Posted On 17/11/2023 By In Opinión, portada With 571 Views

No apartes tu rostro del pobre | Milagrosa Fernández Bey

*Este artículo ha sido publicado originalmente en la web de Justicia y Paz.

Bajo el lema «No apartes tu rostro del pobre», el 19 de noviembre se celebra la VII Jornada Mundial de los Pobres 2023. Las palabras del libro de Tobías suponen un gran reto para toda persona de buena voluntad. No apartar el rostro va más allá de mirar porque implica proximidad. Estar junto a las personas empobrecidas y mirarlas, siempre ha sido difícil porque nos incomoda y desinstala de nuestro propio bienestar, pero quizás hoy para nuestra sociedad, marcada por el individualismo y un profundo hedonismo, estar junto a quienes sufren y mirar a estas personas es un reto aún mucho mayor.

Vivimos en un mundo donde somos constantemente urgidos por las prisas y el «sálvese quien pueda». Esto impregna todo lo que nos rodea y dificulta el pararnos, mirar y contemplar el rostro de quienes están cerca, especialmente de las personas más vulnerables.

El ser humano por naturaleza empatiza con sus semejantes. Esta es la razón por la que la invitación «No apartes tu rostro del pobre» se vuelve una auténtica provocación, ya que cuando nos acercamos a una persona que sufre y la miramos, conectamos con ella y sus sentimientos nos atraviesan. A partir de ahí podemos implicarnos o huir, pero no podemos permanecer indiferentes.

La pobreza es el fruto de una sociedad injusta y no fraterna. Es lo contrario al sueño de Dios que nos ha creado para que todos vivamos como hermanas y hermanos, compartiendo dignamente los bienes de la tierra como familia.

La solidaridad es un principio fundamental y elemental que todo ser humano lleva grabado en su corazón, donde solo las verdades auténticas e inalterables permanecen. Una niña, un niño, desde pequeño, se conmueve ante alguien que sufre, pero, a medida que crecemos, nos vamos colocando escudos que nos permiten permanecer insensibles ante el dolor de nuestros semejantes.

La pobreza de la que aquí hablamos no es la pobreza evangélica bendecida por Dios, fruto del desprendimiento voluntario de los bienes compartidos y de la simplicidad de vida: «Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Lc 6, 20), sino esa otra pobreza que Dios condena y Jesús denuncia en el Evangelio por ser fruto de la injusticia, la codicia, la envida y, en definitiva, del pecado.

En primer lugar, podemos considerar la pobreza de los países en desarrollo, condenados a ser suministradores de materias primas para el primer mundo, basureros de nuestros residuos e incluso pagar cuotas de nuestra contaminación.

Naciones y pueblos enteros sometidos a una nueva forma de colonialismo, cimentado en la divina ley de la oferta y la demanda del mercado, que sostiene el «status quo» de la antigua colonización y de los actuales países desarrollados.

En el primer mundo, con gran experiencia en el arte de la justificación para mantener nuestra economía y estilo de vida, argumentamos, con simplicidad, que la pobreza de estos países en desarrollo se debe a sus gobiernos corruptos. Mientras tanto, desde lejos manejamos los hilos para sostener nuestro rol de dominación: guerras entre países empobrecidos, golpes de Estado, corrupción….

Por último, los países desarrollados blindamos eficazmente nuestras fronteras para «protegernos» de la llegada de quienes huyen del hambre, la violencia, la miseria… y se atreven a llamar a nuestras puertas.

Un segundo apartado a considerar es la pobreza social y estructural en nuestros países del primer mundo. Esta pobreza es fruto de un sistema que adora al dios-mercado y su religión es el beneficio económico.

