Universalismo ¿camino de la herejía? El debate entre J.A.T. Robinson y T.F. Torrance
El teólogo anglicano John A. T. Robinson (1919-1983) es mundialmente conocido por su libro Honest to God (Sincero con Dios, 1963), traducido a muchos idiomas, incluido el español[1], en cuanto uno de los representantes más destacados de la teología de la muerte de Dios, pero hay que decir también que fue uno de los teólogos más vanguardistas de su día, atreviéndose con temas delicados que él siempre trató con respeto y probada argumentación bíblica y teológica, teniendo muy presente la aportación de la tradición eclesial.
En el tema que nos ocupa desde hace un tiempo sobre la doctrina del infierno, Robinson escribió un documentado artículo pionero donde trata de responder si el universalismo es una idea herética y, por tanto, prohibida al teólogo y pensador cristiano[2]. La ocasión de escribir sobre esta cuestión le vino dada por la publicación del primer tomo de la Dogmatik de Emil Brunner (1889-1966), donde al final de la misma el teólogo suizo afirma que la doctrina de la salvación universal es una «herejía amenazante, que pone en peligro la fe bíblica», planteando así agudamente un problema que ha dividido a los teólogos desde los días de Orígenes. Aunque formalmente condenada como herejía por el quinto concilio ecuménico, la doctrina ha encontrado frecuentemente defensores de incontrovertible eminencia en las filas de la teología. Es imposible ignorar, por ejemplo, un consenso de nombres contemporáneos como Nicolas Berdyaev, William Temple, John Baillie, C. H. Dodd, Charles Raven, William Barclay, Herbert Farmer y Jürgen Moltmann, entre otros, todos los cuales se han pronunciado más o menos abiertamente a su favor. ¿Son todos herejes, todos liberales que descartar? ¿Tiene razón Brunner, por lo tanto, al decir que una doctrina de restauración universal es totalmente incompatible con una teología verdaderamente bíblica?
«¿Cómo podemos eliminar —se pregunta Brunner— la proclamación de un Juicio final de las parábolas de nuestro Señor, de la enseñanza de los Apóstoles, de Juan así como de Pablo, y del libro del Apocalipsis, sin destruir totalmente su sentido?»[3]
Lo que la Biblia dice sobre la salvación y condenación, remacha Brunner, es que «no hay condenación para los que están en Cristo Jesús» (Ro 8:1), porque Jesús salva los creyentes de la ira venidera, de modo que todos los que creen en Él no perezcan. Solo los que tienen fe son justificados. La fe y la justificación se pertenecen mutuamente, de modo que podemos decir: «Donde no hay fe, no hay Cristo; donde no hay fe, tampoco hay salvación en Cristo»[4].
La doctrina de la apocatástasis no se encuentra en la Biblia, asegura Brunner; la palabra de Cristo es para nosotros una palabra de decisión, la cual, si creemos, nos lleva a la salvación; y precisamente porque nos lleva a una decisión, «nos prohíbe creer en una salvación lejos de la esfera de la fe». Solo en Cristo conocemos al Dios de la Gracia; fuera de Él, nos encontramos con el Dios de la Ira[5].
Robinson concuerda con Brunner en que esta cuestión es central para la doctrina cristiana de Dios, y no el tema periférico de especulación por el que con frecuencia se la ha tomado.
La escatología, a la que pertenece la doctrina del Juicio final y la vida eterna, es parte integral de la Biblia porque Dios es un Dios de la historia. Mientras que para el griego lo esencial es lo que es verdad eternamente, para el hebreo es lo que sigue siendo verdad al final de los tiempos.
«Lo eterno es aquello que resiste el ataque del enemigo final y, sin embargo, permanece. Que Dios seguramente se reivindicará frente a sus adversarios es el ancla de la fe bíblica y el significado de su atribución a él de la eternidad. Por lo tanto, la forma en que Él se mantiene como Dios y la naturaleza de su señorío final es al mismo tiempo la respuesta a lo que Él es esencialmente. La verdad o falsedad de la afirmación universalista de que, al final, él es Señor enteramente de un mundo que carece de su señorío, es, en consecuencia, determinante de toda la doctrina cristiana sobre la naturaleza de Dios. Si es falso, entonces Brunner tiene razón al olfatear y exponer su terrible amenaza»[6].
