A mi respuesta fácil y automática: “vamos a orar”, me indicaron “antes se oraba para que Dios ‘ayude’ en algo que alguien (quizás una misma) se proponía hacer. Ahora se ora para que Dios haga lo que una no va a hacer”. El comentario, lapidario y directo, había dado en la médula de toda mi teología sobre la oración. Sucedió hace muchos años, quizás quince, y desde entonces no he dejado de preguntarme sobre la naturaleza de la oración, sobre su alcance, sobre su necesidad y pertinencia, y sobre la antropología de la oración, quiero decir, qué, cómo y cuánto podemos decir de nosotros y nosotras, sujetos orantes. Sin embargo, por el momento, solo quisiera llamar la atención a un aspecto muy específico, quizás restrictivo, de la oración.
Una primera impresión que quiero compartir es que, en general, los cristianos y cristianas nos hemos insensibilizado de tal forma y nos hemos profesionalizado tan estrictamente en el arte de la espiritualidad, que casi nos hemos retirado de la acción concreta. Hay muchas y variadas razones para ello y, por supuesto, hay honrosas excepciones, hermanos y hermanas muy comprometidos con la realidad y con el Reino que hacen de la consecución de sus valores un estilo de vida, casi un imperativo categórico. Sin embargo, y lamentablemente, lo más corriente en los púlpitos cristianos es una predicación de huida del mundo, de postdatación de la esperanza, de escatologización de la salvación. La vida en este mundo es solo un trampolín hacia la vida eterna, parece, y el fin catastrófico es la crónica de una muerte anunciada sobre la que las personas en particular, y la iglesia en general, no tiene nada que decir —más que anunciarla como inevitable— y nada que hacer, más que esperarla y ofrecer (cuando no “vender”) pasaportes hacia una eternidad a salvo de las llamas.
¿Cuándo y por qué esta vida —la única que tenemos como don— ha perdido tanta importancia a expensas de la otra, la que con más o menos esperanza aguardamos para después de la muerte? ¿Cuándo y por qué hemos dejado parasitar nuestra teología de una creación “buena en gran manera” (con todo y nuestra vida sobre esa creación) por una teología del “cuerpo de muerte”, de la “sarx”, de la “maldad de la materia”? Me dirán que estos conceptos son incluso más viejos que el cristianismo mismo. Y sí. Lo sé. La pregunta no es si sé más o menos sobre gnosticismo o filosofía griega. La pregunta es cómo hoy podemos seguir pensando así.
Si ponemos en cuestión estas ideas —tarea nada fácil, toda vez que están demasiado arraigadas en el imaginario evangélico— quizás, solo quizás, podremos salir de este inmovilismo, de esta suerte de resignación que nos imponemos a nosotros mismos e imponemos a las demás personas cada vez que atraviesan una circunstancia dura o injusta e incluso inexplicable. Sé que hay hechos trágicos que escapan a nuestras posibilidades fácticas de intervención y de cambio, pero aun en esas situaciones extremas, siempre —siempre— algo se puede hacer, aunque más no sea, llorar con quien llora, estar al lado, poner el cuerpo en el acompañamiento del doliente.
Si mi hermano, mi hermana, mi prójimo, mi prójima, mi par, tiene que llegar a la instancia de pedirme ayuda, quizás sea porque yo no esté en sintonía con la voz de Dios que ya ha indicado sobradamente qué hacer. La Biblia —ese libro que decimos venerar— dice que Dios escucha al menesteroso y lo ayuda. ¿Y cómo lo hace? También lo dice la Biblia: Dios articula su ayuda a través de aquellos y aquellas que somos sus brazos en la tierra. Hay sobrados ejemplos en la Escritura de esta ayuda divina mediada por manos humanas. Incluso Jesús enseñó que así debía ser: si queremos seguirlo, si queremos ser sus discípulos y discípulas, entonces debemos ser el samaritano que paró en el camino, el y la que le dio de comer a Jesús cuando tuvo hambre, debemos ser quienes demos una de las dos capas o quienes estemos presentes en las cárceles —todas las cárceles— de esta vida en las que alternativamente podemos estar presos, y también debemos ser quienes dan de comer a la multitud partiendo los pocos panes y peces de que disponen… Y si hasta parece que esa clase de credenciales serán las que de alguna forma —por favor, no estoy pensando ni remotamente en ninguna teología meritocrática, ni en “ganarse” ninguna salvación— nos precederán en el abrazo eterno con Jesús.
No estoy diciendo que no haya que pedir ayuda ni estoy condenando a aquellos y aquellas que, como yo, muchas veces reciben pedidos de ayuda y piden ayuda también. Estoy diciendo que todavía hay que pedir ayuda porque el mundo es lo que es. Pero eso, lejos de empujarnos a encogernos de hombros porque “el mundo fue y será una porquería, ya lo sé” y “va hacia la destrucción”, debería conminarnos a actuar en favor de su mejoramiento, por aquello de que somos sal y luz y por aquello, también, de los valores del Reino que Jesús predicó.
Es verdad, también, y no quiero dejarlo pasar, que la Biblia habla muchas veces de intervenciones extraordinarias de Dios en favor de su pueblo. ¿Qué otra forma tenían los hagiógrafos de explicar lo inexplicable? El Deus ex machina de la tragedia griega también era una forma de arreglar este “bache” en el lógico devenir de la historia y de la trama. No obstante, aun si creemos en la intervención divina sobrenatural en favor de las personas y del mundo: ¿es esta una razón para no hacer lo que debemos hacer?
Tal vez el sacerdote y el levita —además de seguramente pensar que su investidura les impedía rebajarse a atender a un nadie— pensaron que Dios se encargaría, porque él es poderoso, omnipotente, soberano —y quizás el hombre que bajaba a Jericó se lo merecía y quizás Dios mismo era el que le estaba enseñando algo con esa paliza que le habían dado los ladrones—… No sabemos qué pensaron estos dos religiosos, solo sabemos qué hicieron: miraron para otro lado.
En este relato del buen samaritano el escritor del evangelio se ocupa en resaltar que los discípulos estaban preocupados por cómo y qué harían para heredar la vida eterna. “Heredar la vida eterna”, leímos bien. Y Jesús les contesta con esta parábola. Algo semejante ocurre en el otro pasaje, el del “juicio a las naciones”: también se habla de “heredar el reino”. Es cierto que quien “hereda” no hace méritos para heredar. Sí. Pero, generalmente, quien hereda debe ser “heredero”, es decir, debe tener una relación directa con el que ofrece la herencia. ¿Y cómo se logra esa relación directa o como se constituye uno/una en “heredero”? Bueno: se dice en ambos pasajes, en ninguno leo que sea estando de brazos cruzados y con corazón cerrado.
Cuando decimos “vamos a orar” ¿qué estamos diciendo, finalmente? Tal vez, podríamos pensarlo, intentamos convencer a los otros y las otras para que esperen el milagro, cuando a veces el milagro lo tenemos al alcance de nuestra mano.
Simple y doloroso:
Oramos a puño cerrado, y que Dios se arregle.