Ya sabemos que los principales personajes de la Reforma española son todos descendientes de familias judías. Aclaramos las dudas de Casiodoro de Reina, si morisco o judeoconverso[1]; aún quedan algunos de los que es muy difícil saber con total seguridad su ascendencia, si conversa o castiza. Entre ellos, del que apenas si se sabe nada, se encuentra Antonio del Corro (1527-1591), un personaje central en el grupo sevillano, monje de Santiponce y amigo personal de Casiodoro a lo largo de toda su azarosa vida[2]. Nadie hace referencia a su origen converso o no, pero investigando por otras partes, creo poder afirmar con bastante certeza que sí, que era cristiano nuevo. Claudio Guillén, en su padrón de conversos sevillanos, publicado en 1963, nos informa que Antonio del Corro, el inquisidor hispalense, era de origen converso. No tiene nada de extraño que un judeoconverso sea inquisidor. Según Américo Castro es un hecho fundamentado, que numerosos inquisidores fueron conversos. Claudio Guillén considera muy probable que el Antonio del Corro reformista era sobrino del Antonio del Corro inquisidor y, por tanto, ambos igualmente judeoconversos[3].
Constantino de la Fuente
De Agustín de Cazalla, Juan Gil, más conocido como doctor Egidio, Constantino de la Fuente, que son las grandes figuras los protestantes de Valladolid y Sevilla, no hay ni la menor duda de su ascendencia hebrea. De este último, decir que era conquense, como Alfonso y Juan de Valdés, cristianos nuevos también, natural la localidad manchega de San Clemente (Cuenca).
«El sanclementino, después de una juventud que sus biógrafos reformados describen como licenciosa, se había impuesto como uno de los destacados humanistas de su tiempo: filólogo que manejaba a la perfección el hebreo y las lenguas de la antigüedad, era considerado como un orador brillante que se caracterizaba por una erudición clásica prodigiosa y una portentosa cultura teológica. Dan fe de estos amplios conocimientos los más de mil volúmenes de su biblioteca que constituían la más rica colección a manos de un clérigo que se conozca en aquellos años en la península»[4].
A pesar de sus orígenes conversos, que probablemente le impidieron graduarse en el colegio San Ildefonso de Alcalá en una época marcada por la multiplicación de los estatutos de sangre, ascendió y llegó a ser admitido como predicador de la catedral de Sevilla. Unos años más tarde, sería elegido capellán mayor del príncipe Felipe, como predicador para acompañar al séquito real a Italia y a Flandes entre 1548 y 1551.
En Agosto de 1558 fue encarcelado por la Inquisición. Enfermo, murió en la prisión a principios de 1560. Sus libros fueron puestos inmediatamente en el Índice de libros prohibidos del inquisidor general Fernando de Valdés de 1559[5].
En 1580, Teodoro de Beza cita al doctor Fontius en su galería de retratos de varones píos, así como a la mayoría de los mártires de los autos de fe de Sevilla y Valladolid.
Una visión romántica de la historia
¿Por qué este interés por la ascendencia biológica de los reformistas españoles, y no contentarnos solo con conocer sus ideas y sus doctrinas, que los hacen comunes a nosotros?
Aparte de motivos históricos, que ya apunté, hay otros motivos personales, pastorales y misioneros, que creo que nos afectan a todos los creyentes protestantes españoles. Al considerar la calidad cultural y el rango social de muchos de los reformistas de antaño, se ha dicho que las ideas de la Reforma prendieron en lo mejor y más selecto de la sociedad española de la época. Esta es una idea defendida por el historiador escocés Thomas M´Crie (1772-1835), en una obra pionera, y magnífica, sobre la Reforma en España. Después de reseñar los hechos, los personajes y las obras de los reformistas españoles, advierte:
«El lector habrá podido apreciar la extensión que alcanzó la propagación de la doctrina reformada en España y la respetabilidad, tanto como el número de sus discípulos. Tal vez no hubo nunca en ningún otro país, una proporción tan grande de personas ilustres, tanto por su rango, como por sus conocimientos, entre los convertidos a una religión nueva y proscrita. Esta circunstancia ayuda a entender el hecho notable de que un cuerpo de disidentes que no debió de bajar de las 2000 personas, diseminadas sobre un extenso territorio y vagamente relacionadas entre sí, hayan podido comunicar sus sentimientos y realizar reuniones privadas, durante una cantidad de años sin ser sorprendidos por un tribunal tan celoso y vigilante como el de la Inquisición”[6].