Si la naturaleza de Dios se revela en su voluntad, y su voluntad en su propósito en la historia, ¿cuál es ese propósito en la Biblia? Es algo declarado completamente en los acontecimientos del Nuevo Testamento, donde se afirma de forma bastante explícita. El propósito de su designio es «reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra» (Ef 1:10). Es el beneplácito del Padre por medio de Cristo de «reconciliar consigo todas las cosas… así las que están en la tierra como las que están en los cielos» (Col 1:20). Cristo es, por tanto, la propiciación, no sólo por nuestros pecados, «sino también por el mundo entero» (1 Jn 2:2), porque Dios envió a su Hijo «para que el mundo sea salvo por él» (Jn 3:17). «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Ti 2:4). Y no solo la humanidad, «también la creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción, a la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Ro 8:19-21). De ahí la promesa de «la restauración de todas las cosas» (Hch 3:21), cuando, al final, el universo volverá sin pecado a esa relación con Dios en y para la cual Él lo creó. «Esto, en lo que respecta al ser humano, significa que el amor reinará únicamente en una perfecta reciprocidad de comunión y conocimiento. En términos más simples, la única voluntad de amor de Dios es ser amado por todos los que él ha creado para amar. Ahora bien, llamar divina a esta voluntad de amor es al mismo tiempo confesarla omnipotente. Por omnipotencia la Biblia no entiende ninguna cualidad abstracta como “el poder de hacer cualquier cosa que no sea inherentemente contradictoria” (Tomás de Aquino). Llamar a Dios “todopoderoso” es un acto de fe, a menudo un acto de fe desesperado, de que no se puede hacer burla de él, que, a pesar de toda apariencia, tiene la medida de cualquier otra potencia mundial y es omnipotente para mantener su naturaleza y cumplir su propósito en un mundo que frustra su amor. Si hubiera algo que pudiera impedir este cumplimiento, entonces ese poder sería más fuerte que el amor Divino, y Dios menos que todopoderoso. La consumación, tanto como la iniciación, de esta voluntad de amor se fundamenta en una necesidad de la naturaleza divina»[7].
Pero de inmediato surge un problema, un problema que también será tratado por otros teólogos como von Balthasar a la hora de analizar el papel de la libertad en el binomio salvación/condenación[8]. Porque esta misma afirmación parece arrojar dudas sobre la realidad de la libertad que el amor presupone para ser un poder. ¿No es una contradicción decir que todos deben ser salvos por el amor? Porque si deben ser salvos, entonces la salvación parecería significar algo más que una libre respuesta al amor. ¿Qué pasa con el poder de rechazar si todos deben aceptar?
«El dilema puede plantearse así. O el Amor es omnipotente (esta es una afirmación necesaria si Dios quiere ser Dios, es decir, infinito), en cuyo caso debe conquistar. Pero este “deber” implica la eliminación de aquello mismo que hace de su victoria una victoria del amor, a saber, la libertad. Por lo tanto, por el hecho mismo de que Dios es omnipotente y necesariamente cumple su propósito, Dios se contradice y obra su propia derrota. O la libertad es absolutamente inviolable (esta es una afirmación necesaria si Dios ha de ser Dios, es decir, amor), en cuyo caso no puede haber necesidad de su victoria. Y esto significa que no hay necesidad de que Dios pueda ser él mismo todopoderoso e ilimitado. Pero la posibilidad misma de que él no pueda ser lo que es una vez más lo involucra en una auto-contradicción. Por tanto, la conclusión inevitable parece ser que las ideas de omnipotencia y amor son en sí mismas mutuamente contradictorias. Dios no puede ser amor omnipotente. Ahora bien, si uno no quiere quedarse en esta posición, que dañaría el corazón de toda la doctrina cristiana de Dios, hay dos caminos abiertos. O uno debe estar preparado para demostrar que la posibilidad de que no todos se salven es compatible con la omnipotencia divina, o uno debe establecer que la necesidad de que todos se salven no implica ninguna infracción de la libertad y, por tanto, ninguna negación del amor de Dios. Es en este punto donde la ortodoxia tradicional y la doctrina del universalismo divergen»[9].
