«En cierto momento de los años sesenta el infierno desapareció. Primero estaba ahí, y luego ya no estaba más. Algunos se dieron cuenta de que habían estado viviendo durante años como si el infierno no existiera, aunque sin haber registrado de forma consciente su desaparición. Otros se dieron cuenta de que habían estado actuando, por hábito, como si el infierno existiera, aunque habían cesado hacía tiempo de creer en su existencia».
David Lodge[1]
De Juan Luis Segundo (Montevideo, 1925-1996) se ha dicho que fue uno de los grandes maestros de la teología del siglo XX, un adelantado a su tiempo[2]. Por mi parte puedo decir que salvó mi fe en un momento crítico al mostrarme un cristianismo abierto, razonante y significativo. Fue un teólogo que nos desafió a pasar de una fe inmadura a una fe adulta. Lo último que escribió y se publicó después de su muerte, fue un extraordinario estudio sobre un tema que pocos esperarían de su pluma: el infierno, lo cual indica su capacidad de estar siempre pendiente de los temas más candentes en el momento más apropiado.
En dicha obra Juan Luis pretende explicar la paradoja de la desaparición del infierno, después de tantos siglos de presencia en las homilías, el arte, los ejercicios espirituales, la teología pastoral, las conversaciones religiosas en general. Así que se propuso realizar un estudio entre teológico y sociológico de ese fenómeno moderno en la vida de la iglesia. Así que se puso a analizar las obras de teología más representativas de esa época. El Curso fundamental sobre la fe, de Karl Rahner; la Teología en el siglo XX, de Vorgrimler y Vander Gucht; uno de los tomos de Mysterium Salutis; el Diccionario teológico interdisciplinar, editado por L. Pacomio, y el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por una comisión de teólogos del Vaticano. Su interés consistía en determinar el lugar relativo que ocupaba en estas obras el tema «infierno». La intención que le guiaba era saber que si la premisa del infierno es unas las de las dos grandes posibilidades de todo ser humano, entonces debía tener un tratamiento tan extenso y detallado como el referente al cielo, la otra posibilidad abierta al destino humano. Para su sorpresa, descubrió que las obras citadas dedican una parte mínima de su contenido al tema del infierno.
«El que, después de haber sido un tema casi obsesivo durante siglos, en que numerosísimas apariciones y un sin fin de predicaciones, tanto eruditas como populares (que basaban en este tema el llamado central a la conversión y práctica sacramental en las misiones populares), se haya reducido de tal manera —en una disciplina obligada, como la teología, a hablar, y largamente, del destino eterno del hombre—, da que pensar. Lo menos que se puede decir al respecto es que existe un clara incomodidad en tratar este punto»[3].
Entre la ira y el amor
Los que desde la infancia fuimos expuesto a la doctrina del infierno, difícilmente podíamos captar que el mensaje salvador/liberador de Jesús, el Evangelio significa «buenas noticias», pero a nuestro entender infantil eran muy «malas noticias», terroríficas, con pesadillas sobre morirte en pecado mortal y ser transportado de inmediato a ese lugar de tormento. Y más, cuando en muchos casos, la imagen que predominaba de Jesús, era el severo Juez sentado en su trono, desde el cual todo lo ve. —Dicho sea de paso, el catolicismo de la época nos hizo protestantes a muchos cuando descubrimos la doctrina de gracia y de la salvación por fe, no por obras, olvidando para siempre los terrores del infierno gracias al sacrificio de Cristo en la cruz en nuestro lugar. ¡Qué duda cabe que el recurso a la predicación del infierno, cuanto más truculenta mejor, no es exclusiva del catolicismo y sus misiones y ejercicios espirituales del pasado, también está muy presente en la experiencia y práctica evangélica, incluso hoy día! Los jóvenes a menudo tienen muchos altibajos espirituales: luchan por convertirse en adultos y se enfrentan con diversos problemas. Un mes se comportan como cristianos ejemplares, y otros como tristes ediciones de ese cristianismo en que han sido educados. Para todos ellos existe un «remedio», los servicios de avivamiento y campamentos juveniles, donde los predicadores exponen sin variación un mensaje conmovedor sobre el infierno o algo muy semejante, terminando con un largo llamado al altar, ilustrado con una «historia de miedo» sobre alguien que no fue al altar en una de esas ocasiones, y al día siguiente, o más tarde esa semana o mes, murió en un trágico accidente. O incluso peor…, advierten amenazadoramente, como quien no quiere la cosa, que para alguien presente en esa misma reunión, podría ser «su última oportunidad de estar bien con Dios»[4].