Está es una apreciación muy elogiosa de aquellos héroes de la fe, en la línea del estilo que seguirán sus compatriotas Walter Scott (1771-1832) y Thomas Carlyle (1795-1838), entre el romanticismo y la heroicidad. En mis días de juventud en la fe, este dato de la respuesta de las élites a las ideas reformadas, llevaba a algunos a defender que si queríamos tener éxito religioso en nuestro país, España, tan cerrado al Evangelio, teníamos que volver a las ideas reformadas, y concretamente calvinistas, para producir así un resurgimiento del interés por el cristianismo protestante, atrayendo a las personas más cultas e inquietas de nuestro país. Si sembrábamos las semillas de la Reforma era de esperar que recogiéramos un fruto abundante de personas abrazando la fe, como supuestamente ocurrió en el siglo XVI. Era cuestión de defender y proclamar las «doctrinas de la gracia». Siendo Dios honrado, Dios mismo recompensaría nuestros esfuerzos y nuestros sacrificios. A la luz de este espíritu, de esta convicción, surgieron varias editoriales y revistas reformadas, soñando con una cosecha espiritual abundante. Se hicieron esfuerzos en ese camino, se organizaron conferencias nacionales en esa dirección, se animó a las iglesias a unirse en esa acción doctrinal y misionera para lograr un cambio en nuestra sociedad española. Se editaron revistas de doctrina y perspectiva reformada, e incluso se fundaron editoriales con estos principios. Los años pasaron y la verdad es que no ocurrió gran cosa, fuera del entusiasmo de los promotores.
En algunos casos fue desalentador. Pero había que persistir y perseverar. Estimulaba pensar en los avivamientos del pasado. La sociedad española de esa época, en los años 80 del siglo pasado, era reacia al protestantismo, aunque todavía conservaba un poso religioso generalizado de catolicismo popular, no como hoy donde la indiferencia es la nota común, y el secularismo se ha impuesto sobre la religiosidad de la población.
Volviendo a Thomas M´Crie, este decía: «Al formar un juicio de la inclinación hacia las doctrinas reformadas que existía en esta época en el ánimo de los españoles, debemos tomar en cuenta no solo el número de los que abrazaron, sino también las dificultades peculiares y casi sin precedentes que se oponían a su progreso»[7].
¿Acertaba al hacer referencia a la inclinación hacia las doctrinas reformadas que existía en esta época en el ánimo de los españoles? Yo creo que no. Que hubo un sector que sentía esa inclinación es cierto, pero ese sector era muy concreto, y muy especial. Y solo una parte, más bien minoritaria respondió a ese clamor de las doctrinas reformadas. Ya lo hemos venido diciendo, ese sector fue el judeoconverso, no la generalidad de la sociedad española, la España castiza, la de los cristianos viejos, la de los devotos de la los santería y el tocino.
M´Crie ignoraba ese dato, como muchos después de él lo hicieron. Por eso escribieron una historia de carácter romántico respecto al pasado. No respondía a los hechos tal como fueron. Y el hecho más destacado, en cuanto clave del reformismo español, es el factor judeoconverso, que llevó el liderazgo de las ideas reformistas, cosechó entre sus afines y pagó un alto precio por ello. No existía inclinación hacia las doctrinas reformadas en la población española en general, excepto esa población española sefardita de cristianos nuevos. Incluso la reforma de una orden religiosa de tanta solera como la Carmelita, fue llevada a cabo por una mujer conversa: Santa Teresa de Jesús, enfrentándose contrariedades y afrontando la persecución inquisitorial.
Las doctrinas reformadas encontraron un punto de contacto con la sociedad judeoconversa en cuanto fomentaba una religiosidad afín a sus tradiciones ancestrales. Como dice el Dr. Juan Gil Fernández, en un gigantesco trabajo sobre el tema:
«La religiosidad judía y la religiosidad luterana coincidían en una serie de puntos, y esta convergencia impulsaba el paso de los conversos a las tesis protestantes. Recuérdese que el impugnador de Talavera se había burlado en 1480 de los cristianos viejos por su idolatría y el culto exagerado a los santos y a las reliquias; eran temas que después afloraron en la obra de Erasmo y que entre otros motivos condujeron a Lutero a la ruptura definitiva con Roma»[8].