Como podemos apreciar el razonamiento de Robinson es totalmente lógico y consecuente. No intenta pillarle vuelta y hacer trampas en su argumentación. Nuestro teólogo no ignora, como tampoco lo hace Balthasar, que la enseñanza neotestamentaria sobre este tema se puede agrupar en dos juegos de textos que, por un lado, se refieren a la exclusión de un número de personas de la salvación, y de otro, que incluyen a todas. Es poco honesto negar que la condenación eterna se enseña claramente en el Nuevo Testamento. «Es inútil —observa Robinson—, intentar demostrar que Cristo no enseñó ninguna creencia en el infierno o en el castigo eterno», y es una pérdida de tiempo que los universalistas se pongan a refutar este punto. Según el mensaje cristiano, el infierno es una opción real e ineludible. Nadie puede escapar a la necesidad existencial del arrepentimiento si quiere verse libre del mismo. «El valle de la decisión se encuentra a este lado de las puertas del cielo»[10]. Mientras nos mantengamos en el camino del mal y del ego, sufriremos el infierno. Los evangelistas y predicadores, por lo tanto, siempre deben convocar a los pecadores al arrepentimiento. «Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal» (Dt 30:15). Sin embargo, podemos confiar en el amor omnipotente y la misericordia del Salvador:
«Todavía hay dos caminos: y el que está lleno de gente sigue siendo el que lleva a la destrucción. Muchos serán los que la encuentren, y caminen muy lejos por él. Pero en algún punto de ese camino, sea lejano o cercano, cada uno encuentra también algo, o más bien Alguien. Es una figura inclinada bajo el peso de una cruz. “Señor, ¿a dónde vas?” preguntan todos. Y llega la respuesta: “Me voy a Roma, a Moscú, a Nueva York, para ser crucificado de nuevo en tu lugar”. Y al final ningún hombre puede soportar ese encuentro para siempre; porque es un encuentro con un poder que no puede haber nada mayor, un encuentro con el Amor omnipotente mismo. Este amor no le quitará a nadie la elección; porque es precisamente su elección lo que quiere. Pero su voluntad de señorío es inagotable y, en última instancia, insoportable: el pecador debe ceder. Dios ha expuesto el fuerte brazo derecho con el cual ha declarado que frenará a las naciones. Y he aquí, está atravesado por clavos, manchado de sangre y remachado en impotencia. ¿Es también para nosotros una ofensa y una tontería? Sin embargo, ésta es la auténtica cualidad de la omnipotencia del amor. “La debilidad de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Co 1:25), que cualquier hombre; porque “Yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré hacia mí” (Jn 12:32). Cristo, según las antiguas palabras de Orígenes, permanece en la Cruz mientras un pecador permanece en el infierno. Esto no es una especulación: es una declaración basada en la necesidad misma de la naturaleza de Dios»[11].
Aunque el artículo y los argumentos de Robinson son mucho más extensos y dignos de ser tenidos en cuenta[12], para los límites de nuestro escrito podemos resumir diciendo que Robinson concluye, más como una esperanza de fe que como una certeza dogmática, que las promesas del Señor de reconciliación final se cumplirán infaliblemente en el eschaton: todos serán salvos; todos llegarán al arrepentimiento y a la fe; entonces Dios será todo en todos.
«En un universo de amor no puede haber un cielo que tolere una cámara de horrores, ni un infierno para nadie que no lo convierta al mismo tiempo en un infierno para Dios. Él no puede soportar eso, porque sería la burla final de su naturaleza, y no lo hará»[13].
Es esta conclusión la que produjo una respuesta igualmente bien razonada de un teólogo no menos eminente que el presbiteriano escocés Thomas F. Torrance (1913-2007)[14], publicada en la misma revista que donde Robinson publicó su artículo[15]. Después de reconocer la importancia del tema suscitado por su colega anglicano, Torrance pasa a ofrecer sus argumentos en sentido contrario. «¿Podremos alguna vez respaldar la auto-manifestación de Dios y su acción —se pregunta—, y discutir la relación entre omnipotencia y amor en términos de la necesidad de su naturaleza divina?». Por supuesto que no, responde. A juicio de Torrance, la confesión de Robinson de la mayor esperanza se reduce a una forma de determinismo, tanto lógico como causal: lógico, porque deduce lo que Dios hará en el eschaton basándose en nuestra comprensión finita y antropocéntrica del amor divino; causal, porque cierra el futuro y promulga de manera determinista el fin predestinado, obviando la libertad histórica de la humanidad. El mal no puede comprenderse racionalmente; es algo extraño y absurdo que no tiene sentido lógico.