A lo largo de casi toda su historia, la doctrina del infierno ha tenido un lugar prominente en la teología y la predicación del cristianismo. Hasta no hace mucho, bien pocos se atrevían a cuestionar semejante doctrina, quizá el no-dogma más dogmáticamente enseñado de todas las enseñanzas cristianas. En la pastoral y las misiones se hacía un verdadero abuso del mismo. Fue el motivo central de los llamados a la conversión de todos los evangelistas y predicadores de renovación y avivamiento espiritual, generalmente por convicción y sentido de deber, como nos cuenta Andrew Bonar en sus Memorias de Robert Murray M’Cheyne:
«Mientras caminaba por el campo, me invadió el siguiente pensamiento con un poder casi abrumador: que cada uno de los miembros de mi congregación pronto estarían en el cielo o en el infierno. ¡Oh, cómo desearía tener una lengua como el trueno, para poder hacer oír a todos; o tener una fortaleza como de hierro para poder visitar a todos y decirles: “¡Escapa por tu vida!» ¡Ah, pecadores! No sabes cuánto temo que me culpes por tu condenación»[5].
El celo predicador de nuestros antepasados protestantes no se entendería sin esa firme convicción en la posibilidad real de la condenación eterna de sus oyentes. Era el motivo y aguijón que les llevaba a trabajar sin descanso en su ministerio de heraldos de la de la salvación versus condenación. Si es cierto que la doctrina bíblica del infierno nos desnuda emocionalmente, como escribe Sinclair Ferguson[6], entonces podemos darnos una idea del tipo de creyentes de uno de los autores clásicos del puritanismo como Thomas Brooks (1608–1680) cuando reflexionan de la siguiente manera:
«Esta palabra eternidad, eternidad, eternidad; esta palabra infinito, infinito, infinito; ¡esta palabra para siempre, para siempre, para siempre, romperá incluso en diez mil pedazos el corazón de los condenados! Oh, esa palabra nunca, dijo una pobre criatura desesperada en su lecho de muerte, me rompe el corazón… Los pecadores impenitentes en el infierno tendrán un fin sin fin, muerte sin muerte, noche sin día, luto sin alegría, tristeza sin consuelo y esclavitud sin libertad. Los condenados vivirán en el infierno tanto tiempo como Dios mismo vivirá en el cielo»[7].
Nuestros Padres reformadores fueron creyentes consumidos por la gloria de Dios. No dudamos de sus buenas intenciones, pero sí del equilibrio necesario de su teología, aunque es difícil para todos conseguir tan preciado bien en el ajetreo de la historia y de la tiranía del tiempo y sus gustos. Fue común a casi todos ellos pensar en Dios como el Señor y Soberano del Universo, cuya «ira se manifiesta contra la impiedad e injusticia de los hombres» (Ro 1:18). Por eso sus sermones abundan en la denuncia del pecado y en la amenaza de la Ira de Dios. Un día, ya lejano en el tiempo, una simpática hermana norirlandesa me llamó la atención sobre el ceño tan desagradable de la mayoría de los retratos de los puritanos, que daban la sensación de eternos enfadados. ¿No tendría algo que ver con su manera de entender el evangelio de arrepentimiento y su concepto de la ira de Dios?
Como alguien ha dicho, los puritanos creen firmemente en que todo sucede por una razón. Creen que si les sucede algo malo es porque Dios quiere mostrarles sus pecados. La casa quemada representa la ira de Dios. Los puritanos piensan que, dado que algo malo sucedió, entonces debe haber pecado. Parecen pensar que es bueno cuando el Señor les quita algo, porque así lentamente son apartados del mundo real, que está lleno de pecado. El amor de Dios no fue precisamente el punto fuerte de su teología ni de vida espiritual. El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo fue subsumido en el Dios soberano de los teólogos, cual figura terrible, exigente, inflexible.
Si por algo fue famoso el evangelista norteamericano Dwight L. Moody (1837-1899) fue por su determinación de centrar sus mensajes en torno a la verdad de que Dios es amor, y «bajar el tono de la mención del infierno y la ira de Dios hasta el punto de ser inaudible»[8]. Para él no había nada más central que Juan 3:16, que resume toda la teología y la espiritualidad que es posible alcanzar en esta vida. Se entiende que su énfasis en el amor de Dios le ganara la crítica de aquellos acostumbrados a predicar sobre la ira de Dios. Todavía hoy se dan malentendidos al respecto:
«Debido al énfasis de Moody en el amor de Dios, algunos historiadores han argumentado que él no creía en una expiación sustitutiva. Pero al hacerlo, pasan por alto por completo la relación entre el amor de Dios y la expiación sustitutiva en los sermones de Moody, y simplemente no logran leer lo que Moody dijo tan claramente. “Esta expiación es la única esperanza de mi vida eterna. Si saca la doctrina de la sustitución de mi Biblia, no me la llevaría a casa esta noche. Si Cristo no lo enseñó, ni tampoco los Apóstoles, si Cristo no lo predicó, entonces he leído mal mi Biblia todos estos años”»[9].
