Hace años que el reputado historiador francés Jean Delumeau, uno de los mejores exponentes de la renovación que supuso la historia de las mentalidades en el último tercio del siglo pasado, escribió una obra dedicada a analizar el papel del miedo en nuestro mundo occidental[1], en la cual desarrolla el concepto de «pastoral del miedo» como una herramienta ambivalente al servicio de la Iglesia para combatir temores y controlar a los creyentes.
La pastoral del miedo habla más de culpa que de perdón, más de castigo que de misericordia, más de infierno que de salvación. Es común en la mayoría de las iglesias y predicadores conservadoras. El infierno impregna buena parte de los mensajes de predicación y evangelización, ya que no se entendería la salvación sin relación a aquello de lo que promete rescate, redención, a saber, el castigo eterno por el pecado, la ira de Dios. Hay predicadores que lo administran prudentemente, otros lo hacen con delectación y hasta agrado, toda vez que entienden que es señal de fidelidad al antiguo y verdadero mensaje del evangelio. Nada puede escandalizar más a este tipo de predicadores que objetar algo contra el abuso de este tipo de predicación centrada en el miedo y el castigo eterno. En algunos casos de un mal gusto evidente.
Desde hace tiempo viene siendo común la manifestación de dudas y planteamientos que cuestionan el viejo concepto de las penas del infierno, e incluso, en algunos casos, lo niegan por completo. Intolerable para la mayoría conservadora que alza la voz de alerta contra semejante apostasía[2]. Si no hay infierno, se preguntan, ¿de qué nos salva el Señor? El Evangelio, dicen, solo tiene sentido en relación al rescate del pecador ordenado a la condenación eterna por su impenitencia. Eso, por una parte, por otra, la doctrina del infierno es tan antigua como el mismo cristianismo. Se podría decir con toda seguridad que la doctrina del infierno pertenece al depósito de la fe desde el comienzo. Los conservadores objetan que no es justo decir que hay pastoral del miedo allí donde existe verdadero peligro de condenación, en este caso se trataría más bien de una pastoral de responsabilidad, una llamada de advertencia y alarma que se hace a aquellos que ignoran el peligro en que se encuentran por su rechazo de la palabra divina y el quebrantamiento de sus mandamientos divinos, cuyo resultado es el castigo, como sucede en toda sociedad bien regulada.
El problema es que desde el punto de vista tradicional el castigo al infierno no tiene sentido correccional, no pretende rehabilitar al infractor, sino arrojarlo para siempre a las tinieblas eternas. Es una claudicación ante el mal, una incapacidad de corregirlo. El castigo eterno no es proporcionado a la gravedad de una falta temporal.
La doctrina sobre el infierno es realmente una de las más difíciles de todo el cristianismo. Negarla no soluciona gran cosa. Considerar la amenaza de las penas del infierno como un invento de la iglesia post-apostólica para controlar mediante el miedo a los creyentes y mover la voluntad de los incrédulos no hace justicia a la verdad. Si consideramos que Jesucristo es el fundador del cristianismo, o al menos, su piedra principal, vemos que al lado de la imagen de hombre bondadoso, manso, pacífico, compasivo, que acoge a todos y a todos perdona y salva, en especial a los pecadores y marginados de la buena sociedad, se encuentra otra que avisa y amenaza sobre las consecuencias de no cumplir su palabra. Su mensaje es verdadero evangelio, buena noticia, salvación, pero sobre el trasfondo de condenación. «Si tu mano derecha te hace caer en pecado, córtatela y échala lejos de ti; es mejor que pierdas una sola parte de tu cuerpo, y no que todo tu cuerpo vaya a parar al infierno» (Mt 5:30, DHH). «Los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 15:30). «Si tu ojo te fuere ocasión de caer, sácalo; mejor te es entrar en el reino de Dios con un ojo, que teniendo dos ojos ser echado al infierno, donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga» (Mc 9:47-48). «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno destinado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25:41).