El trabajo no es considerado un medio para que todas las personas puedan vivir con dignidad. «El trabajo está «en función del hombre» y no el hombre en función del trabajo» (Encíclica Laborem exercens, 6) , sino que el hombre y la mujer solo se consideran meros instrumentos para la obtención de beneficios, sin importar los medios que a utilizar: explotación laboral, jornadas de esclavitud que imposibilitan la vida familiar, salarios que exigen elegir entre tener vivienda o comer, descarte de personas en razón de su edad, condiciones físicas o discapacidad…

En este apartado también desplegamos todo un abanico de razones para la justificación de las diferencias de clases sociales, bien por herencia, por estatus social, por estudios… perpetuando la pobreza en quienes han tenido dificultades diversas a lo largo de sus vidas.

Por poner un ejemplo significativo y que nos lleve a la reflexión, es difícilmente justificable, a nivel moral, que el coste de una hora de un profesional, por muy profesional que sea, por mucho que haya estudiado o heredado, suponga el sueldo de varios días, semanas o meses, de una persona que precise sus servicios.

Finalmente tenemos el último eslabón de la cadena de la exclusión, quienes ya no cuentan para nada: las personas sin hogar. Ellas han tocado fondo y se deslizan como sombras por nuestras calles: no reclaman nada, porque «ya saben que no merecen nada», se conforman con lo que se les pueda dar; al principio, suplican y, por último, desaparecen detrás de unos cartones, unos trapos y una adicción que les permiten ausentarse y desaparecer en su propio mundo.

Muchas de ellas son enfermas mentales que terminan en las calles o en prisiones porque un mundo capaz de enviar cohetes al espacio y crear diminutos microchips, no es capaz de encontrar alternativas para ellas.

Otras, muchísimas, han vivido el mundo de la exclusión desde la infancia: abusadas, maltratadas, con gravísimas deficiencias económicas, afectivas, sociales… que hacen que cualquiera se rompa y llegue a su misma situación.

Todo esto evidencia el fracaso de nuestro sistema social y estructural que no es capaz de detectar y dar las respuestas eficaces que necesitan estas personas a lo largo de sus vidas. Personas que tocan fondo y llegan a la «rendición» por las reiteradas experiencias de fracaso en «las ayudas» que se les proporcionan.

Es triste escuchar cómo «muchos expertos en la materia» justifican el mantenimiento de estas situaciones de exclusión con el consabido «están así porque quieren» o «no se dejan ayudar» . Deberíamos plantearnos si el reiterado fracaso en la atención de estas personas no está cuestionando la ayuda que les ofrecemos, por ejemplo, los albergues de tránsito: ¿son realmente solución o solo sirven para tranquilizarnos ante este incómodo «mobiliario urbano» que vemos en nuestras ciudades?

Somos unos campeones/as para adormecer nuestras conciencias. En esta «Jornada Mundial de los Pobres», se nos pide que despertemos de esta anestesia que nos impide mirar a los ojos de quien sufre. Que nos dejemos penetrar por la mirada de naciones, pueblos, familias, personas, que sufren la pobreza consecuencia del mal en el mundo, para así descubrir que quienes están junto a mí, quienes comparten mundo conmigo, son mis hermanas y mis hermanos. Que me deje afectar por su dolor y sufrimiento para así conjuntamente caminar hacia la familia que, desde siempre, Dios ha soñado para la humanidad.

Muchas personas entregan su vida para colaborar con ese sueño de Dios de un mundo más humano y fraterno. La parábola del Buen Samaritano (cf. Lc 10,25-37) nos invita a pararnos cuando vemos a «alguien tirado en el camino». No se trata de dar una limosna y desentendernos, sino que tenemos la invitación de «no apartar nuestro rostro de quien sufre». Ser, así, actores del Reino de Dios, procurando relaciones justas, denunciando el mal y no colaborando con él. Solo así podremos conseguir un mundo justo, libre de desigualdades y en paz.

Todo se resuelve en un único mandamiento: «Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado» (Jn.15,12).

Milagrosa Fernández Bey
Justicia y Paz Cádiz

Milagrosa Fernández Bey
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