Posted On 16/02/2024 By In Opinión, portada With 641 Views

Inteligencia artificial | Jaume Triginé 

Sigo los trabajos de Yuval Noah Harari, catedrático del departamento de Historia de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Hace unos días, compré la edición del décimo aniversario de Sapiens, su primer gran éxito editorial. Al llegar a casa empecé a leer el prefacio. A mitad de la segunda página me encontré con esta sorprendente revelación:
«Estas palabras (lo escrito hasta este momento en el prefacio) no fueron escritas por mí, Yuval Noah Harari, sino por una potente inteligencia artificial (IA) inducida a escribir como yo.» Confieso no haber percibido cambios significativos, ni en su estilo ni en los conceptos empleados, respecto a otros trabajos que he leído de este autor.

Impresionados por sus aplicaciones espectaculares, hoy todos hablamos de la IA. Como siempre ha ocurrido ante lo novedoso, las opiniones se balancean entre partidarios y detractores. Los primeros destacan sus aplicaciones positivas en campos como la sanidad y la educación. Los segundos manifiestan su prevención ante un empleo carente de ética en el mundo de la comunicación, ampliándose las dudas y las incertezas propias del mundo de las fake news y también el temor que se extienda su uso indebido en los campos de la política y de la industria armamentística. Asimismo, todos especulamos acerca del momento en que la IA actuará de forma autónoma y superará a la inteligencia humana.

Los expertos nos recuerdan que nos hallamos ante dos formas diferenciadas de inteligencia. Daniel Innerarity, titular de la cátedra Inteligencia Artificial i Democracia en el Instituto Europeo de Florencia, en un artículo reciente, nos recordaba que la potencialidad de la IA radica en su capacidad de procesar una gran cantidad de datos en poco tiempo, algo vedado a la limitada capacidad del cerebro humano. Pero la máquina no entiende su propio procesar, desconoce la objetividad de sus respuestas, no da significado a sus productos ni considera el contexto. La sutilidad y el matiz no parecen formar parte de su repertorio de respuestas.

Ramón López de Mántaras, uno de los pioneros de la IA en España, expresa también la diferencia entre las dos inteligencias, al plantear la improbabilidad que: «un sistema de IA pueda comprender el lenguaje, pueda comprender lo que percibe a través de sus sensores o pueda gestionar correctamente situaciones imprevistas.» El legado de la experiencia, que permite un conocimiento acumulativo; la diferenciación entre las causas
y los efectos o la capacidad de abstraer y generalizar continúan siendo propios de las capacidades cognitivas del ser humano.

¿Qué está provocando, pues, esta fascinación por la IA? Quizá, en primer lugar, su capacidad para resolver situaciones que la inteligencia humana es incapaz de solucionar al no poder examinar una ingente cantidad de datos a velocidades superiores a las que opera nuestro cerebro. Autores como Xavier Casanovas, profesor de la Cátedra de Ética del IQS, recuperando al ya citado López de Mántaras, llaman nuestra atención a un exceso de antropomorfismo, tanto en el sentido expuesto de atribuir a la IA la capacidad de hacer cualquier cosa que podamos hacer los humanos, como al hecho de generar una sensación de realismo porque: «imita a la perfección la conversación humana, sus respuestas están bien escritas y transmiten credibilidad

Esta incapacidad humana para distinguir la fuente del mensaje (humana o artificial), si no se explicita previamente por parte del emisor, nos sitúa en un mundo presidido por la duda, el recelo y la inseguridad; porque siempre habrá manipuladores que intentarán llevar el agua a su molino. Muchos de los artefactos de la IA superan el test de Turing, (capacidad de una máquina para exhibir un comportamiento inteligente similar al de un ser humano o indistinguible de este). Ante la incertidumbre que se nos avecina en los próximos años, ¿relativizaremos aún más la verdad? ¿Se incrementará el escepticismo hasta convertirse en un rasgo generalizado de esta nueva etapa histórica? ¿Qué identidad construiremos sin demasiadas certezas? ¿En qué sentido se modificará la escala de valores sociales? ¿Afectara, de algún modo, la praxis creyente?

Habrá que convivir con esta realidad. No puede ser de otro modo. Negar o desentenderse de los hechos no es sensato. La IA ya nos beneficia y seguirá beneficiándonos en muchos aspectos: mejores diagnósticos y tratamientos en el campo de la medicina; nuevas metodologías pedagógicas; mejora de los procesos productivos… Pero tendremos que trabajar junto a cuantos se esfuercen en evitar su uso tendencioso. Tendremos que levantar nuestra voz en favor de legislaciones que eviten la manipulación y el beneficio de unos pocos en detrimento de muchos, por cuanto de quien la emplee y de lo que pretenda pueden derivarse resultados diferentes. A nivel interno, tendremos que dotarnos de las herramientas de discernimiento que posibiliten orientarnos en el laberinto que pisamos y por el que avanzaremos, cada vez más, a tientas.

Otra cuestión no menor tiene que ver con la reducción de relaciones interpersonales, por lo tanto y en distinto grado, también corporales. El concepto de resonancia, sinónimo de vinculaciones y relaciones afectivas positivas, acuñado por Hartmut Rosa, profesor titular de Sociología en la Friedrich Schiller Universität-Jena en Alemania, enfatiza el protagonismo del cuerpo en este modo de relación.

Cuando sustituimos el brillo de los ojos de nuestro interlocutor por las diferentes pantallas con las que convivimos; cuando interactuamos con robots (aunque diseñados como humanoides); cuando la calidez de la piel humana da paso a una sensación más fría y uniforme de la máquina… «Con cada muleta tecnológica que añadimos a nuestro día a día nos empequeñecemos y nos hacemos más débiles, más incapaces; en definitiva, menos humanos» añade el antes citado profesor Casanovas.

Josep María Esquirol catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona en un reciente ensayo titulado: Humano, más humano: Una antropología de la herida infinita, afirma que «ser humano no significa ir más allá de lo humano, sino intensificar lo humano de lo humano.» El pensamiento de Esquirol no se halla lejos de la forma creyente de considerar que la manera práctica de desarrollar el don de la humanidad recibida es entender la también como tarea.

Mantener la resonancia a la que aludíamos requiere discernimiento y motivación para afianzar nuestra esencialidad cognitiva, emocional y espiritual en el contexto en el que nos hallamos. No fuere que, parafraseando de nuevo a Esquirol: «aspirando y creyendo poder ir más allá de lo humano, nos quedásemos cortos en humanidad». Como siempre, y en todo, también esta cuestión requiere de equilibrios. La reflexión creyente ha de permitirnos interpretar los signos de los tiempos y proporcionarnos una escala de valores que orienten nuestra ambivalente cotidianeidad.

Jaume Triginé

Jaume Llenas Marín
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