«Ni siquiera Dios podría responder al problema del pecado excepto mediante la acción desesperada del Calvario, pero la expiación no entra en este contexto lógico en absoluto»[16].
Por lo tanto, no existe una relación lógico-causal entre La muerte vicaria de Cristo en la cruz y el perdón de Dios. Si así fuera, la redención de la humanidad por parte de Dios sería una necesidad metafísica impuesta a él. Pero según las Escrituras, Dios decide libremente redimir a la humanidad. Su muerte expiatoria en la cruz es un acto de gracia sorprendente. No tenía por qué haber sido así; podría haber elegido otra cosa. El don pascual de la salvación, por tanto, no puede deducirse ni interpretarse lógicamente bajo la categoría de necesidad, ni siquiera de la necesidad del amor. He aquí el gran error del universalismo, según Torrance: busca racionalizar el «oscuro e insondable misterio» del pecado humano y la rebelión final. Décadas más tarde, reiteraría esta objeción:
«He estado poniendo énfasis en la naturaleza incondicional de la salvación por gracia basada en el hecho de que Cristo se entregó libremente en sacrificio expiatorio por todas las personas sin excepción, porque eso es lo que somos enviados por nuestro Señor a predicar. Pero ¿qué pasa con aquellos que se alejan del Evangelio y su llamado a arrepentirse y creer? Con ello no anulan la naturaleza incondicional de la gracia de Cristo, ni por tanto la naturaleza incondicional del juicio divino que implica. El juicio de Dios sobre los pecadores permanece cuando desprecian su gracia. Mientras que la predicación del Evangelio, en la vívida expresión de San Pablo, es para algunas personas un olor vital que da vida, para otras es un olor mortal que mata (2 Co 2:16). Es decir, si la gente está condenada, está condenada por el Evangelio. Por qué cualquiera a quien se le ofrece gratuitamente la gracia y el amor incondicionales de Dios en el Señor Jesús debería alejarse de él, es algo bastante inexplicable y desconcertante para aquellos que están “en el camino de la salvación”, pero es un hecho terrible que el Nuevo Testamento, cuya enseñanza no permitirá que los predicadores del Evangelio ignoren u olviden su enseñanza sobre la condenación. Es en el Juicio final que el lado oscuro de la Cruz, el juicio incondicional de Dios sobre todo pecado y maldad, será revelado, porque las personas serán juzgadas por lo que sucedió una vez para siempre en la obra consumada de Cristo en la Cruz. , cuando fue crucificado como Cordero de Dios para llevar y quitar los pecados del mundo. ¿No es eso a lo que el Nuevo Testamento llama “la ira del Cordero”? Jesús dijo: “El que crea y sea bautizado, será salvo, pero el que no crea, será condenado” (Mc 16:16)[17].
Por más que Dios ame al pecador, la condenación eterna sigue siendo una posibilidad si éste rechaza el mensaje evangélico. Si los predicadores quieren ser fieles al testimonio bíblico, deben advertir a sus congregaciones del terrible peligro de rechazar el don del perdón otorgado en Jesucristo. Con ello Torrance se ajusta a la doctrina tradicional mantenida por todas las iglesias, lo cual es totalmente correcto, sin embargo pasa por alto los pasajes universalistas específicos citados por Robinson ya que está convencido de que no prueban lo que se pretende dada la totalidad del testimonio bíblico y su enfática afirmación de la condenación eterna:
«Todo lo que el argumento del Dr. Robinson logra hacer es señalar la posibilidad de que todos puedan salvarse en la medida en que Dios ama a todos al máximo, pero no lleva ni puede llevar como corolario la imposibilidad de perderse eternamente. La falacia de todo argumento universalista no reside en demostrar que el amor de Dios es universal y omnipotente, sino en establecer la imposibilidad de la condenación definitiva. El Dr. Robinson ha citado pasajes del Nuevo Testamento que le parecerían apuntar en la dirección del universalismo, pero ¿qué pasa con esos muchos otros pasajes que declaran en términos inequívocos que en el juicio final habrá una división final entre los hijos? de la luz y los hijos de las tinieblas? ¿Qué pasa con el horror estremecedor de las palabras: “Más le valdría a ese hombre no haber nacido” (Mt 26;24), que salieron de los labios del Amor Omnipotente? No hay ni una pizca de testimonio bíblico que pueda aducirse para apoyar la imposibilidad de la condenación definitiva. Todo el peso de la enseñanza bíblica está del otro lado»[18].