Aunque no es ahora el tema de nuestro estudio, conviene recordar que «de la abundancia del corazón habla la boca» (Lc 6:45). Y Moody predicó como predicó debido a una experiencia fundamental en su vida y ministerio, lo que se puede describir como un «bautismo de amor».
«Un día en la ciudad de Nueva York, ¡oh qué día!, no puedo describirlo. Rara vez me refiero a él; es una experiencia casi demasiado sagrada para nombrarla. Pablo tuvo una experiencia de la que nunca habló durante catorce años. Sólo puedo decir que Dios se reveló a mí, y tenía tal experiencia de su amor que tuve que pedirle que detuviera su mano. Fui a predicar de nuevo. Los sermones no fueron diferentes; no presenté ninguna verdad nueva; y, sin embargo, cientos se convirtieron. No volvería a estar donde estaba antes de esa bendita experiencia para todo el mundo»[10].
Resurgir del infierno
Por el mismo tiempo que el teólogo católico Juan Luis Segundo constataba el silencio sobre el infierno en las obras teológicas de referencia y en los púlpitos eclesiales, quizá como una reacción al abuso de la «pastoral del miedo»[11], el historiador protestante Martin E. Marty, reseñaba la evidente desaparición del infierno entre las materias de interés o estudio de las revistas académicas de teología estadounidenses. Afirma que no pudo encontrar un solo artículo académico sobre el tema en una revista académica de la época[12]. La cosas eran bien diferentes en el sector fundamentalista, aunque a un nivel popular.
«Los televangelistas, por supuesto, lo predicaron y atrajeron multitudes. Las encuestas revelaron, lo que no sorprende, que la mayoría de los estadounidenses dijeron a los científicos sociales que “creían” en el infierno. Todavía lo hacen, y es posible que lo hagan durante mucho tiempo. No dimos a entender que fueran incrédulos, pero sospechábamos que la “mala fe” fuera característica. Es decir: si profesan creer que las personas a las que podrían llegar y convertir podrían salvarse del infierno, ¿qué estaban haciendo perdiendo el tiempo durmiendo mucho, discutiendo con nosotros, predicando evangelios de prosperidad, yendo a partidos de fútbol y no uniéndose a los mormones y a los testigos de Jehová en tocando el timbre de los clientes potenciales»[13].
Con el cambio de siglo, y por razones que no podemos entrar ahora, y a lo largo de estas dos últimas décadas, el tema del infierno se ha convertido en un tema de interés y objeto de sesudos estudios por parte de un buen número de autores más o menos académicos. A nivel popular, o pastoral, si se prefiere, es evidente que siguen levantándose voces protestando contra el silencio respecto al infierno y tocando la conciencia de los nuevos predicadores a que no teman predicar el viejo evangelio de la ira divina y la condenación, si de verdad se quiere alcanzar a los pecadores. «Necesitamos que surjan predicadores del fuego del infierno y anuncien a la iglesia y al mundo la realidad de su situación y la medida de la ira y el juicio de Dios que se avecina. Contrariamente a la creencia popular, ¡se necesita una revelación muy real del infierno, del tormento, de la santidad de Dios y de nuestra desesperación y maldad para atraer a las personas hacia el Amante de sus almas!»[14] A nivel teológico, Juan Luis Segundo planteó recuperar la noción de infierno de tal modo que sea reintegrada como parte de una propuesta humanizadora, no como elemento de miedo que provoca el cumplimiento irreflexivo de la norma, sino como un polo —nunca como un lugar— que señala cuál sería el triste destino del obrar humano si este no tuviera en cuenta la vida de su prójimo.
«El infierno debe ser presentado en el imaginario cristiano, como un elemento responsabilizador y animante que oriente el ejercicio de la libertad del creyente hacia la realización de sus valores más hondos»[15].
El infierno, que es un término que habría que cambiarlo por otro más apropiado y adecuado a nuestra experiencia geográfica, ya que propiamente infierno, del latín inférnum o ínferus, hace referencia a que lo está debajo de, un lugar inferior, subterráneo (tal como el Seol hebreo o el Hades griego), lo cual no corresponde a nuestra visión científica del interior del planeta Tierra. El infierno es un concepto penal, no localizado en ninguna parte física de la corteza terrestre, sino en la ley moral que reprueba todo acto de injusticia. El infierno es como ese karma, y nadie se me escandalice por el uso de este término hindú[16], que cada cual va creando con sus malas acciones cuyas consecuencias son tan perjudiciales para él como para el prójimo.