Los ojos puestos en el príncipe Felipe
En su fuero interno, aquellas personas creían sinceramente que la fe que a tanto gozo y esperanza los había elevado tenía muchas posibilidades de salir triunfantes y revertir el espíritu acosar de los cristianos viejos con su tradicionalismo tan alejado de la espiritualidad bíblica. Imaginaban que eran muchos los que en secreto, como ellos, guardaban y cultivaban en su corazón esta misma esperanza. No tenían medios de comprobarlo, pero por las noticias que les llegaban sobre la formación de núcleos reformistas en otros lugares, imaginaban que podrían llegar a suplantar, tomar el relevo de la vieja fe.
El príncipe Felipe, hijo y futuro sucesor de Carlos V, se rodeó de una corte erasmista, ilustrada y reformadora. Se pusieron muchas confianzas en él, ¿quién podía imaginarse la intransigencia religiosa del príncipe Felipe, una vez convertido en rey de España como Felipe II.
El tema de su educación suscitó desde muy temprano una gran preocupación. Conjurados los temores de que el joven Felipe abandonara España para criarse en los Países Bajos, pronto se empezó a pensar en cómo debería ser su educación. Los primeros pasos a este respecto fueron dados por algunos erasmistas españoles, entre los que se encontraban Alfonso de Valdés, secretario latino del Emperador.
De especial importancia en la educación de Felipe II fue el llamado «movimiento de Alcalá» de fuerte orientación erasmista. La educación del príncipe Felipe por parte de estos humanistas enardecieron la esperanza sobre la cercanía de una nueva era. La gran difusión durante esos años del Relox de Príncipes, de fray Antonio de Guevara, un espejo de príncipes dirigido a Carlos V para la educación de sus hijos, sirvió de acicate para el desarrollo de este modelo. Se generó así un patrón de educación principesca, en el que Erasmo de Rotterdam era el ejemplo humanístico más importante a seguir. «Adalid del humanista holandés en España, parece lógico que Alfonso de Valdés deseara que el erasmismo también floreciera en el entorno del futuro soberano, un anhelo compartido por otros muchos erasmistas ¿Qué orgullo mayor podía proporcionársele que el de emular a su idolatrado Erasmo en la educación de un príncipe?»[9].
A la hora de decidir el perfil de candidato a maestro que se estableció en la corte imperial en 1533, no queda duda que la respuesta es que solo un erasmista podía ser maestro del príncipe Felipe. La figura de Calvete de Estrella fue fundamental en este proceso.
«La idea de un Felipe culto, instruido en las ideas del humanismo y promotor del espiritualismo y de la reforma de la Iglesia caló de manera muy honda. Calvete, Honorato Juan, Gonzalo Pérez y Ponce de la Fuente se encargaron de difundir tal imagen principesca. Cuando el futuro rey desembarcó en Inglaterra y promovió una restauración pacífica del catolicismo, dentro de los parámetros del irenismo católico, dicha imagen se confirmó. Las sombras e incertidumbres que el agotamiento de Carlos V provocaba entre los núcleos menos ortodoxos del humanismo afincado en los Países Bajos parecieron disiparse, y se recibió a su hijo y heredero no sólo como el continuador de su política, sino como su impulsor hacia el éxito. Los favorables sucesos de Inglaterra constituían un precedente muy esperanzador. En este ambiente se originan obras tan extrañas, en el sentido de que iban dedicadas a Felipe II, como la Institución de un rey christiano (1556), de Felipe de la Tone, el Viaje de Turquía de Andrés Laguna (1557), o la Carta a Felipe II (1557), del calvinista Juan Pérez, animándole a realizar severas reformas religiosas, en una línea considerada después como herética, pero que se encontraba plenamente justificada por entonces»[10].
Pero la cosa no pasó de estas ensoñaciones reformistas. La reacción de los sectores ortodoxos, representados por el arzobispo Fernando de Valdés (1483-1568), inquisidor general, no se hizo esperar. Metódica y exitosa dio al traste con este movimiento, breve y soñador.