El argumento es contundente desde el punto de vista bíblico, por tanto, la amenaza del infierno debe ser afirmada y predicada, dice Torrance, y no anulada por una supuesta necesidad de la naturaleza divina. Dada la posibilidad real de que algunos o muchos sean condenados eternamente, no podemos proclamar la apocatástasis como doctrina. Hacerlo lo convertiría en una necesidad metafísica que no necesita a Cristo. «¿Nos atrevemos a ir detrás del Calvario para llegar a una conclusión que, si pudiéramos llegar por lógica, haría que la Cruz carezca de significado?», pregunta Torrance. «Si el universalismo es verdadero, es una necesidad, entonces todo camino, tenga o no la Cruz plantada, conducirá a la salvación»[19]. Se debe respetar la libertad divina y mantener la reserva escatológica:
«Si el universalismo debe surgir de una necesidad de la naturaleza divina, entonces todos los caminos deben conducir al mismo objetivo. No importa con qué frecuencia uno insista en que el infierno es una opción eternamente viva, que el universalismo deja intacta la desesperada urgencia del Evangelio, eso no altera el hecho de que un “deber” universalista es necesariamente una negación constante de que la cuestión está abierta. En última instancia, la voluntad de Dios es insoportable: el pecador debe ceder»[20].
Como alternativa a la herejía de la salvación universal, Torrance propone la elección universal: la humanidad ha sido elegida para gloriarse en Jesucristo. Siguiendo a Karl Barth, rechaza la afirmación calvinista y no evangélica de la “redención limitada” y de la “doble predestinación”. Por la Encarnación, la cruz y la resurrección, todos los pecadores han sido elegidos libremente para disfrutar de las bendiciones escatológicas del amor y la misericordia de Dios. El Padre de Jesús pretende la redención de todos, sin excepción. El acto salvífico de Dios en el hombre Jesús es idéntico a su ser eterno. Por la Encarnación Dios se ha unido a la humanidad; cada persona subsiste en la Palabra divina. Éste es el punto dogmático de la confesión nicena de la unión consustancial del Padre y del Hijo encarnado. El divino Creador no puede negar su abrazo a los seres humanos en Jesucristo más de lo que puede negarse a sí mismo. El Hijo eterno murió por los pecadores:
«Elección significa nada más y nada menos que la acción completa del amor eterno de Dios, que “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16). Es la decisión eterna de Dios que no estará sin que entremos en el tiempo como gracia, escogiéndonos y apropiándonos para Él, y que no nos dejará ir. La elección es el amor de Dios manifestado e insertado en la historia de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, de modo que en el sentido más estricto Jesucristo es la elección de Dios. Él es el acto único e indivisible del amor divino. Por lo tanto, no hay ningún decreto de predestinación que preceda este acto de gracia o que vaya a espaldas de Jesucristo, porque eso sería dividir el acto de Dios en dos y dividir a Cristo de Dios. Jesucristo es totalmente idéntico a la acción de Dios, lo que fue, lo que es y lo que será, el mismo ayer, hoy y por los siglos. El gran hecho del Evangelio es entonces este: que Dios realmente nos ha elegido en Jesucristo a pesar de nuestro pecado, y que en la muerte de Cristo esa elección se ha convertido en un hecho consumado. Significa también que Dios ha elegido a todos los hombres, en la medida en que Cristo murió por todos los hombres, y porque esto es de una vez por todas, nadie podrá jamás eludir la elección de su amor. Por cuanto nadie existe sino por el Verbo de Dios por quien todas las cosas fueron hechas y en quien todas las cosas consisten, y por cuanto este es el Verbo que ha realizado de una vez por todas la elección eterna de la gracia para abrazar a todos los hombres, la existencia de cada hombre, lo quiera o no, está indisolublemente ligada a esa elección: a la Cruz de Jesucristo. El ser de cada hombre está ligado para siempre al acto único e indivisible del amor de Dios en Jesucristo. ¿Cómo podría ser de otra manera? La vida, muerte y resurrección de Jesucristo son la realidad final de nuestro mundo de la que depende todo lo demás. En Él están resumidas todas las cosas, las visibles y las invisibles, ya sean las que están en la tierra o las que están en el cielo. El universo entero gira alrededor del Amor de Dios en Jesucristo y todo su movimiento depende enteramente de Él. El sorprendente mensaje del Evangelio es que Cristo escogió a todos los hombres, murió por todos los hombres. Al morir por todos, tomó sobre sí mismo el juicio de todos los hombres; así, en que Él murió, todos murieron. La Cruz es, pues, a la vez la representación del Amor de Dios y el juicio de todo lo que contradice el amor de Dios»[21].
