… Y ahora resulta que vienes con esa cara que tienes. Y yo no sé si es muy normal que vuelva a faltarme el aire. Mira que estoy enfadada, mira que lo he calculado… y en un momento todo se para. Solo ha hecho falta tu cara. M. Vidal
No sabría muy bien cómo explicar qué me ha hecho llegar hasta el callejón del Gato. A veces, paseo sin rumbo fijo por este Madrid que me conquista y me sorprende cada vez que me dejo abrazar por sus calles, por sus edificios, por sus historias. Me he detenido frente a la placa de la calle del poeta madrileño Álvarez Gato, en la que se rinde honor a la noche de Max Estrella y al esperpento. Recuerdo la escena grotesca, vulgar, trágica, pareciera que ella misma se ha mirado en los espejos cóncavos. “Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato”. Sonrío. Cavilo. Max y Don Latino, quitándose el cráneo, me dan la clave para el trabajo de sapienciales.
Job ha sido despojado de todo y de todos. Ha maldecido su vida y, junto con sus amigos, ha rasgado sus vestidos arrojándose polvo y ceniza sobre su cabeza. Guardan silencio. Querer dar explicaciones a la tragedia de Job, de todos los jobs del mundo, sería blasfemar. Intentar dar sentido allí donde el misterio de Dios lo ha llenado todo con el silencio, sería un sacrilegio. Pero necesitamos entender, necesitamos gritar e increpar al cielo, por eso, después de siete días, se sucede en el libro la alternancia de diálogos entre Job y sus amigos. Del capítulo 3 hasta el 27 nos hallamos ante un juicio: Job está sentado en el banquillo. La voz del fiscal es la de los tres que han venido a consolarlo. La causa: la comprensión ortodoxa del sufrimiento en la que se afirma que el mal es la retribución de nuestros actos. El de Uz ha tenido que hacer algo muy grave para que Dios lo castigue de este modo. Le piden de forma reiterativa que se arrepienta y pida perdón al Todopoderoso. Si asume la culpa, el sufrimiento de Job tendrá sentido. Sin embargo, el protagonista no cede. Se mantiene en su afirmación insobornable de que es inocente. En medio de su impacable dolor le queda la alegría, el consuelo de no haber negado las palabras del Dios Santo. Job sube a la palestra al Omnipotente, le pide explicaciones, no guardará silencio, porque la amargura en la que vive le obliga a hablar.
Los argumentos de los sabios ancianos se han paseado por el callejón del Gato. Job es uno de eso héroes deformados en los espejos cóncavos: un justo convertido en esperpento. Las ideas de Dios, del mal y del sufrimiento se han deformado risiblemente. Job se encuentra con Max y Don Latino. Intentan dar sentido a la trágica vida humana con una estética sistemáticamente deformada. Sin embargo, saben que no pueden defenderse del juez, solo pueden pedir misericordia. Los personajes de don Ramón encontrarán el instrumento de la deformación, de la misericordia en un vaso. Un vaso que convierte en absurdas todas las imágenes bellas. Job quiere hablar con Shaday, desea un cara a cara con Dios. Quizá el fondo del vaso ayude de-formando la expresión que les deforma las caras y toda la vida miserable, una vida entregada a los sindiós. Pero para ver el fondo del vaso hay que beber… para mudarse al callejón, hay que estar curda.
Desde un balcón, Pichuco con el bandoneón y Rivero con su voz, invitan a Job a una sesión privada en la que, a puerta cerrada, se da vida a la Última curda, un tango que se debe cantar con los labios apretados y escuchar en silencio. Este poema de Cátulo Castillo es “ese momento de revelación donde un hombre descubre, tal vez por un breve instante, una verdad o la verdad de su vida que se revela como un relámpago o una iluminación” (M. Adet) El fueye rioplatense se ha convertido en un interlocutor al que increpar: “Tu ronca maldición maleva… tu lágrima de ron me lleva hasta el hondo bajo fondo/ Donde el barro se subleva”. Es en este bajo fondo de la deformación del sufrimiento del justo, donde Job se subleva y le pide a Dios que rinda cuentas, que le escuche, que le responda: si es inocente, ¿por qué se le ennegrece la piel, y se le cae? ¿Por qué está su cítara de luto y su flauta acompaña el llanto? ¿De qué sirve cumplir con los preceptos? Así termina Job su alegato de inocencia y, aun con todo, no peca.
