Posted On 01/09/2023 By In portada, Teología With 1320 Views

Sobre la muerte, la inmortalidad y la resurrección. Hablar de lo imposible, teologar lo inteologable | Eliana Valzura

Estos temas, la muerte, la inmortalidad del alma y la resurrección, representan un vértice en el que la Antropología teológica y la Escatología se tocan. La Antropología teológica que sostengamos incidirá, necesariamente, en nuestras intuiciones acerca de qué podemos esperar luego de la muerte, con qué nos vamos a encontrar, y qué esperanza estamos habilitados y habilitadas a abrigar. Así, sostener una antropología dualista, que separa el cuerpo del alma/espíritu como si fueran “componentes” o compartimientos estancos de un todo, necesariamente tiene consecuencias e implicancias en el delineado de las concepciones escatológicas. No es una novedad que yo plantee que la mayoría de las confesiones cristianas creen y predican —en la práctica y aunque no lo digan sus confesiones de fe— la doctrina de la inmortalidad del alma. Basta recordar el último servicio fúnebre al que hayamos asistido para advertir que son comunes las expresiones siguientes: “X salvó su alma”, “Recibe el alma de X en tus brazos”, “Lo que ustedes tienen ante sí (dirigiéndose al cuerpo) es solo un envase, X ya está con Dios”, entre otras que podríamos imaginar. Es que, en el fondo, hablar de la muerte en ámbitos cristianos es sumamente incómodo, es más, también suele llevar la carga de una suerte de imperativo categórico respecto de no temerla e incluso de considerarla algo bueno. Y me atreveré a desafiar ese mandato.

Por la vía, entonces, de una concepción del ser humano —que provisoriamente podríamos llamar “unitaria”— se llega a la imposibilidad de plantear la inmortalidad del alma, puesto que, con ella, se caería en el absurdo de postular una suerte de “separación” entre dimensiones que no son separables: el cuerpo y el alma/espíritu.

Por otra vía, fue el teólogo luterano Oscar Cullmann quien, en 1965, volvió la mirada sobre el problema de la relación entre la muerte, la inmortalidad y la resurrección, afirmando enfáticamente la doctrina de la resurrección de los muertos frente a lo que él califica de “infiltración griega”: la doctrina de la inmortalidad del alma. Su ensayo se llamó “¿Inmortalidad del alma o resurrección de los muertos?”[1]

En él hace una comparación entre Sócrates y Jesús a la hora de morir, y llama la atención acerca de un tópico no frecuentemente analizado en ámbitos cristianos. La muerte, como locus teológico, es abordada por Oscar Cullmann con singular tratamiento. Ella, la muerte, no es por cierto una liberación, como es percibida por Sócrates, quien la enfrenta con pasividad y hasta con alegría, rodeado de sus discípulos. La muerte no es “natural”[2], nos dirá el autor, porque no es un hecho de la vida.

Sócrates va tranquilo hacia una “bella muerte”. Jesús, en cambio, está angustiado esperando ese “bautismo”, prefiere que pase de él esa copa, y le teme a la muerte, como cualquier ser humano. La muerte, para Jesús y para cualquiera de nosotros, es algo horrible, nunca algo divino. En ese estado implora a Dios y aun a sus compañeros, los discípulos. Porque la muerte es para él el supremo aislamiento, la soledad radical. Sabe que Dios lo ha abandonado y que está en manos de la muerte. Dice Cullmann:

Allí donde la muerte sea concebida como el enemigo de Dios, no puede haber «inmortalidad» sin una obra óntica de Cristo, sin una historia de la salvación

donde la victoria sobre la muerte es el centro y el fin. Jesús no puede conseguir esta victoria si continúa vivo en su alma inmortal y en el fondo, sin morir.[3]

La muerte es la destrucción de toda vida creada por Dios, y entonces, concluye Cullmann, es toda la vida la que debe ser re-creada.

La in-mortalidad, en realidad, no es más que una afirmación negativa: el alma no muere (continúa viviendo). La resurrección es una afirmación positiva: el hombre entero, que está realmente muerto, es llamado a la vida por un nuevo acto creador de Dios.[4]

Si sostenemos una antropología holística —para la que el ser humano no es un compuesto de cuerpo y alma/espíritu o, dicho de otro modo: no tenemos cuerpo, sino que somos cuerpo, no tenemos alma, sino que somos alma, es decir, somos un complejo entramado somato-psico-espiritual— esta concepción nos lleva a que la separación entre alma y cuerpo es imposible, y entonces debemos descartar de plano la inmortalidad o la supervivencia del alma post-mortem. Si, como parece explicar Cullmann, la muerte no debe entenderse como liberación sino como exterminio de toda vida, entonces debe ser la vida completa la que debe re-hacerse o re-crearse, y la vida completa no es el alma, sino esa espesura de cuerpo-alma-espíritu cuyo tejido abigarrado conforma el todo.