La gracia del Creador Trino es incondicional, inmerecida e inclusiva. En Cristo, él predestina a todos a la theosis y a la gloria[22]. La visión de Torrance del amor electivo de Dios es estimulante y un gozo de predicar. También es evidentemente universalista en sus implicaciones. Sin embargo, todavía queda el infierno. El evangelio salva y el evangelio condena. En este punto se pone en duda la visión evangélica de Torrance, que ha articulado tan poderosamente en sus escritos maduros. Si en Jesucristo Dios ha elegido objetivamente a todos para la salvación escatológica (aunque algunos puedan perderse), ¿cómo no ha dejado de realizar su voluntad salvífica universal? ¿No es esto como el buen pastor que sale a buscar la oveja perdida, pero regresa a casa vacío? ¿Por qué? Solo hay una respuesta plausible: la fe es una condición para la salvación.
Según Aidan Kimel, Torrance se opone a la salvación universal porque piensa que esta niega la libertad de Dios, postula una relación lógico-causal entre la economía de la salvación y el eschaton. Si el amor absoluto e incondicional de Dios implica que salvará a todos, como todos los universalistas afirman, entonces esto significa que Dios está metafísicamente obligado a salvar a todos. ¿Pero obligado por quién o qué? No por ningún poder o fuerza competidora fuera de él mismo. No hay nada “fuera” de Dios excepto lo que él ha hecho de la nada. Tampoco podemos pensar que su amor se impone a su voluntad (¿contra su voluntad?). La ousia eterna no está dividida. Dios es su Amor en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El amor divino, por tanto, es el querer divino, es el crear divino, es el reconciliar y salvar divino en un solo acto eterno. En esta unidad de acto y ser reside la libertad divina. Pensar de otra manera es sugerir que debe haber uno o más mundos posibles en los que Dios no ama ni salva a todos, sometiéndolo así, contra su amor, a una ley extraña de condenación.
«La mayor esperanza descansa firmemente en el amor invencible y omnipotente del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo revelado, manifestado, definido y encarnado en Jesucristo crucificado y resucitado. La voluntad salvífica universal de Dios no se esconde detrás de las espaldas de Jesús; es Jesús. La Pascua es simplemente la determinación eterna de la Santísima Trinidad de ser el Dios que elige a todos, salva a todos, deifica a todos en la apocatástasis cósmica. Según un discernimiento universalista, este es el significado bíblico completo de la afirmación de Juan: “Dios es amor”. Si tomamos esto como punto de partida, la preocupación de Torrance por la necesidad metafísica desaparece y su soteriología universalista florece plenamente»[23].
El filósofo reformado Oliver Crisp considera que la teología de Torrance tiene un serio problema: Su soteriología parece implicar el universalismo, pero se niega a sacar esta conclusión. Para Karl Barth, Cristo como Elegido provoca la elección derivada de toda la humanidad que es elegida en él, siempre que no rechacen ese estatus (lo que él considera una «posibilidad imposible»), de modo que se puede defender un universalismo esperanzador. Pero esperar la reconciliación de toda la humanidad basada en la obra misericordiosa de Dios en Cristo no es lo mismo que afirmar que toda la humanidad será salva.
«Aunque Torrance tiene muy claro que se necesita fe para apropiarse de los beneficios de la obra salvadora de Cristo, esto parece, en el mejor de los casos, ser una especie de residuo evangélico en su pensamiento que es inconsistente con su soteriología totalmente objetiva, extrínseca y eficaz […] Torrance habría hecho mejor en tener el valor de sus convicciones y abrazar una doctrina de universalismo, según la cual toda la humanidad está destinada a participar en la vida trina de Dios»[24].
Torrance ya no está entre nosotros para defenderse de sus críticos, pero el debate indica lo difícil que es convencer a la parte contraria de su error, en ambas direcciones. Es un debate que continuará en el tiempo y que muchos, como Robert Jenson prefiere no entrar en él, buscando aquello que cada cual tiene en común, a saber, la extrema gravedad del pecado y sus consecuencias, de lo cual da testimonio la doctrina del infierno; el amor de Dios que llega hasta el punto de entregar a su propio Hijo por el pecador; la fe que trae a nuestra vida la vida de Cristo y la esperanza de que Dios no dejará ni un instante de buscar a la oveja perdida.