Podríamos alargar la lista de referencias, basten estas como botón de muestra. Algunos alegarán que estas frases no son propias de Jesús, sino puestas en sus labios por autores muy posteriores; ciertamente, como dice Carlos Soler, «habría que estudiar con detalle la autenticidad y la historicidad que los biblistas dan a estos pasajes. Pero en cualquier caso están ahí: Cristo habla de la gehenna del fuego inextinguible, de llanto y crujir de dientes, de unos que no son admitidos al banquete, o a las bodas, o que no serán “conocidos” por Dios»[3]. No tenemos otras fuentes sobre la enseñanza de Jesús que las que están registradas en los Evangelios, que son las que han determinado el cristianismo a lo largo de su historia. El lenguaje ha sido brutal, aterrador. Pocas veces juicioso, como es el caso de Gregorio Magno:
«No se ha dicho jamás de hombre justo que se complaciese en la crueldad, y si manda castigar al siervo delincuente, es para corregirle de su falta: los malos, pues, condenados al fuego eterno, ¿por qué razón arderán eternamente? A esto responderemos que Dios Omnipotente no se complace en el tormento de los desgraciados, porque es misericordioso. Pero porque es justo no le es suficiente el castigo de los inicuos. Y por alguna razón el fuego eternamente devorará a los malvados, así, pues, servirá para que reconozcan los justos cuán deudores son a la gracia divina, con cuyo auxilio pudieron evitar los eternos males que ven»[4].
Desde la pastoral y el evangelismo se dice que sin el infierno, el cristianismo apenas si existiría como iglesia. Es un hecho comprobado estadísticamente que la mayoría de las conversiones producidas en las iglesias evangélicas han sido motivadas por el miedo a la condenación eterna. Son muchos los que se refrenan moralmente y evitan la apostasía por el miedo a ser castigados en el infierno. Recordemos un memorable «avivamiento» o «despertar religioso», que comenzó a raíz de un terrible y conocido sermón de Jonathan Edwards: Pecadores en manos de un Dios airado (Sinners in the Hands of an Angry God, 1741), donde describe el fuego del infierno hasta el paroxismo. Este tipo de mensajes no es exclusiva de los puritanos o conservadores protestantes, también ha sido constante en el catolicismo. Los que fueron educados bajo el nacional-catolicismo recordaran los llamados ejercicios espirituales, durante los cuales los predicadores incidían una y otra en el horror del fuego del infierno, donde no habría ni el mínimo alivio de una gota de saliva, en referencia al destino final de Lázaro y el rico Epulón. Sobra decir que esos días en los confesionarios había colas de niños aterrados en busca de absolución de los pecados, aunque después no volvieran a pisar la iglesia durante todo el año. Algunos, como el que llegó a ser Presidente de España, Manuel Azaña, relata en una obra autobiográfica cómo experimentó la conversión a raíz de unos de esos ejercicios espirituales basados en el miedo[5].
El filósofo español Julián Marías, decía que el cristianismo es un camino de salvación que pone a los individuos humanos en la alternativa tremenda y rigorosa de salvarse o condenarse[6]. Uno está tentando a preguntarse, ¿existiría el cristianismo sin el temor al infierno?
Un teólogo tan poco sospechoso de conservador, Leonard Boff, admite la perplejidad, el rechazo, la negación, confesando con honestidad:
«Si pudiese, anunciaría esta novedad: el infierno es un invento de los curas para mantener al pueblo sometido a ellos; es un instrumento de terror excogitado por las religiones para garantizar sus privilegios y sus situaciones de poder. Si pudiese, lo anunciaría y ciertamente significaría una liberación para toda la humanidad. Pero no puedo. Porque nadie puede negar el mal, la malicia, la mala voluntad, el crimen calculado y pretendido y la libertad humana. Por existir todo esto, existe también el infierno»[7].