Ahora bien, admitir esto nos enfrenta con varios interrogantes irresolubles que, creemos, son los que han motorizado la respuesta fácil de la inmortalidad del alma.  Como dice Alain Marchadour[5]: “la lógica de la antropología milita a favor de una aniquilación (del alma) después de la muerte”.[6]

Así, por ejemplo, en el catecismo se nos decía que la muerte es la separación del alma y del cuerpo. Presentación simple, que en realidad está cargada de una antropología donde se supone que el alma es separable del cuerpo. Para el hombre bíblico esto es inconcebible, ya que el hombre se ve como profundamente uno. [7]

Ahora bien, si desechamos la inmortalidad del alma (ya sea por estar en contra de la concepción antropológica del Antiguo y del Nuevo Testamento, ya sea por considerar a la muerte como un enemigo horrible y no un tranquilo y dulce pasaje), esta lógica nos conduce directamente hacia el gran interrogante, el agujero negro de la escatología y de la antropología: ¿Qué pasa en el intermedio entre la muerte y la resurrección? La teología se ha inclinado, mayoritariamente, por dos opciones: la aniquilación (con E. Jungel[8], por ejemplo) o, en su defecto, el “estado de espera”, de “dormición”, como algunos lo han llamado, o “estado intermedio”, como se ha generalizado sin dar demasiadas precisiones. Estas conclusiones se obtienen aun si prescindiéramos del dato escriturario que nos convoca a la fe en la resurrección, solo sosteniendo una antropología teológica no dualista.

Si creemos en la resurrección, podríamos descartar la aniquilación final como presupuesto, pero aun así no tendremos resuelto el problema.

Una posibilidad fue la que esbozaron teólogos como Paul Althaus, Emil Brunner, G. Greshake, Juan Luis Ruiz de la Peña, y Karl Rahner, entre otros, quienes, con diferencias, postulan que la temporalidad corresponde a esta vida, y queda suprimida tras la muerte, de modo que el eschaton no debería entenderse (tras la muerte) como un hecho futuro todavía por suceder, sino más bien como un hecho en continuo presente, si es que pudiera admitirse esa terminología para describir, de algún modo que se entendiese, la supresión del tiempo y la instalación en la a-temporalidad o la omni-temporalidad que es la llamada eternidad.[9] Dicho más sencillamente: si el tiempo corresponde a esta vida y a este mundo: ¿por qué analizar lo que pasa “después” (y este es un término temporal pero estoy chocándome con lo inefable) de la muerte con categorías temporales? ¿Por qué insistir en un tiempo de espera, en el final de los tiempos, en el tiempo del fin al que supuestamente habrá que aguardar (otra categoría temporal) para resucitar?

En esta línea de pensamiento, la resurrección no sería un evento esperable (para el muerto) en ningún eschaton final de tiempo, como es esperable para los vivos, aún sujetos al reloj. Ese eschaton, visto desde la muerte, sería un ya. La resurrección, entonces, sería inmediata al acto de morir, con lo cual se zanjaría satisfactoriamente el problema del estado intermedio.

Para los que vivimos todavía en la historia terrena, la muerte del individuo está separada del último día por un espacio temporal indeterminado. Pero más allá de la muerte, ¿existe aún el tiempo? ¿Por qué no pensar que el tiempo limita con el éschaton permanentemente, que cada uno de sus instantes equidista de éste? Si esto es así, el último día se cierne sobre cada uno de nuestros días y el morir nos conduce inmediatamente al término de la historia, a la parusía, la resurrección y el juicio.[10]

¿Y cómo podría ser esto? ¿Verdad que para nuestra lógica humana hasta puede resultar un planteo fantasioso? Claro que sí… ¿Pero por qué debería ser lógico o adaptarse a nuestra lógica humana? Pensemos en el concepto de “eternidad”: ¿qué significa? Podemos intentar cientos de explicaciones y finalmente deberemos caer en el argumento negativo: la eternidad es el no-tiempo. Pues bien, para nosotros, seres temporales ¿qué es el no tiempo? Es una concepción-inconcebible. Ni siquiera en grado de “teoría” podemos explicarlo acabadamente. Solemos tener “respuestas automáticas” para todo… No obstante, si insistimos en la pedagogía de la pregunta, advertiremos que no hay respuesta para todo. Y está bien que así sea.

Entonces, pensar en una resurrección inmediata a la muerte (e “inmediata” ya es una palabra inadecuada, toda vez que después de la muerte ya no impera el tiempo que es, además, una ficción), porque si no hay tiempo es ridículo pensar en un “después”, implicaría la existencia de varios planos que se solapan y que justificarían esa frase de Jesús en la cruz “Hoy estarás conmigo en el paraíso” o la de la epístola “Ausentes del cuerpo, presentes al Señor”, en donde “ausentes del cuerpo” no indicaría un estado desencarnado, sino solo un plano diferente a este (el del mundo material tal como lo conocemos).