Mientras solo existía la sospecha de la existencia de conventículos reformistas, las personas que los integraban podían seguir albergando la esperanza de ir creciendo clandestinamente con el paso del tiempo, pero una vez que fueron descubiertos y expuestos al juicio inquisitorial el movimiento tuvo un fin brusco y doloroso. Los que no consiguieron huir a tiempo al extranjero, fueron encarcelados, juzgados y quemados en la hoguera por herejes luteranos; algunos renegaron, pero ni eso les salvó la vida; de modo que para finales de 1568, después de los autos de fe de Sevilla y Valladolid, se había eliminado cualquier atisbo de disidencia heterodoxa, «de cualquier pensamiento que, sospecho de herejía, alejara al creyente hispalense de la más pura ortodoxia religiosa que la Inquisición preservaba de manera tan vigorosa»[11].
La población española castiza fue ajena a cualquier tipo de anhelo de reforma, al contrario fue enemiga de ella, que no dudaba en denunciar a sus vecinos a la Inquisición cuanto detectaba la mínima señal comportamiento contrario a la ortodoxia, como podía la condimentación de un guiso al estilo judío. Las familias judeoconversas que hubieran podido sentir alguna simpatía por sus hermanos reformistas guardaron silencio y se acostumbraron a llevar una vida de disimulo[12].
Fueron los mismos perseguidores, los inquisidores, los que en su afán de realzar su empresa y sus méritos extendieron la idea de que casi la mitad de España estuvo a punto de romperse y perderse por culpa de la herejía luterana.
«Eran tantos y tales que se tuvo creído que si dos o tres meses más se tardara en remediar este daño, se abrasara toda España y viniéramos a la más áspera desventura que jamás en ella se avía visto»[13].
La reforma que no pudo ser
La monarquía hispánica tenía una profunda base católica ya desde la Edad Media, puesto que había emergido en un contexto de lucha de fe. Ese catolicismo se ve reforzado sobremanera tras la subida al trono de los Reyes Católicos. España resultará mucho más compacta en su gobierno que, por ejemplo, Alemania, con sus múltiples estados, los cantones suizos o las Provincias Unidas.
Todo esto venía a reforzar la doctrina que identificaba a la comunidad política con la comunidad religiosa, expresada en la conocida frase de «cuius regio eius religio»: era la religión de la comunidad política la que dictaba las normas institucionales. La religión era el primero de los valores y el más absoluto. El deber primero y principal de la Monarquía radicaba en eliminar los obstáculos que pudieran oponerse a sus súbditos para la consecución de la vida eterna. Fernando e Isabel estaban plenamente convencidos de que su potestad se hallaba enteramente al servicio de Dios y de su Iglesia. De este modo, la herejía pasaba a ser un crimen no sólo contra Dios, sino también contra la monarquía, ya que era ésta quien representaba a Dios. En consecuencia, los Reyes admitieron desde el primer momento que la obediencia fiel a la Iglesia en sus doctrinas tenía que ser la plataforma sobre la que se asentase la monarquía.
A partir de los Reyes Católicos, la monarquía se atribuye el derecho de velar por las almas de sus fieles, creando de este modo la Inquisición Real en 1478. Por eso se dictará el decreto de expulsión de los judíos en 1492 y se procederá a la conquista del reino nazarí de Granada, ya que no se podía permitir que existiera dentro del propio territorio hispánico un reino bajo la religión musulmana. Una vez que todos los súbditos están convertidos al catolicismo, quedan bajo la vigilancia de la Inquisición, ya que ésta sólo podía juzgar a los católicos (de hecho quedarán musulmanes en la península que no pueden ser procesados por la Inquisición y que seguirán con su religión tradicional). Así, la Inquisición velará para que los súbditos no se desvíen de la doctrina correcta, castigando a aquellos que no cumplen la ortodoxia exigida: los judaizantes, los herejes… De esta manera, queda garantizada la religión cristiana (entendida como la católica después) en el reino.