Ahí está la cuestión, la innegable realidad de la malicia humana, de los crímenes cometidos con todo su cortejo de horror, brutalidad y salvajismo. ¿No habrá nunca justicia para las víctimas? ¿Se saldrá el malvado con las suyas para siempre? ¿No se pedirán nunca cuentas a los impíos? El infierno viene a decir que maldad y la injusticia no quedarán impunes, que los atropellados, los masacrados serán resarcidos. Es un dato incuestionable, que la imagen del infierno está presente en todas las religiones, no podía ser de otra manera, es la imagen especular del mal, sin paliativos, sin justificaciones. Creo que fue Dostoievski quien dijo que los rusos se volvieron ateos cuando sospecharon que el buen y misericordioso Dios perdonaría a un violador de niños.
Kar Barth, uno de los teólogos más sorprendentes del siglo XX, ofrece una teología de infierno que conviene tener en cuenta. En primer lugar, el teólogo suizo afirma y confiesa la realidad del infierno. Aunque la cita sea larga, vale la pena transcribirla:
«En el Antiguo y el Nuevo Testamento la imagen del infierno es algo diferente de lo que se desarrolló más tarde. El infierno, el lugar de los inferi, el Hades en el sentido del Antiguo Testamento, es ciertamente el lugar del tormento, el lugar de la separación completa, donde el hombre continúa existiendo sólo como un no-ser, como una sombra. Los israelitas pensaban que este lugar era un lugar donde los hombres seguían rondando como sombras fugaces. Y lo malo de estar en el infierno en el sentido del Antiguo Testamento es que los muertos ya no pueden alabar a Dios, ya no pueden ver su rostro, ya no pueden participar en los servicios sabáticos de Israel. Es un estado de exclusión de Dios, y eso hace que la muerte sea tan aterradora, hace que el infierno sea lo que es. Que el hombre esté separado de Dios significa estar en el lugar de tormento. “Llanto y crujir de dientes”: nuestra imaginación es insuficiente ante esa realidad, esa existencia sin Dios. El ateo no es consciente de lo que es la impiedad. La impiedad es la existencia en el infierno. ¿Qué más queda sino esto como resultado del pecado? ¿No se ha separado el hombre de Dios por su propio acto? “Descendió a los infiernos” es simplemente una confirmación de ello, el juicio de Dios es justo, es decir, le da al hombre lo que quería. Dios no sería Dios, el Creador no sería el Creador, la criatura no sería la criatura y el hombre no sería hombre si se pudiera suspender este veredicto y su ejecución»[8].
Si esto es así, ¿significa que la enseñanza sobre el infierno, entonces, debe ser parte de la proclamación del evangelio? La respuesta de Karl Barth es una categórica y triple negación:
«¡No! ¡No! ¡No! La proclamación del evangelio significa la proclamación de que Cristo ha vencido el infierno, que Cristo ha sufrido el infierno en nuestro lugar y que se nos permite vivir con él y, por tanto, tener el infierno detrás de nosotros. ¡Ahí está, pero detrás de nosotros! … ¡No temas al infierno, cree en Dios! ¡Cree en Cristo!Así que por favor entiéndame. No tomaría una visión liviana del infierno: es algo muy serio, tan serio que se necesitaba al Hijo de Dios para superarlo. Así que no hay nada de qué reírse, pero tampoco hay nada que temer y no hay nada que predicar. Lo que tenemos que predicar es la valentía y el gozo en Dios, y entonces el infierno quedará a un lado»[9].
En su Dogmática II/2, sobre la doctrina de la elección, Barth adopta una línea de razonamiento similar que explica su punto un poco más esclarecidamente. Escribe aquí acerca de Cristo como el Dios elector y el hombre elegido y, por lo tanto, como el hombre rechazado en nuestro lugar. «Sólo hay una persona de quien podemos decir que sufrió el destino del infierno: Dios mismo en Cristo cargando nuestro rechazo en la cruz. No debemos minimizar el hecho de que en realidad sólo conocemos un triunfo seguro del infierno: la entrega de Jesús, y que este triunfo del infierno tuvo lugar para que nunca más pudiera volver a suceder»[10].