Resumiendo: si creemos en una antropología dualista, desembocaremos indefectiblemente en la inmortalidad del alma[11], puesto que es una posibilidad, que choca a nuestro sentido de lo real, que el alma, desprendida del cuerpo que la ataba, y a la que generalmente consideramos sede de la personalidad, del yo, de la esencia misma de lo humano, hecha a imagen y semejanza de Dios, quede flotando en la nada, o, lo que es peor, sea aniquilada. Le asignamos un espacio con Dios, un espacio “de regreso”, sin detenernos a pensar qué estamos implicando teológicamente con esta afirmación.

Nos resulta cómodo hacerlo, porque es mucho más desconcertante e incómodo asumir que no tenemos la pieza exacta del rompecabezas que encaja en ese hueco entre la muerte (segura y constatable) y la resurrección (que apenas es un dato de fe). Nos asusta el misterio, y preferimos tener una teología cerrada, de manufactura propia, antes que una teología abierta, que se sabe incapaz de sortear todos los escollos cuando se intenta hablar de lo inefable.

Sin embargo, si asumimos la inmortalidad del alma como una fe digna de confianza, deberemos renunciar a los pasajes bíblicos que hablan de resurrección, y por supuesto, deberemos desconocer o desoír la concepción antropológica bíblica que ni en el Antiguo Testamento ni en el Nuevo Testamento es dualista. Un análisis pormenorizado de las palabras Nefes, Basar, Ruah, Psyché, Soma, Sarx, Pneuma dan cuenta de que ambos Testamentos proponen una visión de unidad pluridimensional del ser humano, aunque, como bien analiza Enrique Dussel[12], al comenzar a utilizar el instrumental lingüístico griego era de esperar que algunas palabras se cargaran de una semántica platónica, neoplatónica y hasta gnóstica que antes les era ajena.

Como bien apunta J.L. Ruiz de la Peña, la debilidad de la doctrina de la inmortalidad del alma no termina allí: si el alma ya se halla, post mortem, en su estado de beatitud o felicidad perfecta, sin la integridad ontológica, ¿Para qué esperar la resurrección?[13] [14]

El misterio teológico no tiene solución aparente. Ser conscientes de la debilidad de nuestras elucubraciones no es una enfermedad de la fe sino, por el contrario, una habilitación a la fe, allí donde no tenemos el arnés de la seguridad. Y para cuestiones sobre la muerte, “ese lugar a donde irás y no volverás” de los relatos míticos, la teología nunca será una ciencia exacta.

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[1] En Cullmann, O. (1972) Del evangelio a la formación de la teología cristiana. Salamanca: Sígueme. pp. 233-268. Cf. Cullmann, O. (1988). Cristo y el tiempo. Ed. Cristiandad. Pp. 286 y sgtes.

[2] En Cullmann, O. (1972) Del evangelio a la formación de la teología cristiana. Salamanca: Sígueme. P.234

[3] Ibid. p.242

[4] Ibid. p.242

[5] Marchadour, A. (1980) Muerte y vida en la Biblia. Navarra: Verbo Divino.

[6] No es el caso de la interpretación de Oscar Cullmann, quien dedica varios párrafos a lo que él llama “estado intermedio”, en el que algo de la persona subsistiría, en un estado cercano a Cristo, a la espera de la resurrección corporal. Habría una tensión entre el “ya pero todavía no” del estado de resurrección inaugurado por Jesús al vencer a la muerte con la suya propia. Sin embargo, preguntamos: ¿Qué es exactamente, ese algo que subsiste? ¿No estaríamos acá ante un dualismo atenuado?

[7] Ibid. P.6 y 7.

[8] “En la muerte el hombre es aniquilado, la resurrección sería entonces nueva creación, aunque no ex nihilo, sino ‘desde la nulidad resultante de la autoaniquilación y la culpa del hombre’. E. Jungel. “Der Tod als Geheimnis des Lebens”, citado por Ruiz de la Peña, Op. Cit.

[9] Respecto de la omnitemporalidad, ver Oscar Cullmann. (1988) Cristo y el tiempo. Ed Cristiandad.

[10] J. L. Ruiz de la Peña. (1986) La otra dimensión. Escatología cristiana Santander. Sal Terrae. P. 336

[11] Así lo afirma también W. Pannenberg. (1976). El hombre como problema. Barcelona. Herder. Pp. 69

[12] Dussel, D. (1974). El dualismo en la antropología de la cristiandad. Buenos Aires: Editorial Guadalupe

[13] J. L. Ruiz de la Peña. Op. Cit. Pp324

[14] Para ver la defensa de la doctrina de la inmortalidad del alma, consultar: Joseph Ratzinger. (1980) Escatología. La muerte y la vida eterna. Barcelona, Herder.

Eliana Valzura

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