Otro de los rasgos que dificultaba la expansión del pensamiento protestante era que, a diferencia de Inglaterra, Francia o Alemania, España no había experimentado, desde el comienzo de la Edad Media, ni una sola herejía que hubiera triunfado a nivel popular, aunque ello no supone, sin embargo, que España estuviera constituida por una sociedad de firmes creyentes. Todas las luchas de fe desde la Reconquista se habían dirigido contra las religiones minoritarias, el judaísmo y el Islam. En consecuencia, no había habido herejías autóctonas sobre las que pudieran enlazar las ideas luteranas (A diferencia, por ejemplo, del caso inglés, con la herejía del teólogo John Wyclif (c. 1320-1384), quien defendió la autoridad de la monarquía contra las pretensiones de la curia y propugnó la secularización de los bienes eclesiásticos, gozando del favor popular, dado que también predicaba un igualitarismo religioso y social, apoyándose sólo en textos bíblicos. Aunque no exista una relación de dependencia del luteranismo con Wyclif, muchas de las tesis de éste influyeron considerablemente en Jan Hus y el movimiento husita, así como en las posteriores doctrinas de los reformadores del siglo XVI.)
Además, España era la única monarquía europea que contaba con una institución nacional dedicada a erradicar la herejía desde 1478, la Inquisición (aunque a lo largo del siglo XVI ésta se extendiera a todos los territorios de la monarquía), que logró evitar que los pocos luteranos que hubo en los reinos hispánicos peninsulares dispersaran las ideas de la Reforma[14].
A diferencia de lo que sucedió en otros territorios, cuando aparecieron los primeros brotes protestantes en España, el rey disponía ya de una institución punitiva de gran eficacia, perfectamente adiestrada, con tribunales y agentes dispersos por todo el territorio. El protestantismo no tenía nada que hacer, imposible vencer barreras tan insalvables. No era cuestión de timidez, o nicodemismo, el Santo Oficio tenía todo atado y bien atado, con una amplia nómina de agentes operando en todo el país y en extranjero atentos a cualquier desvío, a cualquier brote o individuo que se atreviera a pensar de manera de diferente, a disentir. La reforma en España protestante no pudo ser, y no fue.
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[1] https://www.lupaprotestante.com/casiodoro-de-reina-morisco-o-marrano-alfonso-ropero/
[2] Antonio Rivera García, «El humanismo de la Reforma española: Teología y concordia en Antonio del Corro», en Antonio del Corro, Obras de los Reformadores españoles del siglo XVI. Editorial MAD, Sevilla 2006.
[3] Claudio Guillén, “Un padrón de conversos sevillanos (1510)”, Bulletin Hispanique, tomo 65, n°1-2, 1963, pp. 49-98; cf. Marcel Bataillon, Erasmo y España, p. 527 (FCE, México 1991, 4ª ed.); Stefania Pastore, Una herejía española. Conversos, alumbrados e Inquisición (1449-1559); p 312 (Marcial Pons, Madrid 2010);
[4] Michel Boeglin, “Irenismo y herejía a mediados del siglo XVI en Castilla. El caso de Constantino de la Fuente”, pp. 223-224; en Ignacio García Pinilla, coord., Disidencia religiosa en Castilla La Nueva en el siglo XVI (Almud, Toledo 2013).
[5] Frances Luttikhuizen, “Constantino de la Fuente (1502-1560), de predicador aclamado a hereje olvidado”, Hispania Sacra, LXX, 141 (2018), 29-38.
[6] Thomas M´Crie, Historia de la Reforma en España, p, 223. Renacimiento, Sevilla 2008, edición original 1829.
[7] M´Crie, ob. cit., p. 224.
[8] Juan Gil Fernández, Los conversos y la Inquisición sevillana, II, p. 354. Universidad de Sevilla – Fundación El Monte, Sevilla 2000.
[9] José Luis Gonzalo Sánchez-Molero, El erasmismo y la educación de Felipe II (1527-1557). Tesis doctoral, Departamento de Historia Moderna, Universidad Complutense de Madrid, 1997, p. 35.
[10] José Luis Gonzalo Sánchez-Molero, El erasmismo y la educación de Felipe II, P. 731.
[11] Tomás López, La Reforma en la Sevilla del siglo XVI, p. 57.
[12] David M. Gitlitz, Secreto y engaño: La religión de los criptojudíos (Junta de Castilla y León. Consejería de Educación y Cultura, Valladolid 2003); Michael Alpert, Criptojudaísmo e Inquisición en los siglos XVII y XVIII (Ariel, Barcelona 2001).
[13] Gonazalo de Illescas, Historia pontifical, vol. II, p. 689.
[14] José Antonio Pérez Abellán , “La reforma protestante en España. Posibles causas de su escaso arraigo”, Panta Rei, II (2007), 103-121.