“¿Y cómo fue, Eliana, que dejaste de ser calvinista?”, me preguntó mi estudiante más despierto, adivinando debajo de mi apasionamiento una postura que yo misma no estaba explicitando. No era una clase apologética, ni mucho menos una diatriba: hablábamos de los cinco puntos del calvinismo. Hablaba yo. Vehemente. Los vivía. Los actuaba. Los respiraba delante de ellos garabateando jeroglíficos continuos en el pizarrón para que se me entendiera su concatenación, su cadencia, su lógica interna. Mientras los desplegaba, sin nombrarlos, intentaba abrir ante sus ojos, de par en par, los agujeros negros, las grietas, o las amplias exclusas por donde se escapaban, gota a gota o a raudales, todas las lógicas teológicas posibles aplicadas a Dios.
Mis estudiantes me miraban. Mi estudiante salvadoreño de la pregunta me leía entrelíneas.
Provengo de una formación calvinista, y enseñé siempre teología sistemática y calvinista. Mi formación universitaria (y tal vez mi personalidad), forjaron en mí una pasión por el orden, la lógica y los sistemas, y de acuerdo con eso, siempre estuve convencida de que el calvinista era el sistema que respondía a todas las preguntas, que ensamblaba mejor todas las partes, y que ataba más prolijamente todos los “cabos sueltos” de los interrogantes teológicos. Creía entonces que la fe era un conjunto de certezas indubitables, y confiaba en la posibilidad de acceder a la verdad por esa vía. Pobre de mí. Me faltaban unas cuantas lecciones de teología práctica.
Toparme con la doctrina de la predestinación no era un problema por entonces: de entre la masa de predestinados al infierno, Dios, en su bondad, decidió escoger a algunos. Es como si yo supiera que va a explotar esta estufa, les dije a mis estudiantes ese día, y todos fuéramos a morir, y mereciéramos morir, pero yo, que tengo el poder de decidir, elijo a Fulano y a Mengano para salir del aula, porque soy buena… Nunca lo entendí, es verdad, pero me habían enseñado a no contender con Dios, y jamás me atreví a someterlo a revisión. Al fin de cuentas, ¡A mí me habían “sacado del aula”!
Quizás la experiencia existencial más fuerte que un ser humano pueda vivir, la de estar solo frente a la muerte, haya cambiado en mí para siempre la manera de ver la vida. Llegar a la puerta del lugar sin retorno le permite a una la posibilidad de relativizar todo al máximo, le permite a una la posibilidad de someter todo a prueba con la mayor osadía, porque más fuerte que la muerte no hay ningún trago. Y así me pasó, creo.
Mi encuentro con Karl Barth no fue amor a primera vista. Me acerqué con anteojeras, por supuesto. Del lado calvinista siempre se lo ve liberal.
El concepto de predestinación en Karl Barth daba justo en la médula de mis dudas nunca expuestas: la vida, la muerte, el dolor, la existencia, simplemente la existencia, habían estado erosionando mis certezas recibidas como herencia. ¿Sobre qué se sostenían? Ya no tenía miedo a dudar. Dudaba porque tenía fe. Si no la tuviera, no dudaría.
Cuando mi estudiante me hizo aquella pregunta una tarde como esta, lo miré fijo, me senté en el escritorio, me saqué los anteojos, y me obligué a pensar en un cambio que no fue pensado, ni meditado, ni organizado, ni predestinado, ni premeditado. Simplemente sucedió.
Pensé unos segundos y respondí.
Calvino basó todo su sistema, organizó todo su edificio de pensamiento, partiendo de la idea de un Dios soberano. Su soberanía, por encima de cualquier otra cualidad que podamos atribuirle, es la que explica contundentemente a este Dios que elige, predestina, a salvación y a perdición, o que, dicho de otro modo más suave, escoge a algunos y pasa por alto a otros de acuerdo a sus “santos designios”. Esa soberanía implica que su voluntad, basada en su deseo y su plan, puede justificar todo lo que suceda, incluso lo que no encaja dentro de la lógica.
Sin embargo, en un momento especial de mi propia vida personal, cuando la vida se volvió una dura pelea a punto de perderse, descubrí en mi propia carne que ese Dios soberano no me alcanzaba, me quedaba corto, me apretaba, no cubría mis necesidades existenciales más profundas, no llenaba los vacíos más hondos de mi alma.
Fue ahí, recién, imposibilitada y desnuda, consciente al fin de mi propia humanidad, que necesité a un Dios de amor y a un Dios de gracia que sobrepuja al Dios soberano.
Vino en mi auxilio Karl Barth.
En ese momento, creo, dejé de ser calvinista.