tiende a hacerse anónimo. […] Todos contribuyen, pero nadie se hará directamente responsable».
¿Por qué mataron a Jesús? ¿Cuáles fueron las verdaderas causas? El rechazo de Jesús no parece obedecer a la cuestión mesiánica. Muchos falsos mesías habían aparecido antes y después de Jesús de Nazaret sin que se les acusase jurídicamente. En el judaísmo del siglo I, declararse enviado de Dios no comportaba la pena capital.
Daniel Marguerat, teólogo y profesor, ya jubilado, del Nuevo Testamento en la Universidad de Lausana, concluye que: «los dos grandes agravios capaces de conseguir la unanimidad del sanedrín contra Jesús son, por un lado, su actitud con respecto al Templo, y, por otro, su posición sobre la ley».
El Templo era un punto sensible en la estructura social y religiosa de Israel. Símbolo de la identidad de los judíos. Fuente de ingresos y de riqueza para muchos estamentos sociales (sacerdotes, vendedores de animales para los sacrificios, cambistas de moneda por cuanto sólo se podía transaccionar con la moneda del templo, mesoneros…) como resultado de los peregrinos, tanto de Palestina como de la diáspora, que acudían a Jerusalén para la celebración de las diversas festividades religiosas.
La expulsión de los vendedores de animales, las mesas volcadas de los cambistas sorprendieron al pueblo y alertaron a la aristocracia saducea. Aquel acto, contra el tráfico de dinero entre quienes tenían intereses económicos y en favor de la santidad del lugar como espacio de oración, fue una acción de provocación profética y de significación simbólica. Las élites de Israel se giraron en contra del maestro de Nazaret. El evangelio de Marcos comenta que desde aquel momento: «buscaban el modo de acabar con Jesús».
Respecto a la ley, Jesús relativiza todo cuanto tiene que ver con la práctica religiosa en favor de la ética: su compasión y cercanía a enfermos, pobres, mujeres, niños… son ejemplarizantes. No fue religioso en el sentido convencional del término. Ni él ni sus seguidores practicaban largos ayunos ni cumplían siempre con los diversos rituales de purificación. Colocó las necesidades de las personas por delante de la sacralidad del sábado. No estableció una casuística estricta frente a cada situación concreta; sino que la regla suprema del amor es la que deberá conducir a sus seguidores a actuar, del mejor modo posible, en favor de las necesidades de quienes se crucen en su camino. Del legalismo que esclaviza y encorseta a la libertad responsable de lo que hoy denominamos ética de situación.
La muerte de Jesús también se explica desde la óptica política. Así, Poncio Pilato, vislumbra el riesgo de la alteración del orden público, a causa de la influencia de Jesús en determinados sectores de la población al ser presentado como aspirante a un mesianismo político que le convertía en adversario de Roma y procura evitar males mayores alineándose con el razonamiento del sumo sacerdote: «conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca». Es por todo ello que la responsabilidad última de la crucifixión de Jesús recae sobre Pilato. Fue Pilato quien le condenó a la cruz.
Una cosa son las causas objetivas: Jesús fue condenado por haberse enfrentado al sistema político-religioso de Israel. Otra es el sentido o interpretación salvífica que la comunidad de sus seguidores dio a su muerte y que se ha mantenido a lo largo de la historia del cristianismo. En el trasfondo cultural e ideológico de la iglesia fundante, como nos recuerda Rudolf Bultmann en su libro El cristianisme dels origens, convergen el judaísmo (judíos autóctonos y de la diáspora convertidos al cristianismo) y el helenismo (paganos convertidos a la fe de Jesús). Es en este entramado socio-religioso en el que se determina la interpretación mesiánica.
Por no hablar de un marco superior o matriz antropológica. El doctor en filosofía, Jordi Corominas escribe al respecto que: «Uno de los mitos más universales de todas las creencias es el sacrificial: pensamos que algunas de nuestras acciones han provocado la ira de los dioses o han roto alguna ley cósmica, y de lo que se trata es de recuperar el beneficio de los dioses, o de alguna energía u orden cósmico, mediante penitencias, ascesis, ayunos, sacrificios de animales o de personas humanas».