«Jesucristo es el Rechazado de Dios, porque Dios se hace rechazar en Él, y sólo Él ha probado hasta lo más profundo todo lo que el rechazo significa y necesariamente implica. Por lo tanto, desde este punto de vista, no podemos considerar como una realidad independiente el estatus y el destino de aquellos que son entregados por la ira de Dios. Ciertamente no podemos negar su realidad. Pero sólo podemos atribuirle una realidad limitada por el estatus y el destino de Jesucristo en su humillación, su descenso a los infiernos, sobre la base de la entrega que le tocó. Por tanto, sólo podemos atribuirle una realidad necesariamente limitada por la fe en Jesucristo. En esta fe nunca dejaremos de dejarle total y absolutamente a Él la decisión sobre nosotros y todos los demás hombres. En la fe en Jesucristo no podemos dar por perdido a ninguno de los que son entregados por Dios. No conocemos a nadie a quien Dios haya abandonado total y exclusivamente a sí mismo. Sólo conocemos de Aquel que fue abandonado de esta manera, sólo de Aquel que se perdió. Éste es Jesucristo. Y Él se perdió (y fue encontrado de nuevo) para que nadie se perdiera aparte de Él»[11].
Aunque en otra ocasión hablaremos más detenidamente sobre esta cuestión del infierno en Karl Barth, es importante tener en cuenta el artículo del Credo, al que Barth se remite, el descenso de Cristo a los infiernos, para ver el papel que juega en su teología[12].
La realidad de la religión es lucha y escándalo, pecado y muerte, demonio e infierno decía Barth su obra prima Carta a los romanos. Si Jesucristo nos salva es porque el infierno es una brutal amenaza que se manifiesta precisamente en la grandeza del sacrificio del Hijo de Dios[13]. Hay una convicción ecuménica en el punto central del infierno por parte de los teólogos modernos que viene a decir que el infierno es aquello que Dios no quiere, aquello que nunca debería ser. De ahí que, por contraste, la salvación nos dice algo acerca de él. Por eso, lo único que tenemos derecho a proclamar es la salvación por gracia:
«En el Nuevo Testamento, el sentido del anuncio del juicio venidero no es sino una invitación a pasar por la puerta del evangelio, actualmente abierta ante nosotros. También la amenaza del juicio está al servicio de la gracia. El mero hecho de centrarse en lo que me sucederá a mí y a los demás, si no acepto esta invitación, significa sustraerse a ella y eludirla. Un discurso teológico sobre la condenación eterna debe ceñirse a poner de manifiesto que Dios no la quiere, sino que desea la bienaventuranza eterna de los hombre»[14].
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[1] Jean Delumeau, El miedo en Occidente. Taurus, Madrid 1978.
[2] Véase John Blanchard, ¿Qué ha pasado con el infierno? (Peregrino, Ciudad Real 2002); Steve Gregg, Hell. Three Christian Views of God final solution to the Problem of Sin. Thomas Nelson, Nashville 2013.
[3] Carlos Soler, «La predicación sobre el infierno: ¿pastoral del miedo?», en César Izquierdo, ed., Escatología y vida cristiana: XXII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, 2002, pp. 615-627.
[4] Gregorio Magno, Diálogos, 4.44.
[5] Manuel Azaña, El jardín de los frailes, p. 54. Alianza Editorial, Madrid 1980, original 1926.
[6] Julían Marías, Problemas del cristianismo. BAC, Madrid 1979.
[7] Leonard Boff, Hablemos de la otra vida, pp. 95-96. Sal Terrae, Santander 1987, 8ª ed.
[8] Karl Barth, Esbozo de domgática, p. 139. Sal Terrae, Santander 2000.
[9] Eberhard Busch, Barth in Conversation, vol. 1, 1959-1962. Westminster John Knox Press 2017.
[10] Church Dogmatics, II/2, p. 496.
[11] Id.
[12] David Lauber, Barth on the Descent into Hell: God, Atonement and the Christian Life. Routledge, Londres 2017.
[13] Sería buena estudiar a Barth junto a la obra de Hans Urs Von Balthasar, Tratado sobre el infierno. Edicep, Valencia 1999.
[14] Andrés Torres Queiruga, ¿Qué queremos decir cuando decimos infierno?, p. 45. Sal Terrae, Santander 1995.