Hastiado de sus amigos, que no le traen consuelo, harto de la soberbia de un joven que se cree más sabio que ellos y desesperado por un Dios ausente, Job bien podría cantar la estrofa tanguera: “¡Ya sé, no me digás! ¡Tenés razón!/ La vida es una herida absurda,/ Y es todo tan fugaz /Que es una curda, ¡nada más! /Mi confesión.” Elihú, el joven, dice que Dios está por encima de los hombres. No está pendiente de ellos… Nuestras vidas son fugaces, como la hierba del campo… La confesión de Job es, pues, una borrachera, que pasará al terminar la noche…
“La vida es una herida absurda” (podemos oír a Max Estrella: “Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas”) es un verso que nos muestra el reflejo del ser humano en el fondo del vaso. Si la respuesta al dolor de Job, a nuestro dolor es esto… solo nos queda exclamar: “Cerrame el ventanal/ que quema el sol/ su lento caracol de sueño,/ ¿no ves que vengo de un país/ que está de olvido, siempre gris,/ tras el alcohol?”
Elihú representa la nueva propuesta judía para el mal. Dios es un misterio, no podremos nunca alcanzarlo, no podremos entenderlo… La visión del joven incorpora el paso de más que da el pueblo de Israel tras el cautiverio en Babilonia a la teodicea: Dios habla de muchas formas a los hombres y el dolor es una de esas formas. Los judíos vienen de una tierra que parece que siempre está de olvido y que está, sin embargo, llamada a recordar en la eterna invitación del Shemá.
Los últimos versos del tango: “Pero es el viejo amor/ Que tiembla, bandoneón, / Y busca en el licor que aturde,/ La curda que al final/ Termine la función/ Corriéndole un telón al corazón”. Estos versos nos pueden conectar al inicio del último discurso de Elihú, al que oír el trueno del Altísimo le hace temblar el corazón y cerrar el telón ante la majestad terrible que rodea a Dios, quien no viola el derecho ni la justicia.
Quedarse en estos versos, y en el callejón, sería quedarse con un Job irredento. Sería quedarse con un Dios que, como dijo Cohen, lo quiere más oscuro. Un Dios que ha dado permiso para matar y mutilar, que ha repartido las cartas y nos ha dejado fuera del juego, que se ha quedado con la gloria y nos ha dejado la vergüenza. Nos quedaríamos con el reflejo de un Dios iluminado por “un millón de velas encendidas por una ayuda que nunca llegó”. Ante esta imagen solo se puede decir: You want it darker, We kill the flame.
El libro de Job termina con la aparición en escena del Todopoderoso. El Señor responde a Job desde el torbellino. La respuesta de Dios no es la que Job espera, ni la que esperaríamos nosotros ante nuestra desesperación, nuestra angustia, ante la náusea de seguir vivos de esta manera… La contestación hace más grande el misterio del Altísimo. Job tapa su boca y le deja hablar. Dios termina: “Cuanto hay bajo el cielo es mío”. Es entonces cuando nuestro protagonista, cobra la serenidad, la embriaguez del dolor lo deja y puede exclamar: “Es cierto: hablé sin comprender/ maravillas que me superan y no entiendo… De oídas te conocía/ pero ahora mis ojos te ven”. El Hineni, hineni. I’m ready, my Lord de Cohen resuena en mi cabeza.
Job se redime en el encuentro cara a cara con su Redentor. Estaba enfadado, lo tenía calculado… pero, solo ha hecho falta ver su cara para volver a respirar de nuevo. “Ya disfruta lo que siente, y no le molesta el viento. Comienza a descubrir que sabe sobrevivir y que puede retomar la vida sin ahogarse”. (M.Vidal)
A Job le queda mucho todavía para llegar a la respuesta que da el Resucitado al problema del sufrimiento: el amor. La Palabra que no se conformó con ser escrita en la roca, sino que se encarnó para dar sentido a las heridas, a la fragilidad, a la belleza del esperanzado que sigue alzando los ojos al cielo, de donde sabe que ha de venir su socorro. Jesús de Nazaret es la superación de Job de Uz, sanándonos en sus llagas, llevando sobre él nuestras enfermedades. En la kenosis del Siervo Sufriente podremos hallar nuestra plenitud, aunque haya polvo y cenizas sobre nuestras cabezas. ¡Soli Deo gloria!
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