El pensamiento del cristianismo original, a causa de sus raíces en la religiosidad judía impregnada de la idea del sacrificio expiatorio (cabe recordar que la festividad del Yom Kipur es la más importante de su calendario) y en la filosofía helénica de corte dualista que preconizaba el desprecio del cuerpo y de lo material, no era ajeno a tal razonamiento.
En las páginas del NT, los términos: pecado, culpa, condenación, rescate, redención… son habituales. Pero quizá haya sido Anselmo de Canterbury, en el siglo XII, quien más ha contribuido a la interiorización de este imaginario sacrificial en nuestras mentes al enfatizar la salvación en términos de expiación (borrar o limpiar las culpas). Su argumentación es que nuestro pecado ha ofendido de forma infinita a Dios, por cuanto Dios es infinito. Es necesario reparar, pues, la ofensa de igual manera, cosa que nosotros no podemos hacer, dada nuestra naturaleza contingente que impide que podamos ofrecer a la divinidad nada de valor. No existe equiparación entre ofensor y ofendido, por lo que sólo el sacrificio de Jesucristo (por su naturaleza igual a Dios) posee este valor infinito que la expiación por el pecado demanda.
José Maria Castillo, doctor en teología, escribe al respecto de este pensamiento sacrificial que: «…el lenguaje ascético sobre el sufrimiento roza los límites del absurdo y hasta de lo irracional e incluso casi de lo blasfemo. Porque presenta a un Dios que “necesita” la sangre, el dolor y la muerte para aplacarse. […] Un Dios así resulta inaceptable y monstruoso para el común de los mortales».
En palabras de José María Mardones, doctor en sociología y teología, el resultado de esta manera de entender la muerte de Jesús: «Ha sido lamentable. Hasta hoy tenemos la imagen de un Dios Padre ofendido, que necesita la sangre preciosa de su Hijo para aplacarse. Este rostro sádico de Dios no tiene nada que ver con el de la parábola del padre del hijo pródigo. Es su opuesto. Es una horrible distorsión». La vida de Jesús no estaba predeterminada por Dios a morir crucificado. No cumplió con un guion escrito desde la eternidad. Su vida no fue una representación. Si fuese así, no hubiera sido libre.
El sufrimiento no nos salva. Dios no necesita ni quiere el sufrimiento y muerte sangrienta de Jesús. Aquella crucifixión fue un crimen perpetrado por la estructura político-social. Jesús no quiere morir ni ofrecer su vida para aplacar la ira de Dios. Jesús muere por su fidelidad y coherencia con los valores del Reino de Dios, por su identificación con los últimos, por colocar al ser humano por delante de las prescripciones religiosas, por curar en sábado, por señalar las posiciones hipócritas de los religiosos de su tiempo…
Edward Schillebeeckx, doctor en teología que ejerció como profesor en la Universidad de Lovaina y en la de Nimega, considera que: «La muerte de Jesús en la cruz es la consecuencia de una vida de servicio radical a la justicia y al amor; es secuela de su opción por los pobres y desechados; de la opción por su pueblo, que sufría explotación y extorsión».
José Arregi, doctor en teología, escribe también al respecto que: «A Jesús le mataron por la vida que llevó, por las cosas que hizo y enseñó. Murió a consecuencia de la vida. La vida de Jesús es lo que explica su muerte y su vida es donde se revela el sentido del término “salvación”. Su vida es la que nos salva. […] Jesús no murió por “razones teológicas”; sino por “razones históricas”».
Parafraseando a José María Mardones, necesitamos transitar del Dios del sacrificio al Dios de la Vida. Debemos sanar las imágenes distorsionadas de Dios en favor de la imagen que nos transmite Jesús de Nazaret que es la del amor. «La obra salvadora de Jesús se comprende mucho mejor si no la arrancamos de su vida y de su contexto histórico».
Jaume Triginé