Así, pues, de lo que se trata no es de volver a la “letra” del infierno de tormento cual pozo de fuego, sino al espíritu del mismo, que nos advierte del peligro de las malas acciones y las repercusiones tan negativas que tiene tanto para el individuo como para la sociedad. El pecado es la anulación de un proyecto de vida, un error irreparable, excepto por la gracia divina. Necesitamos recuperar la seriedad de la fe, que pone delante de nosotros la responsabilidad moral que tenemos ante nosotros mismos y ante nuestros semejantes. Es una exigencia impuesta por Dios al hombre desde el mismo principio de la historia. Nadie puede actuar como le venga en gana, somos «guardianes del hermano» (cf. Gn 4:9), responsables de su bien y de su mal, por eso habremos de dar cuenta de todo acto y de toda palabra hiriente (cf. Mt 12:36-37). El infierno nos habla de nuestra responsabilidad en toda su radical gravedad, cuyas consecuencias se dejan sentir en el presente y el futuro. El respeto a la vida y la seriedad moral son valores aportados por el cristianismo a la humanidad, y la condena sin paliativos de la inepcia y maldad humanas son resultado de esos valores. El infierno es lo que no queremos para nosotros ni para los demás, es por tanto, lo que condenamos, lo que denunciamos en cuanto personas comprometidas con el bien de este mundo.Por eso tenemos que aferrarnos con toda nuestra mente y voluntad a los principios del reino de Dios, y llamar a otros a que los hagan suyos. No es fácil, el ser humano es una caña volcada hacia el egoísmo, y morir a su «yo» le es antinatural, indeseable. Es precisa toda la gracia de Dios para que se revierta la percepción que tiene de sí mismo y se abra a la vida de Dios, que es apertura a la verdadera humanidad. Nada menos que un «nuevo nacimiento» es capaz de realizar tal milagro (Jn 3:3ss). No podemos predicar el infierno solo como un medio para meter miedo y provocar una «decisión por Cristo», sino como una realidad que nos aherroja y de la que es preciso liberarnos con la libertad de Cristo (Gal 5:1-15).
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[1] David Lodge, How far can you go?, p. 113. Penguin Books, Londres 1981 / trad. cast., Almas y cuerpos. Impedimenta, Madrid 2020.
[2] En su obra pretende mostrar al hombre moderno, creyente o no, la libertad radical que se encuentra en Jesús. Entre sus obras cabe citar Teología abierta, 5 vols. (Ed. Cristiandad, Madrid 1967-1972); El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, 3 vols. (Cristiandad, Madrid 1982); El dogma que libera. Fe, revelación y magisterio dogmático (Sal Terrae, Santander 1989); ¿Qué mundo? ¿Qué hombre? ¿Qué Dios? (Sal Terrae, Santander 1993).
[3] J.L. Segundo, El infierno. Un diálogo con Karl Rahner, p. 18. Ed. Trilce, Montevideo / Lohlé-Lumen, Buenos Aires 1997.
[4] Hellfire and brimstone preachers……… good, or harmful,
http://thoughtsofasojourner.blogspot.com/2010/06/hellfire-and-brimstone-preachers-good.html
[5] A. Bonar, Memoirs and Remains of Robert Murray M’Cheyne, p. 148. The Banner of Truth, Edimburgo 1966 (org. 1844).
[6] S. Ferguson, Preach Like Hell Lasts Forever, https://www.desiringgod.org/articles/preach-like-hell-lasts-forever
[7] The Works of Thomas Brooks, vol. 5, p. 130, The Banner of Truth, Edimburgo 1980 (org. 1680).
[8] Richard Lovelace, Dynamics of spiritual life. An Evangelical Theology of Renewal, p. 83. IVP Press, 1979.
[9] Stanley N. Gundry, “The Three Rs of Moody’s Theology”, Christian History, 25 (1990), https://christianhistoryinstitute.org/magazine/article/moodys-theology
Veáse su libro Love Them In: The Life and Theology of D. L. Moody. Baker, Grand Rapids 1982.
[10] William R. Moody, The Life of D. L. Moody, p. 149. Revell, New York, 1900. Cursivas añadidas.
[11] Véase A. Ropero, La pastoral del miedo. El infierno y Karl Barth, https://www.lupaprotestante.com/la-pastoral-del-miedo-el-infierno-y-karl-barth-alfonso-ropero/
[12] M.E. Marty, “Hell Disappeared. No One noticed”, Harvard Theological Review 78, 1988.
[13] Marty, Hell Reappeared, https://divinity.uchicago.edu/sightings/articles/hell-reappeared-martin-e-marty
[14] John Burton, Is It Time for Hell-Fire Preaching Again?,
https://www.charismanews.com/opinion/50630-is-it-time-for-hell-fire-preaching-again
[15] Segundo, El infierno, p. 74.
[16] No hay en hebreo, ni griego, concepto semejante al karma, pero si al contenido del mismo, a saber, ese tipo de sentencias que afirman: «No os engañéis, Dios no puede ser burlado; porque todo lo que el hombre sembrare, eso también segará» (Gal 6:7).