Lo que sí debemos tener siempre en cuenta es la que la «teología», en cuanto exposición o explicación de lo que la Biblia enseña es una labor humana marcada siempre por el momento histórico en que se desarrolla —con sus presupuestos no mencionados de carácter filosófico, cultural y religioso—. Siendo esto así, es inadmisible establecer dogmas y doctrinas como si fueran dictadas por Dios directamente y, por tanto, válidas y perennes para todos los tiempos; olvidando que cuando se habla de Dios, aunque sea a partir de su Revelación, no es Dios quien habla, sino el hombre que habla acerca de Dios, más o menos atinadamente. Aquí conviene recordar aquello de Lutero de «dejar a Dios ser Dios» para no caer en la tentación de convertirnos en portavoces de la verdad de Dios —a la vez que en denigradores de quienes ven las cosas de manera diferente—; la verdad de Dios, que en todo momento nos supera, ciertamente no ilumina sobre la voluntad divina, pero al mismo tiempo nos constriñe y nos juzga. La teología, como bien supo ver Karl Barth, es básicamente una actividad existencial que suscita nuestra participación activa en el acontecimiento de la Redención del que la Biblia es testigo. Hay que cuidarse de presentar nuestra visión de la enseñanza revelada como «verdades objetivas» —ya sea la condenación total o el universalismo—, pues en ese mismo instante se convierten en falsedades e ídolos. En nuestro peregrinaje terrenal nos relacionamos con Dios y su Palabra como aquella que nos alumbra, pero que también nos desafía. Nosotros podemos hacer poco más que «especular», en el sentido positivo de la palabra: mirar en el espejo de la Palabra de un modo siempre incompleto y, por consiguiente, humilde, dispuesto siempre a seguir, mirando, es decir, aprendiendo. Como dice Pablo: «Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido» (1 Co 13:12).
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[1] Cf. A. Ropero, La recepción de la muerte de Dios en la España del nacionalcatolicismo, https://www.lupaprotestante.com/la-recepcion-la-muerte-dios-la-espana-del-nacionalcatolicismo/
[2] J.A.T. Robinson, “Universalism—Is it Heretical?”, Scottish Journal of Theology, 2 (1949), 139-155.
[3] E. Brunner, Dogmatics, vol. I, The Christian Doctrine of God, p. 349. The Westminster Press, Filadelfia 1949.
[4] Id., p. 350.
[5] Id., p. 353.
[6] Robinson, “Universalism—Is it Heretical?”, p. 140.
[7] Id, p. 140.
[8] Hans Urs von Balthasar, Tratado sobre el Infierno. EDICEP, Valencia 1999.
[9] Robinson, “Universalism—Is it Heretical?”, p. 141.
[10] Id., 154.
[11] Id., pp. 154-155. Véase también la obra de Robinson, In the End, God … A Study of the Christian Doctrine of the Last Things. Harper & Row, Londres 1968, reeditada por James Clarke and Co., Cambridge 2011.
[12] El artículo original está disponible gratis en la web.
[13] Robinson, “Universalism—Is it Heretical?”, p. 155.
[14] Torrance ha sido llamado «el mayor teólogo reformado desde Karl Barth» y «el mayor teólogo británico del siglo XX».
[15] T.F. Torrance, “Universalism or Election”, Scottish Journal of Theology 2 (1949), 310-318.
[16] Torrance, “Universalism or Election”, p. 311.
[17] Torrance, A Passion for Christ, p. 31. Wipf and Stock Publishers, Eugene 2010.
[18] Torrance, “Universalism or Election”, pp. 312-313.
[19] Id., p. 312.
[20] Id., p. 311.
[21] Id., 314-315. Also see T. F. Torrance, “Predestination in Christ”, The Evangelical Quarterly, 13 (1941): 108-141.
[22] Cf. Myk Habets, Theosis in the Theology of Thomas Torrance. Ashgate Publishing, Surrey 2009.
[23] A. Kimel, Revisiting J.A.T. Robinson and T.F. Torrance on Universal Salvation,
[24] Oliver Crisp, “T.F. Torrance on Theosis and Universal Salvation”, Scottish Journal of Theology, 74 (2021), p. 25.